Los jinetes salieron de la línea de árboles y sus gritos de guerra, llevados por el aire nítido, se oyeron con claridad en el valle. Josseran los observaba en un silencio sombrío. «Cuando no se es uno mismo ante el peligro —pensó—, en el sacrificio hay algo profundamente deprimente».
Sartaq levantó una mano, esperando que ambas fuerzas se trabaran en combate, seguro de que los guerreros de Qaidu no podían tener una retirada rápida.
—Esto es por mi hermano —murmuró.
Josseran mantenía la mirada fija en la delgada y oscura línea de jinetes que descendían por el verde barranco. Vio lo que temía, un relámpago de seda morada.
«Jutelún». De repente, se le secó la boca.
—Vosotros os quedaréis aquí —le indicó Sartaq a Josseran—. Os dejaré diez de mis hombres como escolta. Estaréis a salvo.
Bajó la mano y la tropa de los tártaros bajó la morrena y cruzaron el valle, quinientos de ellos, cada uno con una armadura de cuero hervido, los arcos cruzándoles la espalda, las puntas de sus lanzas brillando al sol.
—¿Qué pasa? —gritó Guillermo.
—Los soldados de Qaidu han atacado la caravana —gruñó Josseran—, pero Sartaq les ha tendido una trampa.
Se adelantó unos pasos con su caballo. Lanzó un juramento en voz baja y se inclinó sobre la silla.
—¿Qué has dicho? —preguntó Guillermo.
—Jutelún. He dicho Jutelún.
—¿Qué?
—Jutelún está allí.
—¿La bruja?
Josseran se llevó una mano a la garganta, a la sencilla cruz de madera que usaba bajo la camisa de seda. Se la arrancó del cuello con repentina violencia, se la llevó a los labios para besarla por última vez y luego se la tiró al sacerdote.
—Reza por mí, hermano Guillermo.
Guillermo miró fijamente la cruz y luego a Josseran. La sorpresa le dejaba el rostro inexpresivo.
—¿Qué vas a hacer?
—No comprendo por qué le divirtió tanto a Dios ponerte en mi camino, pero no puedo decir que echaré de menos tu compañía cuando nos separemos. Sin embargo, te deseo un buen viaje a Acre.
—¡Templario!
—No puedo cumplir mi penitencia. Si estoy condenado, entonces permite que me condene. Ya he roto mi voto de castidad en mi cuerpo lo mismo que en mi corazón. No me volverás a ver.
Espoleó al caballo y bajó por la morrena gris detrás de la caballería de Sartaq.
—¡Josseran! —gritó Guillermo.
Cogió por sorpresa a los escoltas tártaros. Ellos tenían la atención fija en la batalla que tenía lugar a un li de distancia. Oyeron el grito de Guillermo y volvieron las cabezas. Pero para entonces Josseran ya galopaba lejos de ellos y era tarde para detenerlo.