Desde su ventana en lo alto del palacio, Josseran observó las calles oscuras de Shang-tu. Se oía una sola nota dolorosa procedente de un tambor de madera, seguida del sonido más largo y resonante de un gong cuando los vigías del puente daban la hora de la noche.
Se sentía dolorosamente solo. «He viajado más de lo que cien mercaderes pueden llegar a viajar en toda su vida —pensó—, más de lo que nunca esperé ni quise. Ahora mi casa solariega y mis tierras en el Languedoc no son más que un sueño para mí. Muchos de los que en un tiempo me conocieron tienen que haberme olvidado ya. Y aquéllos que me recuerdan sin duda hablan de mí maldiciéndome».
Era siempre durante las horas más oscuras de la noche cuando se amonestaba, cuando juraba que buscaría al sacerdote y obtendría su absolución antes de morir en pecado. Pero cuando amanecía, volvía a encontrar la resolución para afrontar la realidad segura y justa de su propia condenación.
Cerró los ojos para dejar fuera los fantasmas.
Y pensó en Jutelún.
Creyó que al dejar de verla todos los días la locura abandonaría su sangre. En cambio se descubría pensando constantemente en ella, y el deseo que despertaba en él no disminuía. «¿Por qué siempre me inspiran lujuria las cosas que me están vedadas?», se preguntaba.
Constantemente lo atormentaba el pensamiento de ella tendida en el desierto, sangrando y mutilada. Tenía que decirse que había sobrevivido a la escaramuza, era la única manera de encontrar algún descanso. ¡Si sólo hubiera alguna manera de saberlo con seguridad!
«Siempre está en mis pensamientos. No puedo olvidarla. Me acongojo por ella cuando la creo muerta, sufro por ella cuando me digo que tiene que estar en alguna parte, allí fuera, viva. Me dejó destrozado como si fuera alguien muy allegado, dolorido como un niño.
»Ahora creo que encontré en ella un espíritu renegado, igual que el mío. Si es una bruja, como dice el sacerdote, ardería alegremente con ella. ¿Realmente vio a mi padre cabalgando a mi lado? ¿Fue sólo una fantasía o vio la redención que no puedo encontrar por mí mismo en la confesión de mis pecados?
»Nunca he conocido y nunca conoceré a una mujer como ella aunque vuelva a estas tierras extrañas y sorprendentes. Y jamás la volveré a ver».
Un dolor profundo envolvió su cuerpo y lo dejó acurrucado y desesperado en el suelo. «Jamás la volveré a ver».
Era la tercera hora del día y una luz dispersa había aparecido en el horizonte del este. Las caracolas de los monasterios de los lamas lanzaban al aire un ruido bronco. Los bonzos se movían por las calles oscuras batiendo gongs de madera para anunciar la llegada del amanecer, exhibiendo cuencos, también de madera, en los que recibían las limosnas.
«Todos los días cumplen con su deber ante su Dios —pensó Josseran—, lo mismo que yo cumplo con mi deber hacia el mío. No piden más.
»En cuanto a mí, sólo pido una cosa. Verla una vez más antes de morir».