Jutelún estaba sentada en la loma que dominaba el campamento, más allá de las hogueras de la noche y de la protección de los kibikas. Había ido allí para estar a solas con los espíritus, bajo el dosel protector de la Tienda del Mundo que aquella noche parecía suspendido de la brillante estrella polar, en el norte. Un viento glacial, agitado por una enorme e invisible mano, le golpeaba la cara. Allí arriba hacía un frío de muerte.
No lograba encontrarle sentido al desorden desatado en su interior, y se abrazaba las rodillas y apretaba la frente contra los puños. Lanzó un pequeño grito que sobresaltó a un centinela que dormitaba en su caballo, al pie de donde ella se encontraba.
Desde que podía recordar había odiado su sexo y todo lo que él representaba. De niña prefería la compañía de sus hermanos a la de sus hermanas, un cariño que despertó en ella el sentido de la competencia. Pronto empezó a ganarles en la caza, cabalgando y hasta luchando. Mientras crecía, hizo todo lo posible por conquistar el favor de su padre, pero siempre había sentido que él sonreía con más bondad a sus hermanos que a ella. A fuerza de observar a los caballos en los prados, conoció la diferencia que hay entre una yegua y un semental, y comprendió que ése era el fondo del problema.
Pero una mujer tártara no se sienta en silencio y obedece como una china de pelo trenzado y pies pequeños. Entonces decidió demostrarle a su padre que, a caballo, era más fuerte, más valiente y más hábil que cualquier otro del clan. Practicaba hora tras hora, día tras día con el arco y la flecha. Y durante las dos últimas temporadas había obtenido el premio, puesto que Qaidu le había permitido cabalgar a su lado en la caza y hasta la había puesto al mando de un mingan, un regimiento de mil soldados.
Pero seguía siendo mujer y él esperaba que se casara y tuviera hijos. Y si eso era como debía ser, ella se había prometido que algún día sería alguno de sus hijos y no el de uno de sus hermanos el que tomaría el lugar de su padre como kan del clan y señor del valle de Fergana. Y cuando llegara ese día, tenía intenciones de apostar su libertad y su silla por una posición de verdadero poder dentro de la tribu.
Pero su ambición fue traicionada por una debilidad que jamás sospechó tener en su interior. No había ninguna ventaja en una unión con aquel bárbaro y, sin embargo, se había permitido imaginar cómo sería acostarse con él. A veces se preguntaba cómo podía pensar en algo tan desastroso. Pero en otros momentos no conseguía pensar en otra cosa.
Mucho antes de que él hablara, sus ojos traicionaron el deseo que sentía por ella. No lograba comprender por qué motivo los hombres deseaban su cuerpo. Estaba convencida de que cuando descubrieran que era una yegua como cualquier otra, se desilusionarían y se quedaría sin recursos, como mujer y como el hombre en que había tratado de convertirse.
Entonces ¿por qué persistía en aquel juego peligroso?
Qaidu le había contado el desafío propuesto por el bárbaro. Le sorprendía que él hubiera hecho algo así, que propusiera una apuesta tan arriesgada. Por fin contestó que aceptaba. Él haría la misma prueba de todos sus presuntos pretendientes: correr con ella una carrera hasta la cima de la colina y apoderarse del cadáver de una cabra. El primero que pusiera el premio ante la entrada de la yurta de Qaidu sería proclamado ganador.
De manera que al día siguiente cabalgaría contra el bárbaro. Si ella ganaba, él moriría. Si ganaba él, ella tendría que renunciar a su silla y al orgullo de su padre y someterse a él como una mujer a su marido.
¿Cuál sería el resultado? El día siguiente lo decidiría.