A la mañana siguiente se presentaron de nuevo en los aposentos de Miao-yen. Guillermo estaba extenuado. Era demasiada su excitación para que hubiera podido dormir y había pasado la noche recitando súplicas y oraciones de acción de gracias. Por su parte, Josseran se sentía incapaz de aclarar sus sentimientos. Por lo visto, acababan de lograr un triunfo que estaba más allá de todo lo imaginable y, sin embargo, los argumentos que había oído durante el debate habían cubierto su alma con una sombra.
«¿Es realmente posible que un hombre conozca la mente de Dios?», se preguntaba. En base a tantos otros pensamientos y opiniones, ¿podía algún hombre saber con seguridad que había tropezado con una verdad absoluta? Envidiaba la seguridad de Guillermo.
Miao-yen los esperaba sentada en una alfombra de seda. Inclinó la cabeza al verlos entrar. Ellos le devolvieron el saludo y se sentaron con las piernas cruzadas. Una de las servidoras de la joven les sirvió té de ciruela que puso en una mesa negra lacada que había entre ellos.
—Dile que hoy le enseñaré cómo nos confesamos —dijo Guillermo.
Josseran lo tradujo y mientras observaba el rostro de la joven se preguntó qué pasaría tras aquellos ojos negros.
—Me honra conocer la confesión —contestó Miao-yen—. Me he enterado de vuestra hora triunfal en el pabellón del emperador.
—Creo que le gustamos a tu padre.
Una sonrisa curiosa.
—Todos le gustaron.
Josseran frunció el entrecejo.
—Nos aseguró que nuestra religión fue la que más le gustó.
Miao-yen sonrió.
—¿Te lo dijo a ti?
—Naturalmente, mi señora.
Ella volvió la cabeza y miró con aire soñador por las ventanas cubiertas por biombos, por las que se alcanzaban a ver los lagos y las montañas distantes. Josseran oyó el ruido de alguien que barría el patio con una escoba de sauce.
—Tú no comprendes a mi padre —dijo por fin.
—¿Qué es lo que no comprendo?
—¿Qué dice? —quiso saber Guillermo.
Josseran no le contestó, esperaba que Miao-yen volviera a hablar.
—No trates de instruirla tú —advirtió Guillermo—. Me niego a permitir que la infectes con tus herejías.
—Muy bien, te diré lo que dice —contestó él, sombríamente—. Tiene dudas sobre nuestra victoria de ayer ante el emperador.
—¡Pero tú oíste el veredicto de su propia boca!
—Ella da a entender que lo que el emperador dice no es lo que en realidad piensa. No es la primera vez que un rey miente para sus propios propósitos —añadió Josseran con ironía.
El Papa, por ejemplo.
Miao-yen se volvió a mirarlos.
—Todos creen que resultaron victoriosos en el debate. ¿No lo sabíais? —Josseran respiró hondo—. Supongo que no habréis creído realmente que se aislaría de todos sus aliados en la corte, ¿verdad? El debate no fue más que una manera de poneros a unos en contra de los otros. Mi padre lo es todo para todos los hombres, ya os lo dije. En eso reside su fuerza.
—Pero me dijo que encontraba la mayor razón en nuestra religión.
—Para los chinos es el campeón de los Kung Fu-Tsé, cuando está con los tangutos sigue los caminos de Buda, para los mahometanos es el sostén de la fe. Para Mar Salah era el protector de vuestro Jesús. Era político que así fuera.
—¡Traduce lo que está diciendo! —ordenó Guillermo casi gritando. Miao-yen mantuvo los ojos bajos mientras Josseran traducía lo que acababa de decir. El rostro de Guillermo adquirió un tinte ceniciento y la euforia que lo había acompañado toda la mañana desapareció por completo.
—Lo que dice es pura malicia —aseguró—. No es lo que el emperador haría.
Josseran se encogió de hombros.
—Que juegue con nosotros por motivos políticos me parece más sensato que esa repentina conversión.
