Guillermo esperaba de rodillas sobre las losas, repitiendo las palabras del Padrenuestro. Al ver a Josseran se levantó de un salto. Permanecieron largo rato mirándose.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Guillermo con voz ronca por el largo debate.
—Dice que lo ha considerado y que quiere que sepamos que de entre todas las religiones que ha oído… la que más le gusta es la nuestra.
Guillermo no podía creer lo que acababa de oír. Volvió a caer de rodillas alabando a gritos a Dios en dirección al cielo, por encima de las cabezas de los dragones que se enroscaban alrededor de las volutas del pabellón de verano.
Había triunfado. Todas las pruebas y desgracias sufridas valían la pena. Había hecho lo que Dios le había pedido que hiciera, atrayendo a su rebaño al rey de los tártaros.
Josseran no se sumó a sus agradecimientos. Lo dejó allí, todavía de rodillas, y volvió al palacio. De alguna manera presentía que la celebración era prematura. Incluso después de tantos meses dedicados a viajar por los caminos del Asia central y de Catay, la conversión del Hijo del Cielo, rey de reyes, kan de kanes, de todos los tártaros le parecía…
… demasiado sencilla.