Un espectáculo para los sentidos, un alboroto de colores, una escena de imposible esplendor para agitar el espíritu y deslumbrar los ojos. Por todas partes había seda y brocados, pieles y oro; Josseran vio personajes de Catay con sus cascos de hierro y sus ropajes de brocado carmesí, lamas tangutos con las cabezas rapadas y sus distintivos ropajes color azafrán, cortesanos de bigotes finos y caídos con el garbo de los uigures, ropajes anaranjados con altos sombreros de seda atados con un lazo. Había escribas con los ropajes ondulantes de los mahometanos junto a chamanes tártaros, casi desnudos, con barbas enmarañadas y cabellos despeinados.
Por encima de sus cabezas, entre los pilares bermellones y dorados, colgaban de las paredes las banderas triangulares blancas y verdes del emperador. Toda la escena se reflejaba en el suelo de mármol, brillante como un espejo.
Qubilay, el Poder de Dios en la Tierra, señor de los tronos, gobernante de gobernantes, estaba sentado en un alto trono de oro y marfil, con dragones de oro enredados alrededor de los brazos. Vestía ropa con brocados dorados, un casco en forma de cuenco y una piel de onza alrededor del cuello. La faja que llevaba en la cintura tenía una hebilla de oro puro.
Era un hombre bajo y corpulento, ya algo entrado en años. Tenía el pelo peinado en dos coletas que le caían por la espalda a la manera tártara, pendientes de oro en las orejas y un bigote fino y caído. Su rostro era extrañamente pálido; sus mejillas, sonrosadas. Sorprendido, Josseran comprendió que aquel efecto había sido logrado con la ayuda de cosméticos.
Su trono miraba al sur, a la manera tártara, lejos del viento del norte. La emperatriz estaba sentada a su lado, a su izquierda. A la derecha estaban sus hijos, sentados en una plataforma más pequeña, dispuesta de tal modo que sus cabezas quedaban a la altura de los pies del emperador. Ante ellos estaban las hijas. Debajo, otros príncipes de la corte, en orden descendente de privilegios, los hombres hacia el oeste, las mujeres hacia el este.
Los invitados menos importantes se alineaban a lo largo de las paredes del salón; los ministros de Qubilay que lucían curiosos cascos con ala y vestimentas chinas de brocado; mujeres chinas que usaban capas con capucha, cuyas largas cabelleras estaban sujetas a la cabeza mediante intrincados peinados sujetos por horquillas; princesas tártaras con tocados de plumas y, a lo largo de las paredes, la guardia imperial con sus cascos de visera, corazas de cuero, capas de piel de onza y mantos carmesí.
Gentes de todas las tierras situadas más allá del Techo del Mundo se reunían allí, en aquel vasto salón; los estrafalarios, los poco santos, los salvajes, los magníficos y los profanos.
Incluso en medio de aquella multitud exótica, la mirada de Josseran se sintió atraída por los eruditos de Confucio con sus negros turbantes de seda de los que surgían dos trenzas rígidas como orejas; también atrajeron su mirada sus largas uñas. Algunos habían dejado que crecieran casi hasta el largo de los dedos, como las garras de un ave negra y malévola. Después supo que la intención de aquella moda no era la de intimidar, sino una manera de diferenciarse de la gente común, para demostrar que no se ganaban la vida con trabajos manuales.
Josseran también notó al momento que había muchas menos mujeres que en la corte de Qaidu en Fergana. Allí, las únicas mujeres presentes parecían ser señoras de muy alto rango y eran muchas menos que los hombres. En cambio, en el gran pabellón de Qaidu no predominaba ningún sexo.
Junto a Qubilay, en el estrado, había un hombre con un del tártaro, pero con las facciones y la cabeza rapada de un tangut.
—Phags-pa —le susurró Sartaq.
A pesar de su vestimenta era un lama, el preceptor imperial, el consejero y hechicero principal del emperador.
La entrada de los cristianos pasó casi inadvertida porque en aquel momento se celebraba una gran fiesta. El mayordomo de la corte los condujo a la parte trasera del salón y los invitó a tomar asiento. Por lo visto, sólo los mayores se sentaban a la mesa; casi toda la corte se sentaba en las brillantes alfombras de seda diseminadas por el suelo.
