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Siguiendo la costumbre, se lavaban por lo menos tres veces por semana y Josseran encontraba que, lo mismo que en Ultramar, el hábito era agradable, tanto para el cuerpo como para la mente. En su cámara había una gran bañera de cerámica con un pequeño banco para sentarse mientras se bañaba. Para calentarlo ponían una piedra caliente dentro del agua o encendían fuego debajo de la bañera, usando las piedras negras especiales que los chinos extraían de las montañas. Cuando se encendían, daban mucho calor durante horas antes de convertirse en ceniza gris.

Otras mañanas, los asistentes que se le habían adjudicado le llevaban por lo menos una jarra y un cuenco de agua para que se lavara la cara y las manos.

Por su olor, era evidente que Guillermo no aprovechaba ninguna de aquellas oportunidades.

Josseran también descubrió, como le pasó en Ultramar, que en lo posible era más cómodo vestirse de acuerdo a las costumbres del lugar. Le dieron una amplia vestimenta de seda dorada cuyas mangas casi le llegaban hasta la punta de los dedos. El cuello estaba bordado en un color más oscuro y tenía un ave Fénix artísticamente bordada en la espalda. Se ataba a la cintura con una ancha faja y una hebilla de cuero que llegaba de un país que ellos llamaban Bengala. También le proporcionaron un par de sandalias de seda con suela de madera.

Josseran notó que nadie andaba descalzo ni con la cabeza descubierta, con excepción de los monjes budistas. De manera que adoptó la costumbre de usar un turbante de seda negra, como era usual entre los nobles. También hizo llamar al barbero del palacio y se hizo afeitar la barba y el bigote. A diferencia de Ultramar, donde los sarracenos consideraban que era poco masculino no usar barba, la mayor parte de los hombres de Shang-tu tenían la cara afeitada. Los tártaros y los chinos no usaban barba y aquéllos que lo hacían la tenían poco poblada, y los largos pelos crecían desde la barbilla o el bigote.

Sólo Guillermo permaneció sin rendirse, oliendo mal, desharrapado y de mal humor.

Shang-tu, que en su idioma significaba «Segunda Capital», era la residencia de verano de Qubilay. Su corte principal, donde pasaba los largos inviernos, se encontraba en la vieja ciudad china de Ta-tu, Primera Capital, situada más al este, donde el clima era más cálido. Shang-tu había sido terminada recientemente, y el propio Qubilay supervisó la construcción y eligió el lugar siguiendo el principio chino de feng-shui, viento y agua.

La belleza de los edificios era una fuente inagotable de maravilla. Miao-yen le explicó a Josseran que las casas de Catay eran cuadros, eran historias, como los caracteres que los chinos usaban en su lenguaje escrito. Los tejados retorcidos y contorsionados como sierras, cuyos azulejos curvos imitaban la superficie de un lago embravecido por el viento, y los pilares que soportaban el peso de los grandes tejados eran los árboles del bosque.

Había innumerables pagodas a lo largo de la ciudad. Él había visto muchas de aquellas torres en su viaje por el Imperio del Centro. Cada una tenía ocho lados con diez y a veces veinte tejados, que decrecían en tamaño a medida que se acercaban a la parte más alta. De los gabletes de cada nivel colgaban campanas, y cada una de ellas tenía una galería que la circundaba con su propia balaustrada. La belleza de aquellos edificios no residía sólo en el color, la madera pintada y los azulejos lacados, sino en su geometría.

Josseran estaba constantemente sorprendido por el orden que los chinos habían intentado instituir en su vida. Creían que el cielo era redondo y la tierra cuadrada, y el plano de la capital obedecía a esa creencia. Shang-tu había sido construida con matemática precisión, una parrilla de calles paralelas, de manera que desde las altas ventanas del interior del palacio, cerca de la pared norte, Josseran alcanzaba a ver la avenida principal de la ciudad hasta la puerta del sur.

También notó que todas las casas de la ciudad tenían caracteres pintados sobre las puertas, y se lo comentó a Sartaq. El oficial tártaro le explicó que en Catay era ley que cada ciudadano exhibiera su nombre en la fachada de su vivienda, junto con el nombre de cada esposa, hijo o sirviente que viviera allí, así como el número de animales. Así, Qubilay sabía con precisión cuántas personas vivían dentro de su ciudad, y hasta dentro de todo su reino.

La propia vida de Qubilay estaba regida de una manera similar, para su propio beneficio. Sartaq explicó que por la costumbre tártara poseía cuatro ordos o familias, de cada una de sus cuatro esposas que debían ser tártaras como él. Pero además de sus esposas mantenía un extenso harén para su placer personal. Cada dos años se enviaba una comisión de jueces a buscar un nuevo lote de vírgenes lo suficientemente hermosas para que se las considerara dignas de ser concubinas del Hijo del Cielo. Una vez seleccionadas, a las jóvenes se las llevaba a Shang-tu para que fueran valoradas por las señoras mayores del harén. Y antes de ser aceptadas como concubinas, esas postulantes dormirían primero con ellas, en sus camas, y si el olor de sus cuerpos o de su aliento no eran bastante suaves, o si roncaban, o si no eran limpias en sus hábitos, se las empleaba como cocineras o costureras. Las que sobrevivían a aquel riguroso examen personal eran preparadas para atender al Hijo del Cielo, cosa que por lo general hacían en fiestas que tenían lugar cada tres noches.

