Todos los días pasaban horas enteras con Miao-yen en su pabellón de suelo de baldosas amarillas. La muchacha resultó ser una buena alumna y pronto pudo recitar los Diez Mandamientos y fue capaz de memorizar largos pasajes de la Biblia que Guillermo seleccionaba para ella. Por su parte, Guillermo era un tutor paciente, pero no toleraba que se pusieran en duda sus enseñanzas.
Una vez, mientras ella miraba el misal, señaló una de las figuras y preguntó quién era.
—Ésa es María, la Madre de Dios —le contestó Josseran.
—Mar Salah dice que Dios no puede ser un hombre; por lo tanto, ninguna mujer puede ser la madre de Dios.
—Dile que no le corresponde poner en duda los misterios de la fe —le dijo Guillermo a Josseran cuando él le tradujo las palabras de la princesa.
Miao-yen pareció aceptarlo y puso la página cerca de la luz para poder examinarla con detalle.
—Se parece mucho a Kuan Yin. Entre los chinos se la conoce como la Diosa de la Misericordia.
Cuando Guillermo oyó aquello, las mejillas se le tiñeron de rojo.
—No puedes comparar a la Santa Virgen con ídolos paganos —replicó—. Es una blasfemia.
Miao-yen tomó esas palabras con tranquilidad y nunca volvió a hacer comentarios sobre las lecciones, a las que se dedicaba en cuerpo y alma. Pero a pesar de su aparente entusiasmo por la tarea, Josseran tenía la sensación de que todo aquello no era más que un ejercicio intelectual para ella. En el fondo de su corazón, seguía siendo una tártara.
Después de un tiempo, hasta Guillermo notó aquella actitud recalcitrante y ya no se contentó con darle meras instrucciones sobre la forma de la religión católica. Comenzó a buscar alguna señal física que le indicara que sus lecciones daban fruto.
—Dile —le dijo un día a Josseran después de haberle enseñado el Padrenuestro a Miao-yen—, dile que para ser devota tendría que dejar de ponerse perfumes y maquillarse la cara.
Josseran se lo dijo con la mayor delicadeza posible y se volvió a mirar a Guillermo.
—Dice que tiene que hacerlo porque es una dama china y porque es la hija del emperador.
—Tiene el aspecto y el olor de una prostituta.
—¿Deseas que le diga eso?
—¡Desde luego que no! —contestó Guillermo con aspereza.
—Entonces ¿qué quieres que le diga?
—Dile que debe rezarle a Dios para que la guíe. La mujer debe ser virtuosa en todo, y la pintura y el perfume son las herramientas del demonio.
—¿Qué dice? —preguntó Miao-yen.
—Te felicita por tu belleza —contestó Josseran—. Incluso sin lociones ni perfumes cree que serías la mujer más exquisita de Shang-tu.
Miao-yen sonrió y bajó la cabeza.
—¿Y ella qué dice? —preguntó Guillermo.
Josseran se encogió de hombros.
—Dice que lo pensará —contestó.
A veces, después de que Guillermo terminara su instrucción, Josseran permanecía con Miao-yen en el pabellón. Le resultaba útil por todo lo que aprendía sobre Qubilay y su gran imperio. Pero también estaba fascinado por aquella extraña criatura, aunque no de la manera en que se sintió atraído por Jutelún, porque en ese caso no había deseos físicos. Pero le intrigaba que la hija del emperador pudiera estar atrapada allí, en aquel palacio de plata, mientras Jutelún comía y conversaba con hombres y vivía sobre un caballo. ¿No eran ambas hijas de kanes tártaros?
Tenía la sensación de que ella disfrutaba de su compañía. Conversaban durante largas horas mientras bebían el té aromático que le servían sus sirvientas y ella sentía una curiosidad interminable acerca del Languedoc y de Ultramar y sus castillos, casas solariegas e iglesias cristianas.
Un día estaban sentados y observaban a una sirvienta alimentar los peces de colores que se acercaban, dóciles como ovejas, a la orilla del lago. Ella señaló el otro extremo del lago donde un ciervo caminaba en silencio bajo los sauces del emperador.