Al momento les sirvieron carne de cordero hervida en hermosos platos de color canela.
Guillermo miró con disgusto la cena. Era evidente que se sentía afrentado, sentado en su sobrepelliz y todavía con las sagradas reliquias que llevaba consigo.
—Esto es insufrible —le susurró a Josseran—. ¡Hemos viajado a lo largo de todo el mundo para presentarnos ante él y nos recibe de esta manera!
Josseran se encogió de hombros.
—Nos conviene tener paciencia.
—¡Soy el emisario del Papa!
—Aunque fueses el mismísimo san Pedro, no creo que el emperador le diera importancia. Por lo visto tiene hambre.
Llegaron más fuentes y comieron con las manos de los cuencos de cerámica. Había huevos, cerveza de mijo, verduras crudas sazonadas con azafrán y envueltas en tortas, y algunos platos con perdices asadas. Sartaq les informó de que la fruta y las perdices habían llegado frescas aquella mañana desde Catay en el yam.
Y, naturalmente, había kumis.
En el centro del salón había una gran arca de madera que medía tal vez tres pasos, cubierta de pan de oro y con elaboradas figuras cinceladas de dragones y osos. El arca tenía espitas de oro a cada lado, de las que los sirvientes servían kumis en jarras doradas, cada una de las cuales contenía bebida suficiente para calmar la sed de diez hombres. Una de éstas estaba puesta entre cada hombre y su vecino, con un cucharón de oro apoyado sobre el borde.
Dos escaleras conducían al estrado donde cenaba el emperador. Ceremoniosamente se subían copas llenas por una escalera, mientras las vacías bajaban por la otra, el tráfico era fluido. Josseran se dio cuenta de que los sirvientes del emperador llevaban la boca y la nariz cubiertas con trapos de seda para que su comida y su bebida no fuesen contaminadas por el aliento de los subalternos, explicó Sartaq.
Cuando el emperador se llevaba el cáliz a los labios, todos los presentes caían de rodillas e inclinaban la cabeza.
—Debéis hacer lo mismo —susurró Sartaq.
Josseran lo hizo. Guillermo permaneció sentado, con el rostro pálido de ira.
—¡Hazlo! —susurró Josseran.
—No lo haré.
—¡Lo harás o te romperé el cuello y les ahorraré el trabajo a los tártaros! —Guillermo se sobresaltó—. ¡No pondrás en peligro mi vida junto con la tuya!
Guillermo se arrodilló a regañadientes.
—¿Así que ahora le rendimos homenaje a la capacidad del demonio para la borrachera? ¡Que Dios me perdone! ¡En cualquier momento encenderemos velas delante de los miembros viriles de los bárbaros y rezaremos las vísperas mientras él desflora a una de sus vírgenes!
—Si fuera necesario —gruñó Josseran—. Lo hacemos todo en nombre de la diplomacia cortesana.
Unos músicos chinos de sombreros y vestimentas violeta, parcialmente ocultos detrás de un biombo, comenzaron a tocar sus tristes gongs y rabeles. La nuez del emperador subía y bajaba en su garganta, y el kumis le corría por la barba y por el cuello. Cuando terminó de beber, la música se detuvo, una señal para que los presentes continuaran con la cena.
Guillermo miraba disgustado y sorprendido aquella deslumbrante payasada. «La pompa del cielo —pensó—. Las maneras de los perros del demonio».
La fiesta continuó hasta que muchos de los invitados quedaron tendidos de espaldas, eructando y gimiendo por el exceso de comida y de bebida. Parecía que la bebida se le había subido a la cabeza al propio emperador.
Después de la cena les llegó el turno a los músicos y a los tragafuegos. Pero la mayoría de los presentes ya eran incapaces de apreciar su arte. Qubilay dormitaba sobre el trono.
Por fin las representaciones llegaron a su fin y un mayordomo se acercó deprisa y obligó a levantarse a Josseran y a Guillermo.
