Jutelún esperaba con su caballería a la sombra de las píceas. Las sierras pardas brillaban bajo un manto de escarcha que lentamente se derretía con la salida del sol. Un minarete y un grupo de álamos asomaban por encima de la niebla en el otro extremo del valle.
Habían esperado toda la mañana pero no habían visto movimientos en el camino, cuyo único tráfico fue un burro, cargado de leña para el fuego y conducido por un niño descalzo con una vara.
Por fin vieron la caravana a lo lejos, el sol se reflejaba en espadas y lanzas. A medida que la caravana se acercaba, Jutelún alcanzó a ver a los kibitkas sobre los que estaban montadas las literas de la princesa y sus acompañantes. Detrás de los carros seguía el resto de la escolta. Tres jeguns más de caballería.
Por algún motivo habían dividido sus fuerzas, y las tropas más disciplinadas del kesig cogieron el camino hacia el sur. Josseran y su chamán iban con ellos. Jutelún se permitió una sonrisa. De manera que había sobrevivido. No creía que lo hubiera logrado.
¿Por qué habían dividido las fuerzas? Los pasos eran más escarpados en la ruta del sur y no eran apropiados para los carros. Tal vez deseaban apresurar el viaje de los cristianos. Pero fuera cual fuese el motivo, la beneficiaba porque en aquel momento tenía que hacer frente a un enemigo de fuerzas similares a la suya. La sorpresa sería un tanto a su favor y también el hecho de que no sería una batalla convencional. Su objetivo no consistía en ganar terreno sino en quitarles a la hija de Qubilay, ya fuera capturándola o dándole muerte. Atacarían con rapidez y se retirarían a las montañas.
Jutelún desenvainó la espada. Durante toda la mañana había sido incapaz de apartar de su mente una corazonada. La premonición no tenía nombre y tampoco la acompañaba ninguna imagen. «Tal vez —pensó— esté presintiendo mi propia muerte».
Se estremeció y fue hacia los caballos, que esperaban ansiosos bajo los árboles.
Sartaq estaba agachado para combatir el frío, su largo abrigo de fieltro colgaba en oscuros pliegues por los flancos de su caballo. Su barba rala estaba cubierta de hielo, el vapor blanco de su aliento flotaba en el aire. Los guerreros esperaban en las sombras del barranco, montando sus pequeños caballos de ancho pecho, cada rostro estaba rodeado por una corona de piel, las flechas brillando en las aljabas de madera que llevaban a la espalda. Un banderín triangular colgaba flácidamente de la hoja brillante de una lanza.
Alcanzaban a ver a los hombres de Qaidu esperando bajo la línea de árboles, en el otro extremo del valle. Sartaq se volvió hacia Josseran con una sonrisa.
—¿Has visto? ¡Te dije que no podrían resistir!
Josseran no contestó. Estaba inclinado sobre la cruz del caballo buscando un relámpago de seda morada entre los lejanos jinetes, pero era imposible, estaban demasiado lejos.
Jutelún roció kumis desde la alforja de cuero de su silla al suelo, invocando la asistencia del cielo contra sus enemigos. Cerró los ojos y trató de oír a los espíritus, pero la inquietud que la persiguió durante todo el día había oscurecido cualquier otra intuición en su interior. El sueño de Josseran y el niño de pelo rojizo la había impresionado profundamente. Miró al cielo azul con el rostro arrugado por la confusión. Los demás tártaros la observaban, preocupados por su indecisión.
—¿Qué es lo que tratas de decirme? —susurró Jutelún.
Joss-ran había cabalgado hacia el sur. Nunca lo volvería a ver. El sueño no podía relacionarse con el futuro, debía de ser el resultado de sus ocultos deseos. En aquel momento le daba la impresión de que aquel bárbaro hasta le había robado su don.
Se sacudió la sensación de letargo y montó de un salto. La caravana se extendía por el valle, debajo de donde ellos se encontraban. No podía tardar el momento del ataque.
Alzó el puño en el aire, la señal de carga.