Se habían cumplido ya tres semanas desde que habían abandonado Kashgar. Todos los días recorrían unas siete u ocho leguas y pasaban las noches en la posada de alguna de las ciudades de los oasis o detrás de los muros de un caravasar. Pero una tarde Jutelún detuvo la caravana temprano, cerca de un grupo de álamos retorcidos y ordenó a los tártaros que prepararan todo para acampar allí, en el desierto abierto. No dio ninguna explicación por la orden que acababa de impartir.
—Deja el camello ensillado —le dijo a Josseran—. Quiero que vengas conmigo.
El camello de Josseran protestó cuando él volvió a tirar de la cuerda de la nariz, bramando ante la injusticia de tener que dejar a sus compañeros en el campamento. Josseran volvió a montar y siguió a Jutelún hacia el norte, por el desierto.
Avanzaron por un estrecho desfiladero, siguiendo el curso de un arroyo seco. Rojos acantilados se alzaban, a ambos lados, a cientos de metros. El suelo del valle estaba sembrado de restos de derrumbamientos. El suave suc-suc con que Jutelún alentaba a su camello resonaba en las paredes de roca, la única alteración de aquel silencio propio de una catedral. El calor era intenso, y el acantilado lo reflejaba como si se tratara de una caldera.
De repente, Josseran levantó la mirada y lo que vio le hizo contener el aliento. Por encima de su cabeza, el acantilado estaba lleno de cavernas y en la boca de cada una de ellas habían sido tallados en la roca grandes ídolos y relieves, algunos de la altura de dos o tres hombres. Eran como los ídolos de Borcan que había visto en Kuqa, pero allí parecían algo imposible, tallados en las paredes de roca viva treinta metros por encima de ellos.
Delicadas vestimentas de piedra, curtidas durante siglos, que se alzaban en el silencio sin viento del cañón.
—¡Por la sangre de todos los santos! —exclamó.
Jutelún había detenido su camello y miraba los acantilados.
—¿No es una maravilla?
—¿Es esto lo que querías que viera?
—Hay más —contestó ella. Saltó al suelo y maneó con rapidez las patas del camello. Josseran la imitó.
—¿Qué es este lugar? —le preguntó.
—Lo llaman el Valle de los Mil Budas —contestó—. Un monje llamado Lo Tsun llegó a este lugar y tuvo la visión de incontables Budas alzándose hacia el cielo en una nube de gloria. Dedicó el resto de su vida a convertir su visión en realidad.
—Es imposible que un solo hombre haya tallado todos estos ídolos.
—Antes había un monasterio budista en el extremo del valle. Los monjes que allí vivían dedicaron su vida a tallar estatuas.
—Pero ¿cómo las llevaban hasta allí? No hay manera de subir.
—Hay un camino, pero es escarpado y empinado. Ven.
Josseran la siguió mientras ella subía por las rocas. Se sentía torpe, un oso detrás de una gacela. Jutelún avanzaba con un ritmo constante y rápido, sin detenerse para recuperar el aliento, y sólo mirando de vez en cuando hacia atrás para asegurarse de que todavía la seguía. Él jadeaba tras ella. En determinado momento la vio con las piernas abiertas sobre un saliente de la roca, mirando hacia abajo y sonriendo; aquello lo exasperó tanto que atacó la cuesta con mayor decisión hasta que la cabeza comenzó a darle vueltas a causa de la fatiga. Pero a pesar de todo no logró alcanzarla.
Lo esperó en un saliente en lo alto del despeñadero. Una pátina de sudor en la frente era la única señal de su esfuerzo. Cuando él la alcanzó, cayó de rodillas, jadeando. Cuando la cabeza dejó de darle vueltas, levantó la vista para mirarla y vio en sus labios una lenta sonrisa burlona.
«¡Por todos los santos! —pensó—. La madre de esta muchacha debe de haber sido una cabra montesa».
—No me sorprende que no podáis vencer a los sarracenos —dijo ella.
—Los vencemos… bastante bien.
