Los condujeron una vez más al gran palacio del Hijo del Cielo, a arrodillarse ante el trono de oro y marfil, en el centro de una silenciosa multitud de cortesanos, generales, chamanes y tangutos de vestiduras color azafrán. Josseran comprendió que se trataba de una ocasión ceremonial y esta vez no habría palabras informales entre ellos como las que había habido en el howdah. Una vez más el emperador sólo hablaría por medio del lama Phags-pa.
—Los bárbaros del oeste han pedido clemencia y protección al Hijo del Cielo —anunció Phags-pa.
Josseran esbozó una sonrisa sombría y se preguntó qué diría Guillermo si oyera el tratado anunciado con esas características.
—¿Qué dice? —preguntó Guillermo.
—Es una cuestión de ceremonial. Apresuran nuestra partida.
Phags-pa continuó diciendo:
—El emperador quiere que se sepa que si los bárbaros desean vivir en paz con nosotros, lucharemos juntos contra los sarracenos hasta sus fronteras y les dejaremos a ellos el resto de la tierra hacia el oeste hasta que nos resulte un placer tomarla. A cambio los bárbaros enviarán cien de sus chamanes a nuestra corte de Shang-tu para que nos sirvan. —Un cortesano se adelantó y le entregó a Josseran un pergamino en letra uigur con el sello real—. Ésta es una carta para vuestro rey, el Papa, confirmando la esencia del tratado —continuó diciendo Phags-pa. Otro cortesano le entregó a Josseran un medallón de oro, que llamó paizah. Era un trozo de oro plano, con figuras de halcones y onzas grabadas junto al sello del emperador.
—Pon esto alrededor de tu cuello y llévalo contigo a todas partes. Este medallón te pone bajo la protección del emperador. Con esto recibirás escolta y socorro a través del mundo entero, desde el Imperio del Centro hasta el fin del mundo, que está bajo la autoridad del Hijo del Cielo.
Josseran cogió el medallón de oro. Era, en efecto, un salvoconducto que servía desde Shang-tu hasta el Mediterráneo. En el idioma uigur, que tanto se parecía al árabe clásico, decía: «¡Por la fuerza del eterno Cielo! ¡Sagrado sea el nombre del kan de kanes! ¡Aquel que no lo reverencie merece la muerte y debe morir!».
Había otros regalos; una pieza de la más fina seda, una acuarela, un rollo de caligrafía china, negra sobre fondo rojo. También le entregaron un arco tártaro.
—El emperador quiere que se sepa que éste es el sello del tratado entre nosotros —anunció Phags-pa—. Es para recordar al Papa bárbaro, rey de los cristianos en las tierras de occidente, que si alguna vez faltara a su palabra y luchara contra nosotros, estos arcos llegan lejos y golpean fuerte.
—¿Todo esto es ceremonial? —preguntó Guillermo en susurros.
«¿Tengo que decirle que es la ratificación de un pacto secreto entre la orden del Temple y los tártaros? —pensó Josseran—. ¿Que a partir de ahora Hulagu está obligado a luchar con los francos contra los sarracenos? Creo que no».
—Lo que tengo en la mano es una carta de amistad del emperador hacia el Santo Padre. Encomienda su felicidad a nuestro Papa y pide que cien sacerdotes viajen hasta aquí para comenzar la obra de la conversión.
—¿Y el emperador también se humilla ante Dios?
—Creo que no, hermano Guillermo.
De repente, Guillermo parecía al borde de las lágrimas.
—¡Tienes que pedirle que lo reconsidere! ¡Dile que si teme por su alma mortal debe abrazar a Nuestro Señor Jesucristo!
—Por lo visto, ha dicho todo lo que está dispuesto a decir sobre el tema.
Guillermo bajó la cabeza y lanzó un largo suspiro.
—Bueno. Entonces he fracasado. La mujer tenía razón. Es un obstinado.
—Ha pedido que se le envíen cien sacerdotes. Sin duda, eso nos da motivos de esperanza.
—Si el rey no acepta nuestra sagrada religión, el pueblo no escuchará.
—Sea como sea, hemos hecho aquí todo lo que hemos podido.
Josseran retrocedió hacia la puerta sin darle la espalda al emperador, como correspondía.
En cuanto estuvieron fuera, Guillermo cayó una vez más de rodillas y comenzó a orar pidiendo la intervención divina.
—«¡Por todos los santos! ¡Este hombre se gastará las rodillas!».
Josseran se alejó y lo dejó allí.