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Antes del anochecer, con un cielo apacible y bajo un dosel de estrellas frías, cargaron los camellos. Habían comenzado a viajar de noche para evitar el terrible calor del día y de nuevo se encontraban en las grandes dunas de arena del Takla Makan. Cuando salía la luna, el desierto era hermoso porque las arenas parecían rizarse como fina seda extendida sobre una mesa plana.

La caravana comenzó la marcha, la luna convertía la arena en plata y la cara soleada de las dunas estaba en una oscuridad impenetrable. En aquella arena, las sombras de los camellos eran monstruosas y hasta algunos arbustos de tamariscos adquirían formas terribles, parecidas a los monstruos de que hablaba Guillermo cuando comenzaron el viaje.

El silencio del desierto ensombrecía el ánimo y la conversación, y lo único que se oía era el crujido de los cordeles y el suave rumor de las patas de los camellos que marchaban sobre la arena. No había mojones que marcaran el paso de la noche, y cuando la luna salía sobre el desierto seguían la única estrella que despedía un brillo intenso en el oeste. Avanzaban durante toda la noche y cuando aparecía la mancha morada del amanecer en el horizonte vacío, los camellos escupían extenuados y era necesario obligarlos a avanzar tirando de las cuerdas.

Seguían mientras el sol se elevaba en el cielo y sólo se detenían cuando el calor era excesivo. Entonces se dejaban caer a la sombra de sus camellos e intentaban dormir durante el caluroso día, inquietos por aquel viento abrasador. Despertaban antes del anochecer, con la garganta seca y el cuerpo cubierto por una fina capa de arena. Sólo les quedaba tiempo para beber un poco de té amargo y comer algo de carne rancia y luego volvían a cargar los camellos para continuar aquella marcha interminable.

Las horas que seguían al amanecer eran las peores. Deshechos por la extenuación, con la mente y el espíritu agotados por la interminable incomodidad y monotonía del viaje, muchas veces se veían obligados a desmontar para tirar de los camellos durante los últimos kilómetros.

Una mañana, cuando el desierto todavía estaba negro y gélido, Josseran caminaba junto a su camello, con la cabeza gacha para protegerse del viento. Pensaba, como siempre, en Jutelún. Por momentos se convencía de que debía de haber muerto, y en otros momentos imaginaba que la veía aparecer en el horizonte montada en su yegua tártara tordilla y que la seda morada de su bufanda flotaba en el viento, detrás de ella.

Y levantó la mirada sobresaltado porque en aquel mismo instante lo oyó, el ruido de los jinetes y de los cascos al galope que les llegaba desde la siguiente fila de dunas.

—¿Qué es eso? —gritó Guillermo, que iba detrás de él.

Todos se detuvieron. Josseran recordó la última vez que había oído aquellos mismos ruidos, junto al lago de la luna creciente.

—Son los espíritus de la arena —le dijo a Guillermo—. Quieren que nos internemos en el desierto.

—¿Qué espíritus de la arena?

—Los muertos del desierto.

Guillermo se santiguó. Supo que sin duda debía de ser obra del diablo porque la tentación de seguirlos era potente. Se sintió impulsado a seguirlos. A terminar ya con su fracaso. La oscuridad ocultó las lágrimas que corrían por sus mejillas. «Soy débil —se dijo una y otra vez—. Débil».

Josseran volvió a escuchar. El galope y los jinetes habían desaparecido. La arena de nuevo estaba en silencio.

La caravana continuó su solitaria travesía por el desierto. Pero de vez en cuando Guillermo se detenía a escuchar los gritos de los espíritus solitarios, y le pareció que lo llamaban por su nombre.

Interminables extensiones de suelo salino, una bruma caliente levantándose de la superficie gris y plana, ningún sendero en aquel desierto reseco y un camino señalado por antiguos mojones. Había unos montículos que el viento había erosionado alrededor de las raíces de los tamariscos pardos y espinosos.

Ante ellos se extendía otra vasta superficie de dunas.

El viento se llevaba la arena aullando y les azotaba la cara con gravilla. A Guillermo le resultaba imposible ver la cabeza del camello que montaba por la bruma amarilla. Acunado por la fatiga y por los golpes del viento, ocultó el rostro en la capucha y se dejó llevar por las voces recriminatorias que todavía resonaban dentro de su cabeza.

Sólo era consciente del aullido interminable del viento y de las sacudidas irregulares del camello.

En algún momento de la mañana el viento cesó y Guillermo se aventuró a echar atrás su capucha con la esperanza de que hubiera algún cambio en la monotonía del horizonte.

Fue entonces cuando descubrió que estaba solo.

No había manera de saber cuándo se había cortado la cuerda, si minutos u horas antes. Miró con horror e incredulidad la punta de la cuerda que colgaba de la cabeza del camello. Revisó la arena en busca de huellas, pero incluso las de su camello las cubría rápidamente la arena. Las dunas se extendían en todas direcciones, como las olas del océano.

Oyó farfullar a alguien que hablaba demasiado rápido y demasiado fuerte, pronunciando palabras ininteligibles. Miró a su alrededor con desesperación convencido de que debía de haber alguien a sus espaldas y luego se dio cuenta de que los ruidos provenían de su propia garganta.