—¿Cazáis en las tierras bárbaras? —preguntó.
—Por supuesto. Es un deporte que gusta mucho en el Languedoc.
—Entonces te gustaría cazar en el parque de mi padre. Es su única concesión a sus antepasados.
Josseran pensó en Jutelún y en la forma en que había matado con una sola flecha al lobo que la atacaba.
—¿Tú no cazas?
Ella lanzó una risa llena de resentimiento.
—A veces me encantaría hacerlo.
—Y entonces ¿por qué no lo haces?
—No es costumbre de los chinos que las mujeres se comporten como lo hacen las tártaras.
—Pero tú no eres china, eres tártara.
Ella negó con la cabeza.
—No, soy china, porque eso es lo que mi padre desea. En todos los sentidos, mi padre ha adquirido las costumbres de los chinos. ¿No lo has visto tú mismo?
—Confieso que todo lo que veo aquí me resulta extraño.
—Entonces te diré algo: mi hermano Chen-chin será el próximo emperador y kan de kanes de los tártaros. A su edad, Gengis Kan ya cabalgaba a la cabeza de su propio touman y había conquistado la mitad de la estepa. Chen-chin pasa sus días encerrado con cortesanos fieles a Confucio aprendiendo las costumbres y la etiqueta china, leyendo el Libro de Odas, Las Analectas de Kung-Fu-Tsé, El Libro de Rituales y el Diccionario de Términos y aprendiendo historia china. En lugar de olor a caballo, huele a aloe y a madera de sándalo. En lugar de conquistas, tiene caligrafía.
—Sin duda Qubilay lo hace para conquistar al pueblo.
—Mi padre lo hace porque su espíritu es estéril. Quiere ser todo para todos. Hasta desea ser considerado bondadoso por aquellos a quienes ha aplastado.
Josseran se sorprendió al oír un juicio tan áspero sobre el emperador en boca de su propia hija.
—Si ésa es su verdadera meta, yo diría que ha tenido éxito —murmuró.
—Sólo «parece» que ha tenido éxito. Los chinos nos sonríen con amabilidad, hacen lo que les pedimos, llenan nuestros palacios y simulan que nos quieren. Pero en privado nos llaman bárbaros y se burlan de mi padre por su incapacidad para hablar su idioma. Se burlan de nosotros en sus teatros. Los actores hacen chistes acerca de nosotros, los titiriteros nos ridiculizan porque queremos parecemos a ellos. Eso los lleva a despreciarnos más. La verdad es que somos invasores y nos odian. ¿Cómo no nos van a odiar?
Josseran no cabía en sí por la sorpresa de aquella revelación. El Hijo del Cielo no era tan omnipotente como indicaban las apariencias. Afrontaba al mismo tiempo la guerra civil en su comunidad y la rebelión en su imperio.
—Sin embargo, Sartaq me ha dicho que muchos de los soldados de Qubilay son chinos.
—Los usa con sabiduría. Todos son asignados a provincias alejadas de sus propias casas, de manera que se sienten tan extranjeros como sus oficiales tártaros. Mi padre retiene su guardia real, un cuerpo de elite, y ha elegido a dedo a los toumans, regimientos de su propio clan, emplazados a lo largo de todo el imperio para aplastar cualquier rebelión. Ellos han echado abajo las murallas de todas las ciudades chinas, hasta han levantado los adoquines de las calles para que no lastimen a nuestro caballos tártaros si tenemos que atacarlos. ¿Comprendes? No le odian abiertamente porque no se atreven. Eso es todo.
Josseran se asustó ante el veneno que notaba en la voz de la joven. Ella pareció darse cuenta de que había ido demasiado lejos y bajó los ojos.
