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No hacía mucho que el vigía había cantado la hora cuando fuertes golpes en la puerta de su habitación despertaron a Guillermo. Un patriarca de negras vestiduras se encontraba sin aliento en el corredor, con dos de los kesig del emperador a su lado. Guillermo lo reconoció al momento, era Mar Gabriel, uno de los que le había golpeado las costillas con los pies calzados con sandalias. Balbuceaba cosas incomprensibles en su idioma pagano.

Un guardia se encaminó a despertar a Josseran a su cámara. Por fin apareció el templario, despeinado y apenas despierto, envolviéndose con premura el cuerpo con sus ropas de seda. Escuchó lo que tenía que decir el sacerdote y luego le explicó a Guillermo que el hombre había sido enviado por Mar Salah. El patriarca de Shang-tu deseaba verlo inmediatamente.

Se estaba muriendo.

Siguieron a los soldados con sus antorchas encendidas por las calles oscuras de Shang-tu. Durante el trayecto no vieron ni un alma. La ley indicaba que a última hora de la tarde, después de que sonara la campana del campanario no se permitía que nadie estuviera en la calle, con excepción de las parteras que iban a ayudar a un nacimiento o de los médicos que debían atender a un enfermo.

Llegaron a una gran casa que estaba cerca de la pared del palacio. Josseran notó que Mar Salah vivía con la clase de esplendor que no habría avergonzado a un obispo cristiano. Sin duda gracias al dinero que había robado a sus feligreses, tal como Guillermo declaraba. Los clérigos eran iguales en el mundo entero.

La casa estaba rodeada por un alto muro techado con cerámicas al estilo tradicional. La puerta adornada con clavos de hierro se abrió y siguieron al sacerdote a través de un patio cubierto de losas y bordeado por sauces, pinos y estanques donde nadaban carpas doradas.

Había una galería que se apoyaba en pilares lacados con motivos geométricos. En un extremo, unos seis sirvientes permanecían junto a una puerta, gimiendo.

«Tal vez lloren más por la incertidumbre de su propio futuro que por su amo», pensó Josseran.

Un edificio separado contenía los aposentos privados del amo de la casa. Al entrar, a Josseran lo impresionó la riqueza de los muebles; vio una cruz hecha de madera de sándalo y ágata, grandes cofres con incrustaciones de perlas, vasos de oro y de fina porcelana azul y blanca, alfombras de espléndido brocado y ornamentos de jade y plata.

Nada de eso le servía en aquel momento a Mar Salah.

El dormitorio también estaba suntuosamente adornado con colgaduras de seda y armiño. En un rincón había una enorme urna de bronce llena de flores secas. Mar Salah estaba tendido en la cama, detrás de un biombo pintado, con vestimentas de brocado azul oscuro.

Josseran quedó impresionado por la apariencia del sacerdote. Estaba mortalmente pálido, tenía las mejillas hundidas y grandes ojeras. Era como si la carne hubiera desaparecido. Había tosido y escupido sangre, tenía espuma roja en la comisura de la boca.

Sus tres esposas estaban reunidas alrededor de la cama, gimiendo.

Josseran conocía el olor de la muerte, se había encontrado con él muchas veces. Pero los gemidos de las mujeres le resultaron insoportables y ordenó a los soldados que las sacaran de allí.

Al mirar a Guillermo, recordó que había pasado las últimas semanas orando fuera de la iglesia de Mar Salah, clamando por la venganza del Señor. Se estremeció y sintió que se le ponían los pelos de punta.

Mar Salah levantó la cabeza de la almohada y alzó un dedo de forma de garra para indicar que tenía que acercarse más. Cuando habló su voz no era más que un susurro.

—Pregunta qué le has hecho —le tradujo Josseran a Guillermo.

Guillermo tenía los labios apretados en una delgada línea de desprecio.

—Dile que no he hecho nada —contestó con tono imperioso—. Es el juicio de Dios que cae sobre él.

—Él cree que le has echado un mal de ojo.

Guillermo se echó atrás la capucha negra y rodeó sus hombros con la estola morada que había llevado consigo desde el palacio. En la otra mano llevaba la Biblia.

—Dile que si lo desea, oiré su confesión. En caso contrario arderá en el infierno.

Mar Salah negó con la cabeza.

—Dice que no cree en la confesión —tradujo Josseran—. Afirma que no la mencionan los Evangelios.

—Dile que irá al infierno por toda la eternidad a menos que en este momento haga una confesión completa ante mí.

Mar Salah observó al fraile, vencido, temeroso. Josseran le dijo lo que Guillermo acababa de decir.

Josseran asintió con la cabeza.

—Tiene miedo y dice que lo hará. Pero tendrás que instruirlo.

Guillermo sonrió, triunfante. Levantó la mano derecha.

—Haré esto sólo con la condición de que antes de que muera mande llamar a todos los sacerdotes a esta habitación y que ante ellos reconozca al Papa como el padre de todos los cristianos del mundo y que esté de acuerdo en pasar el liderazgo de esta iglesia a la autoridad del sumo pontífice, de Roma.

Josseran no podía creer lo que oía.

—¿Serías capaz de chantajear a un moribundo?

—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera?

—¿Vosotros los sacerdotes no os detenéis ante nada?

—¿Para reunir nuestra bendita Iglesia como es la intención de Dios? No, no me detendría ante nada para lograrlo. Y ahora tradúcele lo que acabo de decir.

—Nos rebajamos y rebajamos a nuestro Dios con nosotros.

—¡Sólo haz lo que te digo!

Josseran vaciló y luego se inclinó sobre el sacerdote moribundo. Alcanzaba a oler su aliento, fétido y rancio.

—Mar Salah, el hermano Guillermo dice que antes de que pueda darte la absolución debes pasar la autoridad de tu iglesia a nuestro bendito Papa en Roma.

—¡Nunca!

—Él insiste.

—No —repitió Mar Salah.

Josseran se volvió hacia Guillermo y negó con la cabeza. La perspectiva de que muriera sin que se le hubieran perdonado los pecados era demasiado espantosa para contemplarla. Pensó en sus propios pecados y se volvió a preguntar si su resolución de condenarse a ese mismo destino vacilaría en los últimos instantes de su vida.

—¿No tienes piedad? —le preguntó a Guillermo.

—Con los pecadores, ninguna.

—Dice que no lo hará.

—Vuelve a recordarle los tormentos del infierno. Las llamas que lamerán interminablemente su carne desnuda, las horquillas que le introducirán una y otra vez en el vientre, los látigos con puntas de metal. Díselo.

Josseran negó con la cabeza.

—No.

—¡No me desafiarás en este momento! ¡Está en juego el futuro de la Santa Iglesia aquí, en Catay!

—Me niego a torturar a un moribundo. Como tú has aclarado tantas veces, es obra del demonio, y yo no quiero tener nada que ver con eso.

Y en medio de las airadas protestas de Guillermo, salió de la habitación.

Una hora antes del amanecer, cuando los gritos de los monjes pidiendo limosna con sus cuencos ya se oían en las calles, Mar Salah entregó su alma y se fue al infierno y a su refinado festín de tormentos.