Jutelún galopaba entre la caballería de Alghu, rodeada por los mangadai de Qaidu, los «pertenecientes a Dios», todos atentos al premio que los esperaba en los carros. Los hombres de Alghu salían a su encuentro, pero el ímpetu del ataque los había cogido con la guardia baja y docenas de ellos yacían en la hierba o en las orillas poco profundas del río, muertos o heridos por la primera descarga de flechas. Jutelún cabalgó entre ellos y a su alrededor, evitando combates individuales, sólo interesados en el premio que los esperaba en los kibitkas.
Se encontraban a una docena de pasos cuando las cortinas se abrieron. Jutelún gritó una advertencia, pero su voz se perdió entre los gritos y el fragor de los cascos. En lugar de la princesa, el premio que los esperaba detrás de las cortinas de seda de la litera real eran los arqueros de Alghu.
Jutelún sofrenó el caballo, trató de hacerlo girar, pero era demasiado tarde. Oyó el zumbido de las flechas mientras, a su alrededor, sus mangadai gritaban y se apretaban las heridas. Varios de ellos cayeron de los caballos. Su propia yegua recibió el impacto de una flecha en el pecho y se alzó de manos.
Tuvo que recurrir a toda su habilidad para mantenerse en la silla. Mientras luchaba por controlar las riendas, se llevó el arco al hombro y disparó dos flechas contra los arqueros instalados en la litera. Sabía que era una situación desesperada. La carga había sido detenida; el ímpetu, perdido.
Su presa no estaba allí.
Azuzó a su yegua para alejarse de la caravana. Entonces supo que la inquietud que había sentido toda la mañana había sido algo más que la premonición de su propia muerte. Era el presagio del desastre. Levantó la mirada, sabiendo lo que vería. Una línea oscura de jinetes que atravesaba la planicie. En pocos momentos alcanzarían sus flancos. Entonces comprendió la naturaleza de la trampa.
A su alrededor oía los gritos de hombres que sufrían y morían, el golpe del metal contra el metal, mientras cien luchas distintas tenían lugar a lo largo de la línea de combate. Volvió a subir la cuesta del valle, encontró a su mensajero y lo hizo disparar las flechas de retirada.
Pero sabía que era demasiado tarde, demasiado tarde.
Mientras la caballería de Sartaq entraba en combate, Josseran vio los restos de los jeguns de Jutelún que se batían en retirada y enfilaban hacia el pie de las montañas. Galopó alrededor de los que huían, vio un brillo de seda morada, un jinete que se alejaba hacia las montañas, reuniendo a su alrededor los soldados que le quedaban. Se encaminaba hacia la línea de árboles del lado norte del valle.
Los guerreros de Sartaq disparaban oleadas de flechas desde los caballos mientras los perseguían. Josseran vio que varios de los compañeros de Jutelún caían de sus sillas.
Se sumó a la persecución con la esperanza de cortarles el paso.