—Debéis presentaros ante el emperador —susurró Sartaq.
—¿Ahora? —preguntó Guillermo, irritado.
Había imaginado una gran entrada. Y si no fuese así, por lo menos esperaba que, al recibirlos, el rey de los tártaros estaría medianamente sobrio.
En cambio, un mayordomo y sus asistentes los condujeron poco ceremoniosamente hacia el centro del salón. Él y Josseran fueron prácticamente arrojados de rodillas delante del trono, como si fueran prisioneros.
El mayordomo los anunció y el salón quedó en silencio. De repente todas las miradas se clavaron en ellos.
El emperador se despertó a regañadientes. Estaba hundido en el trono y parpadeaba con lentitud. El lama Phags-pa se encontraba a su lado con una expresión pétrea en el rostro.
Josseran respiró hondo.
—Me llamo Josseran Sarrazini —comenzó a decir—. He sido enviado por mi señor, Tomás Berard, gran maestre de los caballeros templarios en Acre, para traeros palabras de amistad y de felicidad.
Qubilay no pareció escuchar su discurso. Se había vuelto hacia el lama Phags-pa y le susurraba algo al oído.
Cuando Josseran terminó de hablar, el tangut se aclaró la garganta.
—El Hijo del Cielo desea saber por qué tienes una nariz tan grande.
Josseran se dio cuenta de que Sartaq lo miraba. Notó que contenía una sonrisa. Sin duda se estaba preguntando si tendría intenciones de cumplir con su amenaza de despanzurrar al siguiente tártaro que hiciera comentarios sobre su prominente nariz.
—Dile que entre mi propia gente no se la considera tan larga.
Otro intercambio de palabras susurrado.
—Entonces el Hijo del Cielo piensa que tenéis que ser gente de grandes narices. ¿Habéis traído regalos?
Josseran asintió con la cabeza en dirección a Guillermo, quien comprendió que aquél era el momento en que tenía que hacer su entrada en escena. Con aire reverente, extendió el misal y el salterio.
—Dile que éstos son regalos para ayudarlo en una nueva y gloriosa vida en Cristo —le dijo a Josseran. El mayordomo llevó los volúmenes sagrados al trono, donde Qubilay los examinó con la esmerada concentración del que ha bebido demasiado.
Abrió el salterio. Estaba precedido por veinticuatro páginas iluminadas sobre la vida de Jesucristo y volvió varias de las páginas que por unos instantes parecieron entretenerlo. Después dirigió su atención al misal que estaba ilustrado con figuras de santos de pie y de una Virgen sentada con el Niño, grabados al aguafuerte en azul y oro. Clavó un dedo en una de las ilustraciones, le hizo un comentario a su hechicero y luego hizo a un lado los libros sagrados con tanta indiferencia como si fueran huesos de pollo. El misal y el salterio cayeron al suelo de mármol. Josseran oyó el suspiro de Guillermo y comprendió que ni sus apariencias ni sus presentes habían causado muy buena impresión en el gran señor. Él tendría que salvar en lo posible la situación en que se encontraban.
—Tú eres aquél a quien Dios ha concedido gran poder en el mundo —dijo—. Lamentamos tener poco oro y plata para ofrecerte. El viaje desde el oeste ha sido largo y arduo, y pudimos traer pocos regalos. Lamentablemente perdimos los otros que te traíamos… —Estuvo a punto de añadir: «… cuando fuimos secuestrados por tus soldados», pero se corrigió—… perdimos los otros regalos a lo largo del camino.
Qubilay estaba confuso por el exceso de comida y de bebida y a punto de volver a dormirse. Se inclinó y murmuró una respuesta al tangut que estaba a su derecha. Josseran comprendía ese proceder del poder, un rey no se rebajaba a hablar directamente con suplicantes, incluso siendo embajadores de otro reino.
—Así como el sol disemina sus rayos, el poder del señor del cielo se extiende por todas partes —contestó el lama Phags-pa—, por lo tanto no tenemos ninguna necesidad de vuestro oro ni vuestra plata. El Hijo del Cielo te agradece tus pobres regalos y desea conocer el nombre de tu acompañante. También pregunta qué asunto os trae al Centro del Mundo.
