Para Jutelún, Karakoram fue a la vez una maravilla y una desilusión. Aquellos palacios de mármol y oro eran impresionantes y, sin embargo, se preguntaba si Gengis Kan habría aprobado que sus descendientes construyeran para sí palacios como los que él se pasó la vida destruyendo.
Mientras recorría la capital encontró señales de actividades inesperadas: se había cavado un canal a través de la planicie desde el río Orkhon y el agua se usaba para mover la rueda de un molino que proporcionaba fuerza a las calderas de los herreros. Pero notó que aquellos herreros no sólo fabricaban espadas y puntas de flechas, y ruedas para las máquinas de asedio, sino también picos, arados, azadones y hoces.
Con una dolorosa sacudida, comprendió que estaban cultivando la planicie. Los tártaros se estaban convirtiendo en labradores, lo que ellos siempre habían despreciado.
Pronto se le ocurrió que aunque Ariq Böke había criticado tanto a Qubilay, tampoco era como Gengis Kan. En el palacio había muchas comodidades que la asombraban y disgustaban. En el sótano se encontró con una caldera de ladrillos que llevaba aire caliente a todo el edificio por medio de tubos de piedra. De esta manera, durante la noche, todas las habitaciones del palacio estaban caldeadas. No cabía duda de que era sorprendente y un logro impresionante, pero ¿era ésa la manera en que vivía un jinete tártaro?
Y después estaba el árbol de plata que había visto a su llegada.
Gengis y los kanes de kanes que lo sucedieron habían hecho cautivos a muchos artesanos de las ciudades que conquistaron y los habían llevado consigo a Karakoram desde Persia, Catay y hasta desde la cristiandad. Entre ellos un maestro orfebre que capturaron dos décadas antes en las incursiones que hicieron en un lugar lejano llamado Hungría. A él se le encargó que construyera un árbol de plata para las fiestas que el gran kan celebraba. Lo habían concebido artísticamente con cuatro grifos de plata que rodeaban las ramas. Por cada uno salía una bebida distinta; por uno, vino de arroz; por otro, kumis negro; aguamiel por el tercero y por el cuarto salía vino tinto hecho de uvas. Debajo del árbol había una cripta en la que se ocultaba un hombre, un tubo subía de la cripta a un ángel de plata, que tenía una trompeta en la mano y estaba en lo más alto del árbol. Cuando alguna de las bebidas comenzaba a faltar, el hombre soplaba dentro del tubo y por la trompeta del ángel salía un sonido que alertaba a los sirvientes de la cocina, que se apresuraban a verter más bebida en las tinajas ocultas bajo el árbol.
De esta manera, la bebida nunca se acababa y nunca había una excusa para que un hombre permaneciera sobrio en una de las fiestas ofrecidas por el kan de kanes.
Eso en sí mismo era, sin duda, una maravilla y Jutelún no ponía ninguna objeción a que un hombre bebiera demasiado kumis. Los hombres siempre se habían emborrachado y posiblemente siempre lo harían. Pero ¿beber lo que surgía de árboles de plata? ¿Así los habían enseñado a vivir? La fuerza de un tártaro procedía de la estepa, del viento frío, de los amplios valles y de vivir día a día de cuajada y de nieve. En el Techo del Mundo no había palacios caldeados por calderas ni árboles de plata para alimentar la molicie.
Tal vez la sangre de Gengis Kan estuviera en las venas de aquel Arik Böke, pensó, pero dudaba que latiera en su corazón.
Por lo menos la aliviaba descubrir que los soldados del gran kan rehuían el palacio y con desdén situaban sus yurtas en la planicie. Pero aquella práctica también significaba que se había creado un muro entre el gran kan y su gente. Se preguntó qué habría pensado de ello Gengis Kan.
Ariq Böke estaba sentado en el trono de ébano, en lo alto de los escalones. A sus pies, ensangrentado, estaba el cadáver de un joven. Lo habían descuartizado poco antes y de la cavidad de su estómago todavía salía vapor. El gran kan tenía un pie dentro de la terrible herida abierta.
Jutelún fue escoltada al salón por un mayordomo y una vez allí se arrodilló ante el khaghan.
—Así que ésta es Jutelún —dijo él, refiriéndose a ella como si se tratara de una curiosidad que acabara de llevarle uno de sus chambelanes. Ella esperó, mirando el pálido cadáver—. Hemos oído hablar mucho de ti. —Lanzó un gruñido, tal vez de dolor y cambió de posición en el trono—. ¿Cómo está mi primo?
—Gran kan, mi padre cabalga como un joven y lucha con hombres que tienen la mitad de su edad.
—Recibimos muchos informes de su fuerza y sabiduría. —Jutelún sintió que la miraba fijamente. Se preguntó qué querría de ella—. Te hizo un gran honor al confiar a los embajadores bárbaros a tu cuidado.
«Y fracasé —pensó Jutelún—. ¿Por eso estoy aquí? ¿Me castigarán?».
—Háblame de ellos.
—¿De los bárbaros, gran kan? Uno es un hombre santo y enfermizo que no sabe hacer magia. El otro es un guerrero, un gigante con el pelo del color del fuego. Es fuerte y también inteligente. Había aprendido a hablar como una persona.
Le hizo una seña con la cabeza al mayordomo del kan, que se adelantó con los regalos que ella había salvado del caballo del cristiano.
