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Kashgar

Pasar por una gruesa puerta de hierro que tenía incrustaciones de cobre, por un patio estrecho y cerrado por muros por los que trepaban los rosales. Bajo un arco que tenía un friso azul y blanco. Después subir por los angostos escalones, gastados tras ser pisados durante centenares de años, rumbo a una torre.

Era una extraña delegación la que recorrió el oscuro corredor de la barbacana del oeste. El lugarteniente tártaro con su casco de visera dorada abría la marcha. Detrás de él, un hombre de rostro delgado y vestimenta negra y un gigante barbudo que vestía el del y las botas de los tártaros. Llegaron al piso superior de la torre y se detuvieron ante uno de los aposentos. Junto a la puerta de nogal tallado, varias sirvientas chinas esperaban con las cabezas inclinadas, observándolos con ojos entrecerrados.

Josseran hizo a Guillermo a un lado mientras Sartaq los miraba con impaciencia.

—¿Qué quieres que haga? —murmuró—. Yo no puedo rezar por una hereje.

—Entonces reza por un alma humana afligida.

—¡Lo que me pides es imposible!

—¿Ofenderás a nuestra escolta negándote? Entonces haz lo que quieras y espera lo mejor, porque creo que el resultado será el mismo.

—¿Por qué susurra? —preguntó Sartaq enfadado.

—Teme fallarte —contestó Josseran.

—Su magia dio buenos resultados en el caso de Mar Salah. Además, ninguna otra cosa la ha ayudado. Recuérdale que si la princesa muere, tal vez nos veamos obligados a permanecer aquí cincuenta inviernos.

—No puedo hacer esto —repitió Guillermo.

—¿Está listo? —susurró Sartaq.

—Está listo —contestó Josseran.

Sartaq abrió la puerta de la cámara y Josseran obligó a Guillermo a entrar. Antaño la habitación debió de ser el aposento privado de un príncipe mahometano, o de una princesa, pensó Josseran, porque estaba maravillosamente amueblada, a diferencia de la pequeña celda que él ocupaba. Había una franja de escritura arábiga alrededor de las ventanas en arco, puro blanco sobre azul, y las paredes de adobe estaban decoradas con un friso de cerámica de motivos geométricos rojos y amarillos y verde pálido. Por las ventanas entraba una luz amarillenta.

Aparentemente dormida, Miao-yen yacía en una gran cama que ocupaba el centro de la habitación. Los detalles mahometanos que la rodeaban desentonaban con su ropa china oro y carmesí. Parecía perdida en aquella enorme habitación, tan frágil como un ave herida en la nieve. Había braseros en los rincones de la cámara, pero las crepitantes ramas de álamo no lograban contrarrestar el frío reinante.

Había un largo camino entre aquel lugar y los jardines de verano de Shang-tu.

Sartaq se negó a pasar el umbral, temeroso de los espíritus que flotaban alrededor del cuerpo de Miao-yen. Josseran se mantuvo alejado y sólo Guillermo se acercó a la cama. Miró a su alrededor, alarmado.

—¿Dónde están los médicos?

—Los tártaros tienen temor de aventurarse hasta las cercanías de una persona enferma —explicó Josseran—. Creen que todas las enfermedades son causadas por espíritus malignos, de manera que sólo los chamanes están dispuestos a entrar en la habitación de un enfermo. Pero los hombres santos de la princesa han sido despedidos por haberle fallado.

Guillermo miró fijamente la figura tendida en la cama. Se pasó la lengua por los finos labios blancos.

—Te digo que no puedo hacer esto. Ella no ha recibido el sacramento del bautismo.

—¡No podemos ofender a nuestro anfitrión! ¿Es un peso tan terrible pedirte que reces por ella? ¡Pasas bastante tiempo arrodillado!

Guillermo estaba pálido como la tiza. «¿Qué lo acobarda? —se preguntó Josseran—. ¿Teme contagiarse?». Pero si la enfermedad de la princesa era de la clase que se difundía por sus vapores, sin duda todas sus sirvientas estarían también infectadas. Además, en ese momento se jugaba más que la buena opinión que de ellos tuviera su anfitrión. A Josseran le angustiaba ver a la princesa en aquel estado. Merecía algo más que morir allí, en aquel oasis solitario, siendo todavía una criatura. En alguna parte de su ser, Josseran todavía creía que las súplicas de un sacerdote, aunque se tratara de un sacerdote tan malvado como Guillermo, tenían para Dios el valor de las oraciones de centenares de sus fieles.

—Haz lo que puedas por ella —dijo, y se volvió hacia la puerta.

Guillermo lo cogió por la manga.

—¿Me dejas solo aquí?

—Ellos saben que no soy un chamán. Ahora el milagro depende de ti.

—¡Te dije que no puedo orar por ella! Dios no se va a molestar por una pagana.

—No es más que una muchacha y está enferma —gruñó Josseran—. Puedes tomar la apariencia de un ser compasivo, ¿no?

Salió, cerrando a sus espaldas la pesada puerta con un golpe que pareció resonar en todo el fuerte.