En aquel punto del monólogo de Sartaq, Josseran se dio cuenta de que habían comenzado a sudarle las palmas de las manos, así que no le pidió que le diera más detalles.

Todos los días había una nueva maravilla. La comida que se preparaba en la corte de Qubilay no se podía comparar con nada que hubieran probado, y decididamente era una dieta muy distinta a la de leche y cordero hervido de los tártaros y aún más sutil que los zumos y frutas de Ultramar. En varias ocasiones probó aromáticos mariscos en vino de arroz, sopa de semillas de loto, pescados cocinados con ciruelas o ganso guisado con albaricoques. Cenó pierna de oso, lechuza al horno, pecho de pantera asado, raíces de loto, retoños de bambú hechos al vapor y un guiso de carne de perro. Los métodos de preparación de la comida eran más complicados que los que él conocía. Para cocinar un pollo sólo usaban madera de morera, pues afirmaban que ablandaba la carne; asimismo, sólo la madera de acacia servía para cocinar el cerdo y sólo la de pino era apta para hervir el agua del té.

A diferencia de los tártaros, los chinos eran muy delicados en sus hábitos alimenticios. En lugar de comer con los dedos desnudos y un cuchillo, empleaban dos palos con punta e incrustaciones de marfil, con los que cogían la comida de los platos, comiendo sólo pequeños bocados cada vez. Después del frenesí estridente y hambriento que distinguía sus comidas entre los tártaros, alimentarse con los chinos poseía la delicadeza de un bordado.

Pero lo que más le sorprendía eran los libros que poseían. No habían sido copiados a mano, como en la cristiandad, sino que los reproducían en grandes cantidades usando láminas de madera cortada que reproducían su caligrafía sobre el papel.

Le explicaron que primero el escriba copiaba el libro en fino papel transparente y luego un grabador pegaba las hojas de papel sobre tablas de madera de manzano. Los trazos entonces se grababan con las herramientas de un tallador, de manera que los caracteres quedaran cortados en relieve. Empleaban ese sistema para cada hoja de un libro y reproducían cientos y hasta miles a la vez.

Un libro como la Biblia de Guillermo era en el mundo occidental un objeto raro y precioso; pero en Shang-tu había gran cantidad de almanaques y de trabajos astrológicos para la gente común, así como ediciones del Pao, que era usado por los idólatras y los budistas para enumerar a las masas de sus seguidores los méritos e inconvenientes de prácticamente cada acto.

Los idólatras basaban sus creencias de un libro llamado el Tao Te-King y trataban de prolongar su vida con una compleja disciplina ascética y con magia. Con sus amuletos y astrolabios afirmaban poseer el don de predecir guerras y pestes, y también el tiempo, y vendían encantamientos a precios exorbitantes, prometiendo ganancias a mercaderes, longevidad a hombres y matrimonios felices a las mujeres.

Había otros, muchos de ellos eruditos y cortesanos, que eran seguidores de una antigua tradición china, la de Kung Fu-Tsé. Daban gran valor a la piedad filial y a la adoración de los antepasados, igual que los tártaros, y vivían según los principios de lo que ellos llamaban Las Cinco Virtudes, que Josseran comparaba mentalmente con los Diez Mandamientos. Igual que en su mundo cristiano, notó que esas reglas se honraban más en teoría que en la práctica. Los partidarios de Confucio ponían gran fe en la ceremonia, y creían que sólo con la adecuada observancia de ciertas costumbres y rituales era posible aplacar a los dioses y el pueblo chino podría prosperar.

Por todas partes había estatuas pintadas de aquel Kung Fu-Tsé, hechas tanto en madera como en terracota, lo mismo que las había de Borcan y muchos otros de sus ídolos, todos los cuales recibían oraciones y ofrendas de los fieles.

«Son todos tan distintos a nosotros —pensaba Josseran—, y, sin embargo, en muchos sentidos somos iguales. Rinden homenaje a sus dioses, enumeran sus pecados y sus virtudes en la vida, lo mismo que nosotros. Y le temen a la muerte y dedican muchas de las horas de su vida a contemplar la vida del más allá».

Dudaba que Guillermo pudiera corroborar esas similitudes.

El fraile le insistía a todas horas para que se sentara con él y con Miao-yen para continuar su instrucción o para que obtuviera otra audiencia con el emperador. La paliza recibida a manos de los nestorianos le había dejado heridas en las costillas y tenía la cara tan hinchada que parecía un mendigo enfermo de los que Josseran veía en los bazares de Acre. Pero eso no había desalentado su ánimo ni su resolución. Continuaba despotricando de Mar Salah y de los nestorianos; todos los días pasaba horas ante la iglesia del barrio pobre de la ciudad, gritando oraciones en las que pedía la divina intervención y atrayendo a una multitud de chinos curiosos que se acercaban a mirar a aquel extranjero de aspecto extraño y mal olor que permanecía arrodillado en el barro.

Josseran trató de convencerlo de que desistiera, pero Guillermo no cejaba. Afirmaba que el Señor haría un milagro y atraería a los nestorianos a la Iglesia de Dios. Aunque tal vez se sorprendió tanto como Josseran cuando el milagro por fin llegó.