Miao-yen observó los preparativos por la ventana, en lo alto de la torre del oeste. Hombres y caballos llenaban la plaza de armas, casi todos soldados irregulares de Alghu con sus pieles pardas, sus aljabas de madera en la espalda llenas de flechas, preparados para luchar en el camino. La fuerza estaba reforzada por los hombres del kesig de su padre que la habían acompañado desde Shang-tu con sus armaduras laminadas tipo escarabajo y sus oficiales con cota de malla y cascos de oro con visera.
En medio de la confusión vio al bárbaro sentado e inmóvil sobre su semental bayo y, a su lado, el extraño hombre santo, lúgubre con su negro manto con capucha.
Se estremeció. Nuestro-Padre-que-está-en-el-Cielo le había salvado la vida y, sin embargo, en aquel momento hasta se negaba a hablar con ella. No comprendía lo que había hecho para disgustarlo tanto.
No le entusiasmaba la perspectiva de aquel viaje. Aunque ya recuperada de la fiebre, tenía un malestar en el estómago y aquella luna no había sangrado. Llegó a la conclusión de que era a causa de su enfermedad. Sus pechos también estaban doloridos e hinchados, pero no quería hablar de un asunto tan delicado con sus criadas.
Las muchachas la ayudaron a envolver sus pies de lirio para el viaje. Dos de ellas le quitaron los zapatos de seda bordados y luego desenrollaron con cuidado la larga tira que los ataba. Mientras lo hacían, ella se quejó y casi lloró de alivio cuando terminaron de quitarle la tira.
Miró con disgusto los restos de sus miembros. Debajo de las vendas no tenía, como imaginaban los hombres, los pies de una niña pequeña. Una vez descubiertos, eran los pies de un monstruo. Los arcos habían sido aplastados y los dedos se rizaban hacia dentro. De ellos colgaban largas tiras de carne podrida.
Lloró mientras le limpiaban los pies, puesto que el dolor no disminuía con el tiempo. Durante toda la operación mantuvo una flor cerca de su nariz para contrarrestar el olor. Cuando terminaron la limpieza, las sirvientas reemplazaron las vendas por otras limpias.
Soportó el proceso sufriendo en silencio. A eso se reducía la vida de una princesa. «En el mundo de mi padre —pensó—, no hay un futuro que una mujer pueda esperar, sólo un panorama de dolor con el alivio de pequeños placeres que no proporcionan ningún placer real».
Josseran estaba sentado muy rígido en la silla, esperando a que abrieran las puertas del fuerte. Los viajeros estaban muy apretados en el patio de armas y el olor de los tártaros era penetrante, una mezcla acre de caballo, piel de cabra y cuerpos sin lavar que casi le producían arcadas, aun después de haber convivido tanto tiempo con ellos. Chamanes de ojos enloquecidos pasaban entre hombres y caballos rociando leche de yegua en el suelo y en las cruces de los caballos. Eran criaturas inmundas, de pelo y barba enmarañados y blancas vestiduras manchadas de barro, que gritaban encantamientos al cielo.
Miró la espalda de Guillermo. La lana de su manto estaba manchada. Sin duda había estado castigándose de nuevo con la vara de abedul por alguna transgresión que sólo Dios y él conocían. ¡Cuánto le gustaría no haberlo conocido jamás!
Las puertas tachonadas de hierro se abrieron con un crujido y comenzó el viaje. El oficial hizo girar la columna hacia la derecha, el lado de la suerte, antes de dirigir las filas hacia las montañas. Los seguía un carro cubierto de sedas, pieles y armiño blanco que llevaba la litera de la princesa Miao-yen y sus servidoras.
Josseran y Guillermo se encontraban en la retaguardia con el resto de la caballería de Sartaq y durante todo el día siguieron la caravana a través del oasis de Kashgar entre largas avenidas de álamos y grupos de casas de adobe, de huertos y de albaricoqueros.
De repente, y a una señal de Sartaq, éste y su kesig giraron hacia el suroeste y hacia las montañas. El resto de la caravana, los irregulares de Alghu y los carros que conducían a la princesa, continuaron avanzando hacia el norte a través del paso.
Atravesaron al galope un desierto de piedras negras; después, tenían ante ellos las imposibles montañas. Josseran espoleó el caballo para alcanzar a Sartaq. Éste lo miró y le sonrió.
—¿Qué pasa, bárbaro? —preguntó.
—Nunca es sabio dividir las fuerzas —le gritó Josseran por encima del aullido del viento y el tamborileo de los cascos de los caballos.
—Y si tu enemigo también es sabio —le contestó Sartaq—, ¡nunca supondrá que tú eres tonto!
—¿Qué estás diciendo?
—Las tropas de Qaidu nos esperan en las montañas. Nosotros sabemos que están allí, pero ellos no saben que lo sabemos. Por eso les hemos preparado una trampa. Cuando la caravana llegue al valle de los pastores, será un blanco muy tentador. Pero nosotros ya habremos cruzado los pasos y los esperaremos en las tierras altas. Si Qaidu piensa en tendernos una emboscada, ¡los diezmaremos!
—Arriesgas la vida de Miao-yen.
—Miao-yen todavía está en el fuerte. En la litera sólo hay arqueros de Alghu. —Sartaq rió, ansioso por pelear en la batalla inventada por él, encantado con su propia sagacidad—. Un enemigo verá lo que tú deseas que vea. Nosotros hemos elegido el lugar de la batalla. Una vez que hayamos atrapado a Qaidu, estas montañas serán un lugar seguro para nuestras caravanas.
Josseran retuvo el caballo y permitió que Sartaq se le adelantara. Le impresionaba la astucia del tártaro. Pero una parte de su ser estaba tremendamente triste y, sí, también asustada. Rezó para que si Qaidu enviaba sus tropas a la trampa tendida por Sartaq, Jutelún no estuviera con ellas para morir en el valle de los pastores.