Guillermo se apresuró a volver al palacio por las calles de Shang-tu, excitado y turbado a la vez por lo que acababa de descubrir. Encontrar una iglesia de Cristo allí, en aquel nido de bárbaros, era un milagro que no esperaba. Pero no se engañó con respecto a los obstáculos que tenía por delante. Ante todo tendrían que desenraizar la herejía, como lo habían hecho en el Languedoc.
No pudo comunicarse directamente con el sacerdote, para eso le haría falta el templario. Pero no cabía duda de que el hombre con quien se acababa de encontrar era un hereje, infectado por las blasfemias de los nestorianos. Prácticamente había echado a Guillermo de la iglesia.
Pero encontraba consuelo en ello porque durante el viaje comprobó personalmente que aquellos nestorianos habían sido enérgicos en llevar la palabra de Jesús a Catay. Pudo visitar una de sus iglesias en Gaochang, se enteró por la bruja tártara de que había otra en Karakoram. Eso facilitaría mucho su trabajo. Lo único necesario sería atraer aquella iglesia rebelde al redil y entonces tendrían un punto de apoyo entre los tártaros.
Era la tarea que Dios había elegido para él. Y estaba preparado.
—El Señor está aquí —dijo Guillermo.
Josseran lo miró fijamente, el fraile estaba pálido y tenía un brillo extraño en los ojos.
—Hay una casa en la ciudad —continuó diciendo Guillermo—. Tiene una cruz encima de la puerta y dentro hay un altar e imágenes de santos. Los sacerdotes son evidentemente herejes, pero demuestra que aquí la gente conoce a Cristo. ¿Comprendes? La palabra del Señor ha llegado hasta aquí. ¿No es un milagro?
Josseran asintió con la cabeza. Encontrar cristianos de cualquier clase allí, en el corazón de Catay era, como decía Guillermo, nada menos que un milagro. Pensó en lo que eso podía significar para ellos y para la expedición que llevaban a cabo. La esposa de Hulagu, la cuñada de aquel Qubilay, era cristiana. ¿Quién más entre los tártaros poderosos habría también abrazado la fe de Cristo?
Guillermo continuó barboteando, excitado, perdido en un futuro idílico.
—Lo único que necesitamos es llevar de nuevo a los brazos de Roma a los seguidores de la herejía nestoriana, y junto con los tártaros no sólo podremos desterrar a los mahometanos de Tierra Santa, ¡sino tal vez de la faz de la tierra!
Algo muy poco probable, pensó Josseran, teniendo en cuenta la cantidad de tártaros que eran también seguidores de Mahoma. Pero si había una iglesia cristiana allí, en Shang-tu, sin duda prometía mucho para el futuro.
—¡Tienes que venir enseguida conmigo a hablar con ese sacerdote!
Josseran negó con la cabeza.
—Nos conviene ser un poco más circunspectos. No olvides que al fundador de esa iglesia lo echaron de Constantinopla los sacerdotes romanos. No es probable que nos aprecien.
Guillermo asintió con la cabeza y se calmó.
—Tienes razón, templario. Mi amor por Dios me hace temerario.
—Tenemos que aprender más acerca de los tártaros y de su rey antes de actuar.
—Sí, sí, tengo que aprender a ser paciente. —Cogió a Josseran por los hombros y por un momento terrible el templario creyó que se disponía a abrazarlo—. Tengo la sensación de que estamos destinados a hacer un buen trabajo aquí —dijo—. Ahora iré a rezar. Debo darle gracias a Dios por esta señal y oír en silencio su palabra.
Se volvió y salió de la habitación.
Josseran suspiró y se acercó a la ventana. Era tarde y la noche había caído sobre la ciudad. Se sintió repentina y desesperadamente cansado. Las palabras de Guillermo resonaban dentro de su cabeza. «Tengo la sensación de que estamos destinados a hacer un buen trabajo aquí».
Qué extraño sería que él pudiera servir allí a la causa de Dios; alguien como él, que durante toda su vida se había considerado hundido en el pecado.
Sus habitaciones en el palacio eran suntuosas. La cámara de Josseran tenía cortinas de seda y armiño. La cama no se parecía a las que había visto; tenía un marco labrado y estaba cerrada en tres de sus lados por tabiques de los que colgaban delicadas acuarelas de cascadas y arboledas de bambú, todas pintadas en satén blanco. La cama en sí era de juncos cubiertos de seda.
