Kashgar
Guillermo comprendió con claridad que la princesa Miao-yen estaba a un paso de la muerte. ¿Cuántas veces había acudido a aquella habitación y cuántas oraciones había dicho por ella, como Josseran le había exigido? Él los había advertido de la realidad. Ella se estaba muriendo y Dios no iba a molestarse por una pagana.
Tenía el rostro bañado en sudor, la cara arrebolada, su respiración era sólo un murmullo entre sus labios. Guillermo cerró los ojos y se cubrió la cara con las manos como si así pudiera dejar fuera las imágenes que invocaba su propia imaginación. La tentación había crecido en su interior hasta hacerse demasiado fuerte. ¿Cómo era posible resistirse?
Extendió una vez más la mano, sus dedos se deslizaron por la piel de Miao-yen, suave como el marfil, acalorada por la fiebre. Envalentonado por la familiaridad que tenía aquel dulce terreno, continuó su exploración apoyándola por fin sobre el capullo del pecho de la muchacha.
Alguna barricada de su interior se desmoronó, porque no había nadie que lo pudiera ver, que pudiera saberlo, y ni siquiera el objeto de sus deseos era testigo de su lujuria. En su juventud se sentía consumido tanto por las mujeres como por Dios y en aquel momento se le había presentado la oportunidad, única en su experiencia, y se sentía incapaz, embrujado. Aquella frágil princesa que tenía el rostro pintado del color de un cadáver le había sido ofrecida en aquel altar como un juego privado, podía poseerla sin consecuencias. Pronto la princesa entregaría su espíritu a las tinieblas y los pecados que él cometiera serían enterrados con ella.
O por lo menos de aquella manera razonaba la voz de su cabeza.
Introdujo la mano debajo de la seda del vestido y jadeó cuando las puntas de sus dedos tocaron la carne caliente y febril. Vaciló antes de continuar explorando. Le temblaba la mano y tenía la boca seca, la mente vacía de todo lo que no fueran las sensaciones del momento, ciega ante la salvación y la razón.
Dejó a un lado la Biblia, se subió a la cama y se acostó junto a ella. Puso los brazos de la enferma alrededor de sus hombros y le besó las mejillas pintadas. Mientras las sombras entraban en la habitación, se entregó a las terribles urgencias de su alma.