—Hablo contigo con demasiada libertad. Eres un buen espía, bárbaro. —Josseran apartó la mirada, avergonzado de que ella hubiera adivinado sus intenciones—. Es una cuestión política que yo viva aquí, en este hermoso parque con sólo los pájaros y los peces de larga vida por compañía, porque Qubilay quiere que sea una princesa china. Pero no es sólo una cuestión de política. Ama genuinamente a estos chinos a quienes ha vencido. ¿No es extraño en un hombre como él?
Josseran asintió con la cabeza.
—Sí, así es.
—Extraño e infortunado. Para mí. Porque yo quiero cabalgar y aprender a disparar una flecha, como una tártara. Sin embargo, debo permanecer aquí todos los días, sentada entre los sauces sin nada que hacer para que pasen las horas, aparte de ponerme horquillas en el pelo. Nuestro padre es nuestra vida y nuestra carga. ¿No lo crees, bárbaro?
—Sin duda —confirmó él, pensando en su propia carga—. Sin duda es verdad.
—¿Dónde has estado? —preguntó Guillermo aquella tarde, cuando Josseran volvió al palacio.
—Estuve conversando con la princesa Miao-yen.
—Pasas demasiado tiempo con ella. No vale la pena.
—Por medio de ella aprendo mucho sobre el emperador y sobre su gente.
—Tienes sentimientos lujuriosos hacia ella. Lo veo en tus ojos.
Josseran se sintió afrentado por aquella acusación porque no era cierta.
—Es una princesa y la hija del emperador.
—¿Cuándo algo así ha frenado tus bajos instintos? Su perfume, los afeites que se pone en la cara, la ropa de seda que usa. Posee todas las armas del demonio. Yo le dedico horas para enseñarle el camino de la virtud, el camino hacia Dios, y tú deshaces todas mis buenas obras.
Josseran suspiró. ¡Qué fraile tan pesado!
—No sé qué más quieres de mí.
Guillermo tenía los ojos rojos. Daba la impresión de que en las últimas semanas no había dormido bien.
—No quiero nada de ti. Es Dios el que quiere que me ayudes a atraer a esa gente al amor de Cristo.
—¿No he hecho todo lo que está en mi poder?
Guillermo negó con la cabeza.
—No lo sé —contestó—. Es una pregunta que sólo puede responder Dios.
Qubilay la esperaba en el pabellón de las flores fragantes, sentado en un trono de ébano con incrustaciones de perlas y de jade. Lucía un manto de brocado de seda verde y en su rostro había una expresión de vigilante descontento.
El pabellón estaba abierto a los jardines por todos sus lados. En grandes urnas había plantas de flores rosadas y de canela, y había molinos artísticamente puestos alrededor del pabellón para que el suave movimiento de sus astas llevara la fragancia de las flores a los vestíbulos. El canto de los pájaros en los árboles era casi ensordecedor. En segundo plano se oía el murmullo constante de una fuente, el golpeteo del bambú.
Miao-yen vislumbró un altar en el extremo norte del pabellón. Contenía hierba de las estepas y tierra llevada desde Tartaria, barro ocre, arena amarilla y piedras negras y blancas del desierto del Gobi. A pesar de que ostensiblemente era un santuario tártaro, el altar de la tierra era un ideal de los seguidores de Confucio; rojo para la alegría, verde para la armonía, amarillo para el cielo, blanco para la pureza, y negro para el dolor. Estaba cubierto por un mantel de brocados rojos, con bendiciones escritas sobre la tela en los caracteres de oro de los chinos.
¡Tantas contradicciones!
Se acercó a su padre desplazándose sobre las manos y las rodillas. Unió las manos e inclinó la cabeza tres veces en el suelo de mármol y levantó la mirada hacia los ojos sedosos de su padre.
Los rostros severos de sus consejeros confucianos y tangutos la observaban desde una tarima situada debajo del trono.
—Bueno, Miao-yen. ¿Vas bien en los estudios?
—Soy diligente, mi señor.
—¿Qué opinión tienes de tus tutores, ese franco y su hombre santo?
—Son sinceros, mi señor —contestó ella con cuidado, mientras se preguntaba qué querría saber su padre.