En la habitación había varias mesas bajas lacadas de negro y exquisitos floreros y ornamentos en forma de elefantes y dragones, todos hechos de jade. Pero el objeto más curioso era un gato de porcelana dentro de cuya cabeza se ocultaba una lámpara de aceite. Por la noche, cuando la lámpara estaba encendida, los ojos del gato parecían brillar en la oscuridad.
La habitación olía a incienso y a sándalo. Algo bien diferente, pensó Josseran, de las desnudas paredes de ladrillos y la dura cama de madera de su celda de monje en Acre.
Toda aquella ciudad era un sueño. «Si alguna vez vuelvo al Languedoc, la gente me llamará mil veces embustero».
Cayó extenuado en la cama y se quedó dormido.
A la mañana siguiente, Sartaq lo despertó. Le informó de que había sido asignado como escolta de Josseran mientras estuviera en Shang-tu, y su primera misión era acompañarlo hasta el tesorero de Qubilay, Ahmad. Lo condujo hasta uno de los grandes palacios que había al otro lado de la gran corte. Un mahometano de barba grisácea y vestido de blanco esperaba su llegada en una gran habitación oscura de madera de cerezo, una de cuyas paredes se abría al jardín. Ahmad se encontraba sentado con las piernas cruzadas, sobre suntuosas alfombras de colores granate y azul, rodeado por sus subalternos. A su alrededor había papiros envueltos en husos de madera, un ábaco y montones de papeles.
A Josseran le entregaron, sin ceremonia alguna, parte de los papeles. Éstos, explicó Ahmad, eran a cambio del incensario y de la cruz de plata de Guillermo que debían ser entregados en el acto.
Eran desde ese momento propiedad del emperador.
Y con eso lo despidieron.
Josseran encontró a Guillermo rezando los maitines en su cámara. Esperó hasta que el fraile terminara sus súplicas y en cuanto se puso en pie le entregó los papeles que acababa de recibir.
—¿Qué es esto? —preguntó Guillermo, mirándolos asombrado.
—Es a cambio del incensario y de la cruz de plata —contestó.
—¿El incensario?
—Y la cruz de plata. El emperador tiene que tomar posesión de ellos.
—¡Por supuesto que no! No los traje como regalos.
—Parece que no importa. Se me ha informado de que todos los objetos de oro y de plata son del reino, por ley, y son tomados por el emperador para la tesorería. Es una ofensa que cualquiera que no sea Qubilay posea esos metales. A cambio te da esto.
Guillermo se quedó mirando los papeles que tenía en la mano. Habían sido hechos de corteza de morera y llevaban el sello bermellón del emperador. Estaban escritos por ambos lados con letras uigures.
—¿Papel? —preguntó Guillermo—. ¿Esto es otra ofensa?
—Lo llaman papel moneda. Puedes cambiarlos por mercancías como si se tratara de monedas.
—¡Te toman por tonto!
—Al contrario, hermano Guillermo. Fui con Sartaq al bazar y compré estas ciruelas. Los vendedores cogieron mi papel sin un solo murmullo y me dieron estas monedas de cambio.
Levantó una cadena de monedas, cada una de las cuales tenía un agujero en el centro y estaban unidas por un hilo fino.
Guillermo miró fijamente los papeles que tenía a sus pies. Papel moneda. ¿Quién habría oído hablar de algo semejante? Se volvió hacia la ventana. Un león dorado le rugió desde el alero de bambú. Rodeado de barbarie.
—Protestaré directamente ante el emperador. ¿Cuándo será nuestra próxima audiencia? Tenemos mucho de que hablar.
—Nos ha concedido audiencia esta tarde.
—Esperemos que esta vez no esté borracho.
—Esperemos que esta vez le hables como corresponde hablarle a un gobernante y no como a un mendigo que ha llegado a tu iglesia para que lo confieses.
—No trates de enseñarme cómo conducir los asuntos de la Iglesia. Estamos aquí para salvar almas.
—Estamos aquí para salvar Tierra Santa. Te lo digo ahora, hermano Guillermo, tal vez no te guste mi piedad, pero si no nos alejamos de aquí con algún tratado con estos tártaros, nunca volverás a caminar por los valles de Nuestro Señor. —Le arrojó el resto de los papeles del emperador y salió—. Ahí tienes —dijo—. Cómprate algunas ciruelas.