—Entonces ¿por qué necesitáis hacer un trato con nosotros? —La atrevida muchacha le estaba lanzando un señuelo—. No fue más que una subida corta —añadió Jutelún.
—Hace tres semanas… que me alimento… con derivados de la leche. Eso me ha quitado… toda la fuerza.
Mareado, miró el panorama que había debajo, los rojos acantilados del barranco, los picos nevados de las Montañas Celestiales, que se veían más allá del valle en medio de la neblina que el calor creaba por la tarde.
A su alrededor y por encima de su cabeza se encontraban las estatuas de los ídolos, algunas talladas en madera, otras en piedra. Algunos de los ídolos estaban tendidos y reclinados, con las cabezas apoyadas en las manos como huríes en un baño. Eran de un tamaño mucho mayor del que había calculado al mirarlos desde el valle. Adivinó que algunos de ellos tal vez tendrían una docena de pasos de alto.
Cuando volviera a Acre, nadie creería que había visto cosas así.
Se volvió a levantar.
—Por aquí —dijo ella, y lo condujo dentro de la cueva.
Dentro de la montaña se estaba muchísimo más fresco. Todos los ruidos se magnificaban, vacíos como la piedra que cae en la superficie quieta de un lago. Josseran olió el moho de los siglos.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que había gran cantidad de túneles que se alejaban de la entrada, como un panal en la roca. Algunos conducían a bóvedas lo suficientemente grandes para dar cabida a un hombre, otras eran del tamaño de la iglesia de su pueblo en el Languedoc y habían sido talladas en la roca, con techos truncos y abovedados.
Directamente ante la entrada había una plataforma rectangular con una gigantesca estatua de terracota de aquel Buda o Borcan, como lo llamaba Jutelún, sentado, con la mano derecha en alto e iluminado por un rayo de luz que penetraba a través de la entrada. Los lóbulos de sus orejas eran inusitadamente largos y casi le llegaban a los hombros, y sus ojos de pesados párpados miraban hacia abajo como los de una damisela recatada. Vestía una especie de toga y había sido elaboradamente pintado en ocres y aguamarinas.
Sus discípulos estaban situados en los nichos de roca que lo rodeaban, estatuas de terracota de la altura de un hombre y que en la oscuridad parecían tan llenos de vida que Josseran jadeó y llevó una mano a su espada.
—No son más que arcilla —murmuró Jutelún junto a su hombro y lo condujo a una de las cavernas que partían de la cámara principal.
Allí estaba aún más oscuro y Josseran tardó unos momentos en poder distinguir las formas del techo y de las paredes. Entonces miró a su alrededor con reverencia. Todas las paredes estaban llenas de pinturas, casi todas de aquel Borcan y de sus discípulos, con sonrisas de sátiros. Pero había una multitud de otras figuras, sus adoradores y ángeles, así como los retratos de reyes y de reinas en palacios refinados, de soldados que luchaban entre sí, de labradores en sus tierras. Frisos de pequeños espíritus con halos de fuego, diabólicos músicos con laúdes y flautas. Todos estaban elaboradamente pintados con tempera sobre una superficie de yeso, un fantástico mundo inferior de paisajes montañosos y de castillos fortificados, cielos parecidos a papel marmolado en los que se reunían truenos demoníacos, monstruos y huríes, todos ejecutados con las más finas pinceladas de negro, beis y verde.
—Es… infernal —susurró Josseran.
—Tú no lo comprendes.
—¿Esos monjes se regodean haciendo cosas como éstas?
—Los cuadros no son para regodearse sino para mostrar la futilidad del mundo —explicó ella—. El verdadero nombre de Borcan era Siddhartha. Nació siendo un gran príncipe, pero un día renunció a su vida fácil para convertirse en monje. Nos enseñó que todo es transitorio, que la felicidad y la juventud nunca pueden durar, que toda la vida es sufrimiento, que estamos atrapados en un círculo sin fin, naciendo y volviendo a nacer. Si se tiene una buena vida, la vida siguiente será mejor. Si se cometen maldades, en la vida siguiente se volverá como un pordiosero o tal vez como una bestia de carga. Sólo renunciando al deseo se puede escapar de esa rueda interminable y llegar al cielo.