—¿Y qué piensas de esta religión que traen consigo? —le preguntó.
—Es tal como tú dijiste, Padre. Se parece mucho a la religión luminosa de Mar Salah, salvo que ellos estiman mucho a ese hombre a quien llaman Papa. También piensan que es un error la unión de un hombre y una mujer y creen que la confesión de los pecados de una persona a su chamán les trae el perdón inmediato por parte de su Dios.
—¿Piensan que es un error la unión del hombre y la mujer? —le preguntó Qubilay, sin duda pensando en su propio y extenso harén.
—Naturalmente, mi señor.
Qubilay lanzó un gruñido, poco impresionado por esta filosofía.
—Dicen que en la tierra de los bárbaros todos se inclinan ante ese Papa.
—Sí, mi señor. Parece que él es el kan de kanes y que tiene el poder de nombrar reyes entre ellos; sin embargo, si tenemos que creerles, no lleva espada ni arco. Parecería que es un chamán que ha llegado a ser aún más poderoso que sus más grandes guerreros.
Qubilay permanecía en silencio. Ella imaginaba sus pensamientos. No querría tener parte en ninguna religión que pudiera amenazar la suprema posición del emperador.
—¿Hacen magia? —le preguntó Qubilay por fin.
—No les he visto hacer magia, mi señor. Me han enseñado oraciones que quieren que recite y me han hablado de ese Jesús a quien tanto aman, como Mar Salah y sus seguidores.
—¿A ti te gusta esa religión que ellos profesan?
Ella miró los ojos del Phags-pa lama.
—No creo que sea tan grande como la de los tangutos, mi señor, ni tan poderosa.
Phags-pa pareció relajarse. Su padre también pareció satisfecho por su respuesta.
«A ese cristiano y a su chamán podría no gustarles oírme pronunciar tales palabras —pensó ella—. Pero cualquier otra respuesta los pondría en un peligro innecesario. Hay víboras en la corte de mi padre».
—¿Y el guerrero? ¿Qué piensas de él?
—Parece un hombre sincero, mi señor.
—¿Te ha hablado del ejército de los bárbaros?
—No creo que sea demasiado poderoso, mi señor. Él mismo declara que sólo es dueño de tres caballos y son animales para los que debe encontrar o comprar comida todos los días. Sin duda, debe de ser muy pobre porque no posee ovejas ni vacas. Impone impuestos a los campesinos que trabajan sus tierras mientras él vive encerrado en un castillo. Sin embargo, esto no lo comprendo; dice que viajó a otra tierra para luchar contra los sarracenos, como los llama, cuando en esa lucha no tiene nada que ganar para sí mismo, ni en botín ni en mujeres. Declara que lo hace por el cielo. Sin embargo, parece que también les atemoriza abandonar sus fuertes por temor a los mismos sarracenos a quienes están empeñados en destruir.
Qubilay lanzó un gruñido. La opinión de su hija era igual a la suya.
—No creo que sean aliados fuertes. Hasta Mar Salah predica contra ellos y, como tú dices, él adora a ese Jesús, lo mismo que ellos. El patriarca hasta llega a decir que desean someternos a todos al gobierno de ese Papa del cual tanto hablan.
—Lo único que sé es que este Joss-ran me trata con bondad y parece sincero —añadió Miao-yen con rapidez, porque sentía simpatía por aquel gigante bárbaro y no le deseaba ningún mal.
—¿Y su chamán?
—Por el otro no puedo contestar —dijo ella—. Lo único que puedo decir es que huele mal.
Qubilay caviló largo rato sobre eso.
—Te felicito por tu informe, hija —dijo por fin—. Sigue siendo diligente. Si te dicen algo que consideras que tengo que saber, dímelo en persona.
La despidieron. Mientras se alejaba caminando hacia atrás con sus pequeños pies, recordó que ni por un instante había visto una señal de amor. Los seguidores de Confucio le enseñaron que la devoción filial era la mayor de todas las virtudes, y si eso era cierto, ella no tenía mérito alguno.