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A finales de la primavera

del año de Nuestro Señor de 1260

Como si se arrastrara fuera de la tumba.

Josseran se esforzó por ir hacia la luz, con la cabeza palpitante de dolor. Ignoraba cuánto tiempo había estado inconsciente. Abrió los ojos y permaneció largo rato sin hablar, mirando fijamente el maravilloso paso de las estrellas que recorrían el cielo como cometas. Por fin rodó hacia un lado y vomitó. Oyó risas de hombres. Trató de pronunciar el nombre de Jutelún, pero tenía la boca seca como el polvo y no logró emitir ningún sonido.

Alguien se inclinaba sobre él y le echaba agua en la cara y en la boca.

Comenzó a recordar con lentitud; la repentina aparición de los jinetes tártaros con sus curiosas armaduras, el silbido mortal de las flechas, varios de los jinetes que lo rodeaban, el fuerte golpe que recibió en la nuca. Sin lugar a dudas no lo habían golpeado con el filo de la espada porque en tal caso estaría muerto. Tras golpearlo debieron de subirlo al lomo de un caballo y llevárselo. Sin embargo, no tenía las manos atadas ni había nadie a su lado con una espada. ¿Por qué?

Un rostro se impuso a su visión, una negra barba poco poblada y un bigote caído, un rostro al que la luz del fuego daba reflejos bronceados, un joven tártaro de boca fina y cruel y ojos de onza, atentos y castaños.

—¡Despierta, bárbaro! —Sintió el golpe de una bota en las costillas—. ¿Quieres dormir eternamente?

Josseran se sentó con lentitud y lanzó un quejido al volver a ser presa de la náusea.

El tártaro se agachó a su lado.

—¡Un golpe de nada en la cabeza y te quedas inconsciente como una mujer!

Josseran trató de darle un puñetazo al tártaro, que saltó hacia atrás, riendo. Josseran volvió a encontrarse boca abajo en la grava.

Los demás tártaros también reían.

—¡Así que te queda algo de ánimo! —gritó el joven tártaro—. ¡Eso es bueno!

—Por amor de Dios, no los hagas enfadar. Temo que nos maten.

Era la voz de Guillermo, ¡por amor de Dios!

Levantó la vista. Guillermo estaba indecorosamente sentado junto al fuego, con el rostro tan blanco como la tiza y con sangre seca pegada al pelo en la parte de atrás de la cabeza. Josseran se preguntó si también habrían apresado a los demás, pero si era así no había señales de ellos. «Si quisieran quitarnos la vida, ya lo habrían hecho». Pero ¿para qué explicarle esas cosas a un sacerdote?

Josseran volvió a erguirse haciendo un esfuerzo y miró a sus torturadores. Todos ellos lo rodeaban deseando echar una buena mirada a su presa. Y sonreían como lobos.

Josseran se volvió hacia Guillermo.

—¿Mataron… —Era un esfuerzo hablar. Tenía la sensación de que la lengua tenía el doble de su tamaño habitual—… mataron a nuestra escolta?

—No lo sé —contestó Guillermo, irritado—. Yo estaba medio muerto cuando me trajeron aquí. ¿Y qué importancia tiene? Averigua lo que estos bandidos quieren de nosotros. Diles que tengo un mensaje urgente del Papa para su kan.

—Estoy seguro… de que estarán… muy impresionados.

Un tártaro lo movió con la bota como si se tratara de algo que había encontrado muerto en el suelo.

—Es grande.

—Y también feo —dijo el joven cabecilla—. Mirad su nariz.

—Al próximo de vosotros…, bandidos de cara plana…, que hable mal de mi nariz… lo atravesaré con mi espada.

El joven tártaro sonrió.

—¡Bueno! Así que tú eres el que habla como una persona civilizada. Nos dijeron que había uno de vosotros que lo hacía. Yo no lo creí.

«Eso quiere decir que nos han estado espiando en el caravasar, —pensó Josseran—. Pero ¿espías de quién?».

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de nosotros?