—¿Y ahora qué dice? —susurró Guillermo junto al hombro de Josseran.
—Desea saber quiénes somos y por qué estamos aquí.
—Dile —indicó Guillermo—, dile que estoy en posesión de una bula papal. Es para presentarme a mí, Guillermo de Augsburgo, prelado de su santidad el Papa Alejandro IV a su corte. Me concede el derecho a establecer la Sagrada Iglesia Romana dentro de su Imperio y a envolverlo a él y a todos sus súbditos en el abrazo de Cristo, bajo la autoridad del Santo Padre.
Josseran tradujo las palabras de Guillermo pero omitió mencionar que Guillermo tenía que establecer la autoridad papal en Shang-tu. Pensó que era un poco prematuro.
Miró a su alrededor, los cuerpos de innumerables cortesanos se amontonaban en el suelo como cadáveres, algunos de ellos con vino saliéndoles por la boca. Extraño. En algún lugar, cerca de ellos, un tártaro dormido eructó. Otro comenzó a roncar, ahíto de bebida. Ninguno de los cortesanos les prestaba la menor atención.
—Dile que tiene que escuchar con mucha atención lo que tengo que decirle —decía Guillermo—, para que pueda seguir las instrucciones que le envía el Papa, que es el emisario de Dios en la tierra, y así llegar a reconocer a Jesucristo y adorar Su glorioso nombre.
Josseran se quedó mirándolo.
—¿Te has vuelto loco?
Guillermo mantuvo la mirada fija en Qubilay.
—Díselo.
«Estás loco —pensó Josseran—. Es una suerte que esté aquí para protegerte y que conozca los caminos de la diplomacia mejor que vosotros los clérigos».
—Damos gracias a Dios por haber llegado a salvo —le dijo Josseran a Qubilay—, y le rogamos a Nuestro Señor, cuyo nombre es Cristo, que conceda una vida larga y feliz al emperador.
Guillermo continuó hablando porque en ningún momento se le ocurrió que Josseran podía no haber traducido textualmente sus palabras.
—Y ahora dile que exigimos que ponga fin a la devastación de tierras cristianas y aconséjale que si no quiere el fuego eterno tendría que arrepentirse inmediatamente y prosternarse ante Jesucristo.
Josseran no creía lo que acababa de oír. Tras una década de tratar con clérigos en Ultramar, creía que ya conocía toda su arrogancia.
Volvió su atención hacia Qubilay.
—Gran Señor, nuestro rey nos ha enviado para sugerirte una alianza.
Por primera vez el emperador pareció salir de su estupor. Abrió los ojos y le susurró algo a su preceptor.
—El Hijo del Cielo desea saber más sobre la alianza de la que hablas —dijo el lama Phags-pa—. ¿Una alianza contra quién?
—Contra los sarracenos de occidente. Tu gran kan Hulagu considera que son un enemigo común que tiene con nosotros. Mi señor me pidió que viniera a ofrecerte una solemne alianza contra ellos.
Pareció que el emperador pensaba en la propuesta. «El momento tal vez sea propicio —pensó Josseran—. Si en realidad le disputan su trono, tiene que interesarle saber que sus fronteras occidentales están seguras antes de enviar contra ellas a aquel Hulagu».
Esperó largos minutos la meditada respuesta del emperador. Luego oyó un fuerte ronquido. El gobernante de gobernantes acababa de caer en el sueño de los borrachos.
—El Hijo del Cielo escucha tus palabras —dijo el lama Phags-pa—. Dice que las pensará y que volverá a hablar contigo.
Y así los despidieron.
Al salir de la sala de audiencias, Josseran notó que la regla que Sartaq les había recomendado en tono amenazador, de no pisar el umbral, no era una obligación que debían cumplir los guardias. Tal vez porque el gentío era incapaz de observarla. En realidad, el umbral estaba a casi treinta centímetros de altura y una serie de cortesanos no sólo lo pisaron sino que varios de ellos cayeron directamente en él, boca abajo, completamente borrachos.