Ariq Böke los examinó con cuidado, primero la espada que tenía piedras preciosas incrustadas y que Jutelún encontró en la arena después de la lucha. Ella todavía sentía un nudo en el estómago cuando la miraba. Rogaba que no hubieran herido a Josseran.
Luego el gran kan examinó el casco de malla, los guantes de cuero, el tintero de ébano y por fin los rubíes que descartó arrojándolos al suelo de mármol, con tanta indiferencia como un hombre que descarta unos granos de arroz.
—¿Eran cristianos?
Ella comprendió la naturaleza de la pregunta. Había oído comentar que Ariq Böke favorecía a los nestorianos.
—Amaban a Jesús y a los santos cristianos. Tenían una enorme estima por María. Pero también hablaban de alguien a quien llamaban el Papa que, según afirmaban, era el representante de Dios en la tierra y a quien debían obediencia.
—¿Él es su gran kan?
—No lo creo, gran kan. Por lo que alcancé a entender, el Papa no es un guerrero. Tuve la impresión de que más bien era un chamán.
Ariq Böke lanzó un gruñido, sin duda recordando que hasta el propio Gengis había tenido que ejecutar a un gran chamán para ganarse la supremacía sobre la tribu. Tal vez el rey bárbaro no hubiera sido tan sabio y había perdido el control completo de su clan, que habrían tomado los hombres santos.
—Me habría gustado conversar con esos bárbaros. No cabe duda de que tenemos mucho que aprender de ellos; sin duda, por eso mi hermano decidió arrancarlos de tu cuidado. —Volvió a cambiar de posición y fue evidente que estaba dolorido—. Sabes que pienso atacar a Qubilay.
Ella guardó silencio.
—Cuando avance contra mi hermano, ¿puedo contar con el apoyo de tu padre para proteger mi flanco?
El corazón de Jutelún aceleró sus latidos. Qaidu le había dado instrucciones de apoyar a Ariq Böke en el juriltay, pero no le había dado poder para concertar pactos militares, y menos con el kan de kanes. No cuando todo el imperio estaba en ebullición.
—Estoy segura de que protegerá su derecho a vivir como un tártaro por todos los medios.
El kan lanzó una carcajada.
—Una respuesta cuidadosa. Pero no contesta a mi pregunta.
—No puedo conocer la mente de mi padre, gran kan.
—Creo que la conoces bastante bien. Entonces, dime cómo crees que tendría que vivir un tártaro.
Jutelún sintió que el corazón le latía con dureza, casi dolorosamente dentro del pecho.
—Sobre la silla de un caballo y según el yassaq de Gengis Kan.
—Y mi hermano Qubilay. ¿Tu padre cree que vive como un verdadero tártaro?
—Como os he dicho, gran kan, no conozco el pensamiento de mi padre. Pero sé que ha hecho el voto de defender al verdadero kan de kanes, aquí, en Karakoram.
«Bueno, hasta cierto punto», se dijo.
Ariq Böke suspiró. Miró fijamente el cadáver que yacía a sus pies.
—Es para la gota —explicó, aunque ella no había hecho ningún comentario acerca de la situación, ni habría soñado con hacerlo—. Mis chamanes dicen que debo dejar el pie ahí hasta que el cuerpo se enfríe. —Dado que no la había invitado a hablar, ella no lo hizo—. Tuve que esperar hasta la luna llena. Han orado por mí y aseguran que esto me curará. —Al ver que ella seguía sin hablar, le gritó—: Dicen que tú eres curandera.
—Sí, gran kan. Dicen que tengo ese don.
—¿Y qué piensas de los remedios de mis chamanes?
«Esto es peligroso —pensó Jutelún—. Porque si los critico, ellos cuentan con las orejas del kan y yo sin duda perderé una de las mías por haberlos criticado».
—Si un remedio demuestra que es eficaz, quiere decir que es bueno.
Ariq Böke lanzó otra carcajada como cumplido ante su astucia.
—Desde luego. Y si no diera resultado, ¿podrías tú pensar en un remedio mejor?
—Si éste no te proporcionara alivio, gran kan, tal vez lo intentaría. Pero me temo que mis pobres trucos de chamán no sean tan espectaculares.
—¿Y qué pobres trucos de chamán empleas?
—Algunos dicen que se sienten mejor después de que he hecho un sacrificio a Tengri y he puesto mis manos sobre ellos. Por mí misma, no poseo la capacidad de curar, sólo repito lo que otros me dicen.
El gran kan se levantó jadeando de dolor y dio una patada al cadáver, que cayó del estrado. El cuerpo rodó por los escalones y acabó descansando en una postura antinatural sobre las alfombras que había al pie del trono.
—Entonces pon tu mano sobre mi pie izquierdo —gritó el gran kan—. En las tres últimas lunas llenas he metido mi pie dentro del cadáver de un hombre y el único alivio que he tenido es saber que eran soldados de mi hermano. —Ella notó que los chamanes se arrastraban fuera de la habitación como sombras—. Tengo que librarme de esta gota si quiero cabalgar contra mi hermano.
—Haré lo que pueda, gran kan —dijo ella—. Pero primero tengo que encontrarme con los espíritus.
—Y para eso, ¿qué necesitas?
—Mis tambores y mi mayal. Y luego humo de cáñamo o leche fuerte de yegua.
El kan se dejó caer en el trono.
—Haz lo que quieras. ¡Pero quítame este demonio de los dedos del pie!