15

Las primeras luces del sol fueron borrando las sombras del desierto y bañándolo con un resplandor dorado. En aquel momento la planicie era totalmente ocre, llena de suaves dunas; la arena encontraba de alguna manera el camino hasta los oídos y los ojos, y se pegaba a la ropa y a la piel, metiéndose incluso entre los dientes.

El gran desierto bostezaba ante ellos y los devoraba en el silencio solitario.

El sol se deslizaba por el cielo arrojando negras manchas de sombras sobre las dunas. Los camellos se arrodillaban en la arena, rugiendo, mientras un Solo Ojo y los tártaros les quitaban la carga. El roce de las cuerdas había lastimado el pecho de los animales, y las heridas estaban llenas de pus y de gusanos. «Con razón están de tan mal humor», pensó Josseran. Cada vez que le parecía que el viaje era demasiado cansado, comparaba lo que sufría él con lo que debían de sufrir aquellas pobres bestias y pensaba que mientras los camellos lograran soportarlo, él también lo soportaría.

Josseran y Guillermo se alejaron para recoger argol para el fuego. Josseran oyó un quejido y, al levantar la vista, vio que Guillermo se miraba una mano con expresión de asco. El argol que él encontró no estaba seco por el sol. En realidad, estaba muy fresco.

Un tártaro vio el error cometido por el fraile, lo señaló y rió. Los demás estallaron en carcajadas.

Guillermo se limpió la mano llena de excremento en el flanco de Satán. El camello protestó por el maltrato e intentó morderlo. Guillermo se alejó de él. Pero no había lugar alguno para una retirada digna, ninguna roca o árbol donde ocultarse, de manera que siguió caminando.

—Tráelo —le dijo Jutelún a Josseran—. Pronto será de noche. Se perderá en el desierto.

Josseran lo persiguió pero el sentido de la preservación de Guillermo era más agudo de lo que él creía. Se había detenido, todavía a la vista de los camellos y había caído de rodillas, con la cabeza baja.

—Mi Dios pide demasiado de mí —jadeó cuando Josseran se le acercó.

—No es más que un poco de alimento digerido, hermano Guillermo.

—No hablo de la bosta que tengo en las manos. Me atormenta el dolor de la espalda, mis partes privadas me arden, me duelen todos los huesos del cuerpo. ¿Cómo puedo soportar esto?

—Yo soy un caballero y un soldado. Es lo que se espera de mí.

Toda su expresión de luchador desapareció de su rostro.

—Me avergüenzas.

—Además —dijo Josseran—, la otra noche tuve una mujer. Es bueno para el ánimo.

Tal como Josseran sospechaba, era la medicina que el fraile necesitaba.

—¡Que Dios te perdone! —rezongó Guillermo, levantándose de un salto—. ¡No tienes vergüenza, templario! —Pasó junto a Josseran con una expresión de locura en los ojos—. ¡Está bien, herejes! —gritó mientras volvía a la caravana—. ¡Seguiré recogiendo bosta para vosotros! —Movía las manos por encima de la cabeza como un loco—. ¡Todos terminaremos enterrados en bosta!

Josseran se quedó mirándolo fijamente. ¡Pobre Guillermo! Pasaba toda su vida esperando milagros, la divina inspiración. No había aprendido que, a veces, el único secreto para soportar los tiempos difíciles era aguantar.

Era una ciudad gris y mísera, pero un paraíso en la tierra para los que habían pasado las últimas semanas viajando por el Takla Makan. Los corrales de los han estaban llenos. Los camellos descansaban sobre el vientre con las patas delanteras metidas debajo del cuerpo, mirando con desprecio a los humanos que los atormentaban y que todavía les estaban quitando la carga. Había algunos asnos, tal vez una docena de caballos, parte de una enorme caravana mahometana que viajaba hacia el oeste, con una carga de seda y té de Catay.

Mientras se alejaba de los corrales, Jutelún alcanzaba a ver los toldos de telas del bazar, oía los gritos de los buhoneros, notaba el olor de las especias y de las carnes que se estaban asando. El cristiano grandullón se dirigía hacia ella por la arena. Jutelún experimentó una momentánea vacilación. Sabía que los demás comentaban entre ellos que pasaba mucho tiempo con él. Después de todo ella era una princesa y una chamán, y su actitud juguetona y amistosa con aquel bárbaro provocaba resentimientos.

Pero al acercarse más, notó que él sujetaba algo debajo de su manto. Se detuvo y lo miró fijamente.

—Dijiste que querías ver uno de nuestros libros —dijo él.

Ella trató de no mostrar su excitación.

—¿Lo tienes contigo?

Sacó el salterio que ocultaba bajo su manto. Estaba encuadernado en cuero negro grueso con inscripciones de oro. Josseran lo abrió para mostrárselo.