—No lo creo —repitió Guillermo, pero Josseran notó por su expresión que la espantosa verdad ya tomaba forma en su interior—. Sólo es la opinión de esta muchacha.
—Pero ¿tú la crees?
Josseran no contestó.
Guillermo se puso en pie de un salto. Le temblaban las manos.
—¡Soy el emisario del Papa! —gritó—. Él no puede jugar conmigo de esta manera.
Y se marchó.
Cuando Guillermo se hubo ido, Josseran se volvió hacia Miao-yen.
—Me temo que hoy no habrá instrucción, mi señora —dijo.
¿Qué fue lo que vio en sus ojos? ¿Compasión? ¿Diversión?
—Mil disculpas. Pero es mejor que comprendáis el juego de mi padre, aunque no conozcáis todas las reglas.
—Sí, mi señora.
«Entonces —pensó—, nuestro gran triunfo fue sólo imaginario». Desde que habían emprendido aquella misión, cuando trataba con los tártaros tenía la sensación de intentar capturar humo en el puño. Cerraba los dedos alrededor de su premio y cada vez que los abría tenía las manos vacías.
Miró a la princesa a los ojos y se preguntó qué aprendería de aquella extraña criatura. «¿Desea ser nuestra aliada o sólo atormentarnos por nuestra tontería?». En la mirada que se encontró con la suya, no existían rastros de su intención.
La barca de recreo flotaba en un lago de una belleza de terciopelo, negra y brillante como el carbón, iluminada de vez en cuando por la luz de las linternas de las pagodas que se alzaban al borde del lago. Desde la cabina de la barca, Miao-yen alcanzaba a ver toda la ciudad, los azulejos esmaltados de los palacios y templos que brillaban bajo una luna creciente como joyas en el pelo de una dama. Más allá estaba la oscura silueta de las colinas, que tenían el aspecto de un dragón dormido. En la cubierta, debajo de donde ella se encontraba, tres sirvientas sujetaban linternas de seda puestas sobre maderas curvas que arrojaban cintas de luz al agua negra.
Ella yacía boca arriba en las alfombras de seda, desnuda, con excepción del par de pequeñas zapatillas de seda que le cubrían los pies. Su cuerpo era del color del alabastro, aromático por los aceites perfumados del baño.
Una sirvienta se arrodilló junto a su cabeza. El pelo de Miao-yen estaba desplegado sobre la alfombra, negro y sedoso. La mujer le sujetaba la delicada barbilla en la mano izquierda y con el pulgar derecho le empujó con suavidad la cabeza, concentrando la presión en la parte superior del cráneo de la muchacha, en el meridiano de las orejas. El largo masaje aliviaba la tensión del cuerpo de la muchacha, suavizaba el enfado y el dolor, y con una sencilla exhalación de aliento sobre sus labios le relajaba los músculos de brazos y piernas.
Luego la mujer empleó ambos pulgares, arrastrándolos sobre la piel pálida de la frente, y centró su atención en la marca que tenía entre las cejas antes de pasarle los pulgares alrededor del yang de la sien, donde notó un pulso suave.
Llevó los pulgares expertos hacia el estanque del viento situado en el margen inferior del hueso occipital; luego, con los pulgares y dos dedos fuertes pellizcó la piel de la nuca masajeándola hacia abajo, en dirección a los puntos de acupuntura yang y ying de los músculos de los hombros y de la espalda de la muchacha.
Miao-yen lanzó un quejido de placer y abrió los ojos. El techo de la cabina estaba pintado con acuarelas que representaban paisajes de flores y montañas y un mundo de ensueños de nubes y de sauces. Sintió que iba a la deriva, a la deriva…
En aquel momento la masajista empleó las yemas de los pulgares para frotarlos a lo largo de las extremidades de la muchacha, de sus brazos de piel tersa, concentrando la presión por encima de los suaves pliegues de la muñeca, presionando con fuerza y luego soltando, presionando y soltando, presionando y soltando hasta que la princesa se quejó en voz alta, sintió que la presión crecía entre sus ojos y luego desaparecía de una manera maravillosa.
