—Se llama el jardín de la fuente refrescante —le dijo ella.
—¡Es hermoso!
Y en efecto lo era. Un arroyo murmuraba al caer dentro de un pequeño estanque donde peces dorados se movían con lentitud en las aguas oscuras. Viejos pinos retorcidos se inclinaban sobre el sendero, y en una gruta cavada en la pared de roca ardía el incienso. El jardín estaba lleno de la fragancia de jazmines y orquídeas.
Mientras caminaba a su lado, Miao-yen hacía girar sobre su hombro una sombrilla de seda verde para protegerse del caluroso sol de la tarde.
—Así que abandonáis Shang-tu —dijo.
—Vamos deprisa hacia el Techo del Mundo para ganarle la carrera al invierno.
—Y no habrá más oraciones ni más historias sobre Gesu —añadió ella.
Era completamente incapaz de pronunciar la palabra Jesús y aquélla era su aproximación más cercana.
—No, mi señora. Y no habrá más Padrenuestros.
—Te echaré de menos, cristiano. Pero no echaré de menos el olor del cuerpo de tu compañero. ¿Cómo soportas su compañía? Cuando viene a este lugar, hasta los patos nadan hacia la orilla opuesta.
Hasta entonces Josseran sólo se había encontrado con ella en su pabellón o sentado en su barca de recreo. En aquel momento le impresionó su extraña y tambaleante manera de caminar. El motivo le resultó evidente al momento. Bajo sus largas vestiduras vislumbró un par de pies increíblemente pequeños, calzados con zapatillas de seda. En realidad, eran tan pequeños que le impedían caminar como correspondía.
Ella notó su mirada.
—¿Te gustan mis pies?
—A la naturaleza le gustó hacerlos tan pequeños.
—Esto no es obra de la naturaleza —susurró ella.
Él la miró, intrigado.
—Mis pies fueron atados cuando era una niña pequeña. Mi padre lo ordenó. Como te he dicho, está enamorado de todo lo que es chino. Pero en este caso soy yo quien debe pagar el precio.
—¿Los llevas atados? ¿Te hace daño?
Ella le dirigió una sonrisa de infinito dolor.
—¿Cómo quieres que conteste a esa pregunta? —Se detuvo y lo miró—. Cuando tenía cuatro años mi madre envolvió mis dedos con vendas muy apretadas, sujetándolos debajo de mis pies. Después puso grandes piedras sobre el empeine para romper los huesos.
—¡Santa Sangre de Cristo! —susurró Josseran.
—No es algo que se hace una sola vez —continuó diciendo ella—. El pie, naturalmente, trata de cicatrizar. De manera que es necesario quebrar los dedos una y otra vez. Ni siquiera ahora puedo quitarme las vendas.
Ante eso, él no supo qué decir.
—¡Es increíble! —consiguió comentar por fin.
—Al contrario. He oído hombres que dicen que son muy hermosos. Los chinos los llaman pies de lirio. Para los hombres de Catay tales delicadezas son el mejor ejemplo de feminidad. Pero entonces tal vez crean que es hermoso ver a un leproso, un manco o algún otro lisiado. —Se ruborizó y bajó la cabeza—. Una vez más, vuelvo a hablar contigo con demasiada libertad. Se debe a la parte de mi ser que sigue siendo mongola. —Miró pensativamente las negras aguas—. Dicen que mi abuela y mi bisabuela eran grandes mujeres. Ambas gobernaron como regentes del clan mientras los hombres esperaban el juriltay. Yo nunca gobernaré en ninguna parte. Una joven con pies de lirio no es más que una lisiada.
—Sólo puedo imaginarte como una mujer justa y sabia —dijo Josseran.
Ella inclinó la cabeza ante el cumplido pero no sonrió.
—Mi madre era una concubina de la orden de Tarajan, la tercera esposa de mi padre —dijo—. Tal vez si yo fuera hija de Chabi, mi padre me habría tratado de otra manera.
Permanecieron largo rato oyendo el murmullo del agua. Josseran no podía alejar de su mente la imagen de una joven constantemente torturada en aras de la moda y por capricho de su padre.
—Tienes que estar ansioso por volver a tu tierra —dijo ella por fin.
—Estoy ansioso por llevarles la noticia de nuestro tratado con el emperador.
—Sin embargo, hay una enorme tristeza en tu rostro. No deseas irte.