—Me llamo Sartaq. Mis hermanos y yo somos soldados al servicio de Qubilay, señor del Cielo, soberano del Imperio del Centro, kan de Toda la Tierra. Y no queremos nada de vosotros. Sois vosotros los que queréis una audiencia con el kan de kanes. Nos han enviado para que os escoltemos hasta donde está él.

—Pero ya teníamos una… escolta. Vosotros los matasteis. Nos dirigíamos a ver al kan de kanes… cuando nos secuestraron.

Sartaq escupió en la arena, enfadado.

—Vuestra escolta estaba compuesta por traidores. Os llevaban a Karakoram. Lo único que encontraréis allí es al hermano del kan de kanes, Ariq Böke, un usurpador que no es tan hermoso como el trasero de un caballo. Si queréis hablar con el verdadero kan de kanes, debéis venir con nosotros a Shang-tu, a ver a Qubilay, emperador del Cielo.

—¿Qué están diciendo? —preguntó Guillermo.

—Parece que nos encontramos en una… guerra civil. Él afirma que hay dos reyes y que aquel Ariq Böke, de Karakoram, es un usurpador.

—Pero ¿qué quieren de nosotros?

Para Josseran era evidente que la visita de embajadores de otras tierras añadía legitimidad a la causa del trono del otro kan de kanes, Qubilay. Y si él se creía el verdadero kan, no desearía que su rival hiciera tratados con Papas extranjeros.

—Quieren llevarnos a ver al que ellos llaman el verdadero rey… lo llaman Qubilay y su capital es Shang-tu.

—¿Así que no tienen intenciones de matarnos?

—No, hermano Guillermo. Por ahora, por la Gloria del Cielo, estamos a salvo.

—¡El buen Señor nos sigue cuidando! Él guía nuestros pasos. Deberíamos tener más fe. —Sacó un objeto de las sombras y lo puso a la luz del fuego—. Todavía tenemos el salterio y la Biblia.

Apretó el patético bulto como si se tratara de una reliquia sagrada.

Pero Josseran no le contestó, pensaba en Jutelún. Cuando comenzó la lucha ella estaba a su lado. ¿Qué le habría pasado? ¿Habría sobrevivido a la batalla?

Sartaq se acuclilló a su lado.

—No os haremos daño. Lamento el golpe en la cabeza, pero sencillamente nos estábamos defendiendo. Luchas como un león.

—Prefiero la compañía de los otros.

Sartaq miró fijamente la noche.

—Si deseas encontrarlos, están allí fuera, en alguna parte del desierto. Pero tendrás que correr como el viento porque ya están muy lejos. Nuestros caballos son veloces y ellos sólo tienen camellos.

—Entonces ¿no los matasteis a todos?

—Mis órdenes sólo eran que debía capturaros a ti y a tu compañero.

—¿Algunos de ellos todavía viven?

Sartaq ladeó la cabeza.

—¿Te importa eso?

—La mujer. La mujer que dirigía la expedición. ¿Ha muerto?

Corrió un murmullo entre los tártaros. Por primera vez Sartaq pareció menos seguro de sí mismo.

—¡Me sorprendes, bárbaro!

—¿Qué le pasó?

—No vimos a ninguna mujer. Sólo a tártaros renegados. Bandidos de la estepa.

«Tienes que haberla visto —pensó Josseran—. Debes de haber sabido que estaba allí». O tal vez aquel Sartaq dijera la verdad. ¿Para qué iba a mentir? Detrás de la bufanda que cubría el rostro de Jutelún, podían ignorar que luchaban con una mujer, no con un hombre.

Rezaría por ella, rezaría para que estuviera viva y no mortalmente herida allí fuera, en alguna parte de la oscuridad.

«De manera que todo ha terminado —pensó—. Dios ha intervenido en el dilema». Nunca volvería a ver a aquella mujer, de manera que en aquel momento no le quedaba más remedio que cumplir con su deber hacia el gran maestre de los templarios y hacia su Dios. Entregaría el mensaje del Papa al kan de kanes y trataría de olvidar que había contemplado la posibilidad de traicionar su religión y a sus hermanos de guerra por una bruja salvaje.