Después la masajista pasó a las piernas, evitando el cruce del triple yin, porque una buena masajista no debía excitar los deseos sexuales de una virgen.
Miao-yen se volvió lánguidamente hasta ponerse boca abajo. La mujer concentró la presión de ambas manos a lo largo de la suave espina dorsal. Introdujo el nudillo doblado en la hendidura de carne apretando con fuerza la sedosa depresión de debajo de la nalga derecha y de la izquierda, y oyó jadear a la muchacha, que se mordió el brazo con repentino dolor. Después trabajó con los pulgares en los puntos de acupuntura del estómago que correspondían al diafragma, al hígado y al bazo.
Miao-yen volvió a girarse hasta quedar postrada sobre la alfombra. La masajista le frotó con lentitud los músculos de cada pierna con la palma de la mano, de la rodilla a la entrepierna. La mujer examinó el cuerpo lampiño de la muchacha, luego le masajeó con suavidad el abdomen, desde el qichong, en la parte superior del hueso púbico, hasta debajo del ombligo con una rotación lenta de la palma de la mano. Sintió la respuesta del músculo tenso debajo de su mano.
Apretó con los pulgares el punto rugen debajo del pequeño pezón marrón del incipiente pecho. Miao-yen estaba relajada, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Habiendo terminado su trabajo, la masajista se sentó. Examinó el cuerpo de la muchacha con la mirada crítica de una mujer mayor. Sintió envidia de los músculos tensos y la piel fragante. La joya perfecta para algún príncipe chino, pensó.
Y lo mejor de todo era que tenía los maravillosos secretos de la zapatilla.
Guillermo yacía en la oscuridad de la tercera hora, oyendo los ruidos burlones de aquella ciudad de Satán, el grito de los mahometanos que llamaban a los paganos a su templo, el repiqueteo de los gongs de los idólatras que salían a las calles oscuras. Estaba rodeado de incrédulos, una oveja entre los perros del infierno. Sentía el peso de su misión, la gran cita que Dios había acordado con él, de llevar Su palabra hasta allí, al fin del mundo.
Le dolían los ojos por la necesidad de dormir, pero el sueño no llegaba. Tenía los músculos y los nervios tan tensos como una cuerda de laúd.
Cerró los ojos y recordó los fragantes polvos y los tés aromáticos de su conversa, oyó el ruido de las aguas del lago que rodeaba su pabellón, la extraña música de los laúdes de Catay. Y era como si pudiera cruzar el palacio con la mirada y ver la casa flotante del lago, recorrer con sus propios dedos las líneas de carne firme y marrón. El susurro de la seda era tan amenazante y poderoso como el trueno. ¡El demonio seducía de tantas maneras! El cuerpo traicionaba, era un mal sirviente de los fieles.
Se levantó, se arrodilló sobre el suelo y trató de concentrarse en la oración. Pero no lograba enfocar sus pensamientos en el rostro de Dios, sólo veía los látigos e instrumentos que lo esperaban en el horno tras su juicio.
Empezaron a temblarle las manos.
Se arrancó las vestiduras de sus hombros hasta que colgaron alrededor de su cintura y buscó la vara en la oscuridad. La encontró donde la ocultaba, en el suelo de la habitación, debajo de la cama. Comenzó a golpearse la espalda con gran entusiasmo porque lo que estaba en juego era el mayor triunfo de su fe, si le alcanzaban las fuerzas.
¿O él, a su manera, volvería a hacer sufrir al Señor?
Cerró los ojos y vio la cara maquillada, y las ventanas de su nariz se estremecieron ante el pesado olor del perfume de la princesa. Volvió a azotarse una y otra vez hasta que la sangre le corrió por la espalda. Era indigno. Dios le había confiado la misión más maravillosa de todas y si le fallaba sabía que su castigo sería peor que el de un mero lego.
¡Era tan grande su deseo de ser un fraile digno de santo Domingo! Pero temía descubrir que no era más que barro.