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El coto de caza se encontraba al noroeste de la ciudad, un vasto jardín paradisíaco de prados, bosques y arroyos lleno de cabras y ciervos salvajes. También había rebaños de yeguas blancas cuya leche era propiedad exclusiva del emperador. El parque estaba cerrado por un muro que zigzagueaba a lo largo de veinticuatro kilómetros alrededor de la planicie y que estaba rodeado por un foso profundo para que sólo el Hijo del Cielo pudiera cazar las presas que allí había. Sólo se podía entrar al parque a través del palacio.

Josseran había visto el parque desde el pabellón de Miao-yen y nunca pensó que iría hasta allí. Pero para su sorpresa, un día lo invitaron a cazar con el gran Qubilay.

La silla con dosel descansaba sobre el lomo de dos elefantes grises. Era suntuosa, con los lados y el dosel cubiertos de pieles de onza; el interior espléndido, con brocados de seda y pieles de armiño y de marta cibelina. «Ésta no es la manera en que Qaidu saldría a cazar», pensó Josseran, y por un instante vio a aquel gran jefe a través de los ojos de los tártaros de las estepas, como Jutelún, y comprendió su amargura.

La silla se estremecía cuando pasaban los grandes elefantes, que iniciaban la marcha por un sendero sombreado. Los seguía una columna de jinetes, kesig con armaduras ligeras, algunos con arcos, otros con halcones sobre los brazos enguantados. El oficial en jefe tenía una onza sentada en la grupa del caballo.

El emperador usaba un casco de oro y una blanca armadura acolchada. En su brazo descansaba un gerifalco cuya cabeza acariciaba de vez en cuando.

«Me pregunto qué quiere de mí», pensó Josseran.

—Me dicen —dijo Qubilay— que llegaste hasta aquí atravesando el Techo del Mundo.

—Sí, mi señor.

—Entonces, sin duda, durante un tiempo fuiste huésped de Qaidu. —Observó a Josseran y sus ojos dorados resplandecieron—. ¿Te habló de mí?

Josseran supo que tenía que ser cauteloso. Al rey le gustaban los juegos sutiles.

—Hablaba mucho de Ariq Böke —dijo con cuidado.

Como estaba poco acostumbrado al movimiento de los elefantes, se agarró a los lados de la silla. Era como estar en un barco durante una tormenta.

—Y él le concedió mucho crédito, sin duda por cualidades que no posee. ¿Qué piensas de Qaidu?

—Me trató con bondad.

—Una respuesta prudente. Pero tú conoces el motivo por el que te hago estas preguntas. No todos los tártaros piensan en Qubilay como su señor. —No esperó una respuesta—. Lo sabes porque has visto nuestra disputa con tus propios ojos. Pero tienes que saber también esto: yo soy el señor tanto de los mongoles como del Reino Celestial y a aquéllos que me desafíen los convertiré en polvo. Hulagu, en el kanato II en el oeste, me reconoce y será con él con quien tendréis que conversar acerca de tu alianza.

«Quiere decir que todavía es posible que logremos nuestra deseada alianza —pensó Josseran—. ¿O será éste otro de sus juegos?». Los jinetes de Qubilay habían puesto en libertad a los halcones, que chillaban triunfantes mientras sobrevolaban los bosques y lagos.

—Hay algunos que piensan que debemos pasar toda nuestra vida lo mismo que la vivieron nuestros antepasados, en las estepas, robando caballos y quemando ciudades. Pero Qaidu y mi hermano Ariq Böke viven en un tiempo pasado. ¿Debemos vivir como vivió Gengis, conquistando el mundo cada invierno, sólo para retirarnos de nuevo durante el verano a fin de atender a nuestros caballos y ovejas? Si queremos conservar lo que hemos ganado, debemos cambiar nuestros viejos hábitos. Se puede conquistar el mundo desde el lomo de un caballo, pero no se puede gobernar así.

Josseran tuvo la impresión de que Qubilay estaba pensando en voz alta, de manera que guardó silencio.