—Para nosotros es un libro sagrado —dijo—. Está escrito en un idioma llamado latín. Estos versos son canciones que alaban a Dios.

Ella ya había visto tesoros parecidos, su padre poseía varios Coranes de los mahometanos. Se decía que Gengis Kan había convertido la noche en día cuando encendió con ellos una hoguera en las afueras de Bujara.

Ella cogió el salterio de manos de Josseran. El viaje lo había cubierto de polvo, pero aparte de eso se encontraba en perfecto estado. Lo abrió en un lugar no determinado y pasó el dedo por las páginas. Era una belleza. Algunas letras estaban iluminadas con bermellón y azul, y la caligrafía era muy precisa, como la alfarería de las mezquitas de Samarkanda pero sin su aspecto fluido. Había hermosos cuadros maravillosamente ejecutados que le recordaban las cuevas del desierto, a pesar de que aquellas imágenes no tenían la misma energía ni la misma alegría.

—¿Esto es para el gran kan? —preguntó ella.

—Guillermo tiene esperanzas de poder revelarle los misterios de nuestra religión.

—Tal vez te los debería revelar a ti. —Él la miró, inseguro del significado de sus palabras—. Te he observado —explicó ella—. No me parece que ames tu religión ni siquiera tanto como aman la suya los mahometanos. Sin embargo, luchas contra ellos y los llamas infieles. No te comprendo. No te comprendo en absoluto.

—Hay cosas en mí que yo no comprendo más que tú.

Lo observó durante un largo rato. Su gran nariz cristiana y sus ojos redondos le resultaban extraños; sin embargo, aquella extrañeza era también intrigante. Pero su modo de ser la afectaba más que sus características físicas. Era sin duda valiente, ella misma lo había podido comprobar a lo largo del viaje, y también era inteligente, rápido y fuerte. Además le atormentaba su propio espíritu y eso la seducía.

En la caverna había declarado que quería poseerla y a ella su deseo no le resultó desagradable. Pero que fuera su marido era una perspectiva tan fantástica, que lo asombroso era que pensara en ello.

Cerró el libro y se lo entregó.

—Gracias.

—Si pudiera, te enseñaría muchas cosas. En mis tierras hay cosas que te maravillarían.

—Me maravillan las estepas, las montañas y los ríos. Todo lo demás sólo me inspira curiosidad.

—Sin embargo… —empezó a decir él, pero no pudo terminar. Su conversación fue interrumpida por una conmoción que se acababa de producir en los corrales de los camellos. Guillermo había arrojado a Un Solo Ojo al suelo y revisaba su pobre atado de posesiones. Un Solo Ojo lo maldecía en turco. Trató de alejar a Guillermo a empujones y fue de nuevo arrojado al suelo.

Josseran se apresuró a acercarse.

—¡Guillermo! ¿Qué pasa?

¡Uno de estos tártaros me ha robado el salterio!

—Nadie te lo ha robado —dijo Josseran tendiéndole el libro.

Guillermo lo miró, estupefacto, y luego miró a Jutelún por encima del hombro de Josseran.

—¿Permitiste que la bruja lo profanara?

—No lo profanó. Quería comprender mejor los misterios de nuestra fe. Tal vez tengas en ella a una conversa.

Guillermo le arrancó el libro de las manos.

—¡Antes bautizaría al demonio! —exclamó. Agitó un dedo retorcido ante el rostro de Josseran—. ¡Responderás por esto!

—No cabe duda de que responderé por muchas cosas.

Guillermo dirigió una mirada de odio en dirección a Jutelún y se alejó.

Un Solo Ojo, todavía sentado en el suelo, lo miró partir.

—Ojalá te salgan granos del tamaño de sandías en las orejas —le gritó— y que tu gusano se convierta en un pollo y te coma los testículos a picotazos.

Josseran se volvió hacia Jutelún.

—Está ofendido. El salterio es sagrado para él.

—No es el salterio lo que lo ofende —contestó ella—. Tu chamán tiene mucho miedo a las mujeres. Yo puedo ver su debilidad y él lo sabe.

Josseran se sorprendió ante ese comentario.

—No teme a las mujeres. Sólo las desprecia. —Sonrió—. Hay una diferencia.

—¿Eso es lo que crees? —preguntó ella.

Josseran se encogió de hombros y se alejó. «¡Ah, pero te equivocas! —pensó Jutelún al verlo marcharse—. Tu hombre santo me teme a mí, lo mismo que teme a todas las mujeres». Había notado la fisura en el espíritu del sacerdote aquella primera noche en la yurta de Tekuday y, a pesar de que no lo vería, sabía que llegaría el día en que su debilidad lo destrozaría.