Sartaq ordenó que la pequeña columna se detuviera junto a un arroyo. Manearon los caballos que buscaban alimento mientras los tártaros volvían a llenar de agua las cantimploras de cuero. Arroyo abajo, una familia de grullas los miraba con alarma y recelo.
El arroyo, alimentado por un glaciar, ya estaba rodeado de hielo y las orillas heladas crujían bajo sus pies. Habían subido hasta lo más alto de las montañas y el aire era mucho más frío. El invierno amenazaba con llegar antes que ellos a los pasos.
Un milano real volaba en lo alto, graznando, su llamada parecía el grito de un niño. Josseran levantó la mirada, sobresaltado. No recibieron ninguna otra advertencia.
El tártaro que iba al lado de Josseran se dio la vuelta de repente apretándose la garganta. Una flecha acababa de atravesarla. Cayó de espaldas en el río, moviendo espasmódicamente las piernas y, en el momento de morir, un espantoso gorgoteo salió de su garganta. Su sangre tiñó con rapidez el agua.
Sartaq fue el primero en reaccionar. Cruzó el arroyo hasta donde estaba su caballo y le soltó la manea. Josseran hizo lo mismo.
Miró por encima del hombro y vio una oscura fila de jinetes que galopaban hacia ellos desde una hondonada seca que estaba a medio kilómetro de distancia. Llovieron más flechas y el caballo de Josseran relinchó cuando dos de ellas se le clavaron, hundiéndosele casi totalmente en el flanco. Desde la silla, Sartaq gritaba órdenes a sus hombres, desesperado por organizar una defensa.
Sus atacantes ya estaban bastante cerca para que Josseran pudiera verles las caras. Eran tártaros como los de su escolta, pero no soldados regulares sino bandidos con poca armadura, jinetes ligeros cubiertos de pieles y armados con arcos y con toscas lanzas. No eran demasiados pero contaban con la ventaja de la sorpresa.
Se oyó otro silbido de flechas y ya estaban sobre ellos, clavándoles las lanzas en forma de gancho y terminando con los que no habían montado rápidamente. Josseran avanzó blandiendo salvajemente la espada, consiguió desmontar a un enemigo y cargó contra otro haciéndole perder el equilibrio.
Oyó un grito y, al volverse, vio a Guillermo chapoteando en el río, tratando de huir a pie. Un arquero tártaro lo seguía a no más de diez pasos de distancia. El hombre sonreía, disfrutando de la caza. Puso el caballo al trote, colgó el arco y desenvainó con lentitud la espada que llevaba sujeta al cinturón. Se inclinó sobre la silla para asestar el golpe mortal.
Josseran azuzó al caballo, lo puso al galope y se dirigió directamente hacia él. El tártaro lo vio demasiado tarde. Una expresión de horror se pintó en su rostro porque sabía lo que estaba a punto de pasar y también sabía que no había manera de defenderse. Tenía el brazo derecho alzado con la espada, exponiendo sus costillas y fue allí donde Josseran hundió la espada hasta la empuñadura. El hombre gritó y cayó de la silla. El peso de su cuerpo arrancó la espada de manos de Josseran, que se inclinó, cogió a Guillermo por debajo de los brazos y lo puso atravesado en la silla. Miró a su alrededor. Sartaq había reunido a sus hombres formando una defensa en la otra orilla del arroyo. Josseran galopó hacia él.
Dejó a Guillermo en el suelo, detrás de las defensas que Sartaq había organizado. El fraile cayó de rodillas y comenzó a rezar tan instintivamente como un soldado se aferra a su arma.
La escaramuza había terminado. Media docena de cuerpos yacían en el arroyo con flechas clavadas. En la hierba había otros cuerpos cubiertos de pieles. Los atacantes ya se alejaban al galope.
—Dejad que se vayan —oyó que Sartaq les gritaba a sus hombres—. ¡Dejad que se vayan!
Pero la sangre estaba caliente en aquel momento y la orden de Sartaq iba en contra de todos los instintos y el entrenamiento de Josseran. Saltó de la silla y recuperó la lanza de un tártaro caído. Luego volvió a montar su semental y lo espoleó para perseguir a los jinetes que huían.
Cuando subió la cuesta ya habían desaparecido detrás de una colina. Llegó a la cima y comenzó a bajar a pesar de que ya estaban a más de cien pasos de distancia. Después de avanzar un poco más, abandonó la caza. Ya no lograría alcanzarlos.
Oyó el ruido de cascos a su espalda y se volvió. Dos de los hombres de Sartaq lo habían seguido. Reconoció a uno de ellos: Hombre Borracho.
—¡Bárbaro! ¡Sartaq te ordena que vuelvas! —le gritó éste.
Pero la advertencia llegó demasiado tarde.
Al girar el caballo, Josseran se dio cuenta de lo tonto que había sido. La retirada era falsa. Una docena de los atacantes formaban un círculo detrás de ellos. Otra lluvia de flechas los alcanzó y Josseran lanzó una exclamación de alarma. Hombre Borracho y sus compañeros gritaron y se bajaron de los caballos. Josseran sintió un dolor terrible en el hombro izquierdo.
La falsa retirada, una maniobra que gustaba mucho a los tártaros. ¡Qué tonto había sido! La oscura línea de jinetes se cerró sobre él, impidiéndole la huida.
«De modo que después de todo moriré —pensó—. Entonces, que sea a mi manera».
Espoleó al caballo para volver a subir la cuesta a la carga. Dos de sus atacantes se llevaron los arcos a los hombros y entonces el caballo de Josseran se detuvo en seco y cayó de rodillas. Josseran sintió un golpe fortísimo que lo arrojó de espaldas a la hierba mojada. El astil de la flecha se partió cuando rodó sobre sí mismo.
Se encontró mirando al cielo azul.
Volvió a girarse y se obligó a ponerse de rodillas. El dolor era tremendo. «No tendré que soportarlo durante mucho tiempo», se dijo. Los tártaros lo rodeaban y se gritaban unos a otros, luchando por el honor de matarlo. Uno de ellos desmontó y corrió hacia él desenvainando la espada enmohecida que llevaba al cinto. Josseran intentó levantarse para defenderse de alguna manera, pero las piernas no le respondieron.
Había soltado la lanza al caer del caballo. Tanteó la hierba y sus dedos se cerraron sobre el astil. Un último acto desesperado. En sus manos sería tan inútil como el juguete de un niño. El mundo giraba ante él, no tenía fuerza en las piernas. Cuando el espadachín bajó el arma mortal, él levantó la lanza para defenderse, oyó el choque terrible del metal y sintió que el astil se rompía y desviaba el golpe, demorando el final por un instante.
Un acto inútil, porque en aquel momento estaba indefenso y moriría de todas maneras.
El tártaro levantó la espada por segunda vez. No había nada que Josseran pudiera hacer para salvarse.
«Así terminaré —pensó—. Siempre había creído que moriría en batalla, con la cruz de los cruzados en el pecho, no en una escaramuza sin consecuencias, aquí en estas tierras paganas, contra un enemigo al que ni siquiera conozco, vestido con pieles y un abrigo andrajoso. Pero por lo menos moriré con la cabeza alta. No rogaré que me perdonen la vida. Miraré a este individuo a los ojos y no vacilaré mientras su espada caiga sobre mí».