—El tártaro mongol es el mejor del mundo para luchar, pero tenemos mucho que aprender de los chinos en la manera de gobernar. Es algo que Qaidu y Ariq Böke no comprenden. Es necesario un sabio para unir Catay con la gente del Cielo Azul.

Por la manera de hablar de Qubilay, Josseran comprendió con claridad que creía que él era aquel sabio.

El elefante levantó su enorme trompa hacia el cielo cuando un jabalí cruzó corriendo el sendero y se ocultó entre la maleza. La silla se sacudió de una forma peligrosa. En el acto, Qubilay le hizo una seña al jinete que llevaba la onza en la grupa del caballo. El oficial desató la cadena de la onza, que inmediatamente se lanzó a perseguir al jabalí, con la cabeza subiendo y bajando entre la alta hierba; su sinuosa espina dorsal se extendía a cada paso. El jabalí gruñó, se retorció y embistió tratando de huir, pero era inevitable que la onza lo derribara. El emperador resopló, divertido.

—Tú quieres una alianza contra los sarracenos, como los llamas —dijo de repente.

—Son enemigos tuyos tanto como nuestros, señor.

—He decidido aceptar esa alianza. Cuando nuestros ejércitos hayan obtenido la victoria, permitiremos que conservéis vuestros territorios a lo largo de la costa, así como esa ciudad, Jerusalén, de la que hablas. En retribución, tu Papa tendrá que enviarnos cien de sus más sabios consejeros para ayudarnos en la administración de mi reino.

Era la respuesta que esperaba y, sin embargo, Josseran se sobresaltó ante el repentino ofrecimiento. Sabía que aquella alianza era una excelente estrategia. Qubilay quería liberar lo antes posible a su hermano Hulagu de la lucha en el oeste, para que lo pudiera ayudar en su lucha por el título de kan de kanes. Pero ¿cien consejeros? ¿Qué desearía el gran emperador de cien sacerdotes? Porque él mismo había encontrado que uno ya era bastante carga. Pero eso no tenía importancia porque Qubilay sabía que aquella condición no se podría cumplir hasta que la alianza hubiese sido firmada y la lucha ganada.

—El hermano Guillermo también desea que se le permita bautizarte en nuestra santa religión —se aventuró a decir Josseran.

Qubilay lo miró con ojos tan fríos y mortíferos como los de una onza.

—Es algo que no te he prometido.

—Nos favoreciste con tu opinión de que te gustaba nuestra religión más que las otras —añadió Josseran haciendo a un lado la cautela.

Él mismo quería poner a prueba lo que Miao-yen había dicho acerca de la duplicidad de su padre.

—Nosotros los mongoles creemos, igual que tú, que existe un solo Dios gracias al que existimos y morimos. Pero así como Dios le da distintos dedos a una mano, también les concede distintos caminos a los hombres. Esto es algo que el emperador acepta. Tienes que comprender que el Hijo del Cielo no tiene la libertad que tienen los demás para elegir su religión. No cabe duda de que te dije que admiro más tu religión que las otras, pero te equivocaste si creíste que, por eso, aceptaría sus formas y costumbres. Siéntete satisfecho con lo que tienes, bárbaro. Para eso has venido hasta aquí.

Josseran reconoció el tono amenazador y cedió.

Habían devuelto la onza a su domador y los halcones estaban en libertad para que disfrutaran de su comida. Mientras observaba a las aves que arrancaban la carne del jabalí, Josseran sintió una extraña melancolía. A pesar de la intromisión del fraile, había tenido éxito en la tarea encomendada por la orden; pero cuando todo estaba hecho, experimentaba la misma sensación de vergüenza que siempre se había instalado en su interior después de una batalla, cuando olía el hedor de los fuegos que quemaban a los muertos.

Había engañado al sacerdote, había usado a la hija del emperador como espía, y a su vez lo habían engañado y usado como instrumento. Se preguntó si algo de todo aquello produciría algún bien. Por el momento, lo único que sabía era que la gran aventura acababa de terminar y que él no deseaba volver con su gente.