—El viaje me ha abierto varias veces los ojos. He visto cosas con las que otros hombres sólo sueñan. Ahora temo que cuando vuelva a mi propio mundo, sus límites me resulten demasiado estrechos.
—Temes que te aten los pies.
—Sí. Sí, supongo que fue eso lo que quise decir.
—¿Es eso lo único que te entristece?
«¿Cómo puedo explicarle lo de Jutelún?», se preguntó Josseran. Sabía que cuando volviera a Acre, sus sueños sobre ella se desvanecerían junto con sus recuerdos de Shang-tu y del gran desierto de Entra-y-nunca-saldrás, y los del Techo del Mundo. En Ultramar nunca llegaría a saber si seguía viva o si estaba enterrada bajo las arenas ardientes del Takla Makan. Mientras estaba en Shang-tu le resultaba posible imaginar que tal vez algún día volvería a verla. En Acre no podría ilusionarse con nada semejante.
—¿Sabes que la vuelta será más peligrosa que la ida? —le preguntó ella.
—¿Cómo es posible?
—Mi padre, el emperador, ¿no te ha dicho que ha estallado una guerra civil entre él y su hermano de Karakoram?
Josseran negó con la cabeza. No. Qubilay no le había confiado aquella información, a pesar de que sospechaba lo que pasaba. Pocos días atrás había visto un enorme ejército de soldados abandonando la ciudad y dirigiéndose al oeste. Ya conocía el conflicto que existía entre los dos hermanos y con lo que Qubilay le comentó aquella tarde durante la cacería, supuso que terminaría en una guerra.
—Ahora Ariq Böke también se hace llamar kan de kanes y lo respalda la Estirpe de Oro, los descendientes de Gengis Kan.
—Por lo tanto, tu padre es el usurpador.
—¿Usurpador? —Sonrió—. Deja que te diga esto. La mayor parte de los soldados de mi padre son reclutas, chinos, uigures, tangutos o burmeses, pero han sido entrenados en las tácticas de los mongoles y por generales mongoles. La infantería está armada con espadas cortas, no para ser usadas contra soldados sino contra caballos. Antaño, el enorme número de nuestros enemigos no significaba nada frente a la caballería tártara. Pero ahora, gracias a mi padre, los soldados chinos y uigures a quienes con tanta facilidad derrotó, están a la altura de los tártaros. Qubilay ha perdido su patria y su legitimidad, pero en cambio ha ganado un imperio. De modo que ahora el usurpador es Ariq Böke. Porque con tanta seguridad como que el sol saldrá y se pondrá, no vencerá a mi padre en el campo de batalla y no es la legitimidad sino el poder lo que hace a un emperador.
—¿Y tú qué piensas? —susurró Josseran.
—¿Yo? —preguntó ella sin haber comprendido bien la pregunta.
—¿Qué gran kan crees que es el usurpador?
—En mi caso no tiene importancia porque no soy ni mongola ni china. Llevo la sangre de Gengis Kan, pero tengo los pies de una princesa china. No puedo montar a caballo, ni siquiera caminar como una mujer. Mi padre me ha sacrificado a la nación que conquistó.
En aquel momento Josseran comprendió por qué motivo Miao-yen odiaba a su padre y por qué le había revelado tantas cosas referentes al alma del emperador. Sintió una tremenda tristeza por ella.
—Ahora tengo que marcharme —dijo. No se le ocurría qué más decir.
—Espero que nos volvamos a ver.
—No me parece probable que se produzca ese feliz acontecimiento. Pero te deseo la paz de Dios.
—A ti también. Y mil bendiciones para Nuestro Padre-que-es-tá-en-el-cielo —que era el nombre que le había puesto a Guillermo.
—Mi señora —murmuró él, inclinándose.
Y allí, en el jardín de la fuente refrescante, dejó a aquella princesa con corazón de tártara, cuerpo de muñeca y los pequeños, terribles y hermosos pies de lirio de una criatura.
Comenzaron la marcha en la segunda luna de otoño, acompañados por cien soldados imperiales. Sartaq iba a la vanguardia con Hombre Borracho y Hombre Furioso. Fueron por el camino del sur, hacia los pueblos y ciudades que se extendían a lo largo de las verdes planicies de Catay y que conducía al primer sendero polvoriento y precario de la Ruta de la Seda, hacia el oeste.