«Una reunión impresionante», pensó Jutelún. Reconoció a muchos miembros de la Estirpe de Oro. Durchi, el biznieto de Gengis, y Jurumshi, el primo de Durchi, ambos montados con expresión severa sobre sus caballos y vestidos con toda la armadura, y allí estaban también los hijos de Mangu, Asutai y Ürüng Tash, y Alghu, el nieto de Chaghaday, a quien Ariq Böke acababa de ceder el kanato de Chaghaday. Y allí estaba Alandar, el general de Möngkö, que parecía temible con su armadura y su casco de grandes alas. Detrás de ellos había kanes de todos los grandes clanes situados al norte del Gobi, sus grandes pabellones se veían en toda la explanada y las sedas de oro y azul cielo eran un alboroto de colores que brillaban sobre el firmamento cada vez más bajo.
Sus guardias personales sacaron a Ariq Böke de la ciudad en una litera. Lucía una vestimenta blanca decorada con oro y en su cabeza un gorro de puro armiño forrado de piel. Le rodeaba una guardia de honor formada por sus mejores soldados. Tamborileros, montados en camellos, seguían la procesión tocando aires marciales. Banderas de seda, rojas, doradas y blancas, ondeaban al viento.
Al pasar, Ariq Böke vio a Jutelún montada en su caballo y alzó una mano para ordenar a la procesión que se detuviera mientras hablaba con ella.
—¡Jutelún! —bramó.
Ella desmontó y dobló tres veces la rodilla, como lo exigían las costumbres.
—¿Vuelves al valle de Fergana?
—Sí, gran kan.
—Lamentamos que te marches. —Golpeó con el pie izquierdo sobre el suelo de madera de la litera—. Le quitaste el fuego a nuestro pie. ¡Podemos montar de nuevo! Si permanecieras en Karakoram serías nuestro chamán.
Jutelún volvió a inclinar levemente la cabeza.
—Me honras, gran kan. Pero mi padre espera que vuelva. Y si decidiera quedarme, tus chamanes me envenenarían en menos de una semana.
—Lamentamos perderte. —Se inclinó sobre el borde de la litera—. Cuando vuelvas al valle de Fergana, dile a tu padre que voy al encuentro de Qubilay y que la Estirpe Dorada cabalga detrás de mí.
—Lo haré, gran kan.
—¡Volveré con mi hermano encadenado! —gritó, y dio la orden de continuar la marcha.
Ella observó a la procesión que se alejaba por la planicie; el ejército del gran kan de los mongoles estaba una vez más en camino hacia el este, como lo había hecho incontables veces en el pasado para luchar contra el eterno enemigo: China.
Pero en aquel momento, por primera vez, los tártaros lucharían contra uno de los suyos.