—¿Renunciar al deseo? —repitió él, mirándola fijamente.
—Todos nuestros sufrimientos son los resultados de nuestros deseos de placer, o de poder. Mira —pasó un dedo por la pared—. Éste es Mara, el dios de la ilusión. Ataca a Buda con rocas ardiendo y con tempestades y lo tienta con oro, coronas y mujeres hermosas. Pero él sabe que todas esas cosas son ilusiones y se niega a ceder su naturaleza divina.
Josseran se sobresaltó. Tal como ella la explicaba, comprendió que la historia se parecía mucho a la Tentación de Cristo que él había leído en la Biblia. Entonces, no era idolatría ni glorificación del demonio. Era la misma verdad representada de una manera distinta.
«También es en lo que este viaje se ha convertido para mí —pensó—, el drama de mi propia tentación». La idea lo desconcertó. «Aquí afronto esta verdad acerca de mí mismo y de una religión que Guillermo me dice que es pagana e idólatra. Pero si estos budistas, como ella los llama, comprenden las mismas verdades que comprendemos nosotros, ¿por qué debemos despreciarlos?».
Y entonces lo golpeó una idea que estaba seguro de que jamás se le había ocurrido a Guillermo, que tal vez nunca se le habría ocurrido a ningún guerrero cristiano en Francia ni en Ultramar: «¿Y si estoy equivocado?
»Toda esta gente que vive aquí, en estas tierras extrañas y calurosas está tan segura de su fe como lo estoy yo de la mía. Todos creen que su Dios los llevará a la eternidad. Pero ¿si el equivocado fuera yo? Yo siempre he aceptado las palabras de los sacerdotes que dicen que somos los elegidos de Dios. ¿Y si mi religión no fuera más que un accidente de nacimiento en lugar de una convicción? ¿No estamos todos sujetos al nacimiento, y entonces no son todos nuestros principios y creencias meramente un accidente del destino?».
—Éste es Maitreya —dijo Jutelún; su voz era un susurro en la suave resonancia de la cueva—. Él es el Buda que vendrá. Aquí están Ananda y Kaspaya, los primeros discípulos de Borcan. Éste es un boddhisattva. Ha llegado a la perfección, pero ha retrasado su propia ascensión al nirvana para volver a la tierra y guiar a los espíritus inferiores. Él sabe que todos nuestros destinos están entrelazados y que el futuro de cada uno de nosotros depende del destino del otro.
—¿Por qué me has traído a este lugar? —preguntó Josseran de repente.
Ella volvió a fijar su atención en el caótico friso de imágenes. Pareció vacilar.
—No lo sé —contestó por fin—. Hasta ahora sólo había estado aquí una vez. Todavía era muy joven y me dirigía con mi padre a Karakoram. Él me lo enseñó. Yo lo recordé y pensé que de alguna manera… que de alguna manera lo comprenderías.
—Pero tú no crees en este ídolo, este Borcan. Tú eres mahometana.
—Soy tártara de nacimiento y mahometana por mi padre. Pero existen muchas religiones y cada una de ellas tiene sus propias verdades. ¿No te parece que esto es hermoso?
La miró en la oscuridad. «Ella cree que yo comprenderé». Entonces, igual que él, sentía algún lazo entre ellos, alguna indefinible simpatía. «Yo soy un noble y un templario, ella es una salvaje, una tártara que desconoce la amabilidad y la modestia de la mujer cristiana. Sin embargo, sí, tiene razón, existe un lazo entre nosotros».
—Por aquí —susurró ella.
Lo condujo a través de las otras cámaras. Algunas cavernas estaban cubiertas con monótonas repeticiones de retratos de Borcan, otras estaban adornadas con cuadros fantásticos del paraíso de los idólatras, con dioses extraños de ojos almendrados y sus sirvientes, reyes de dientes afilados de las regiones inferiores, pecadores que eran atormentados por el fuego. «Tan parecido a la visión que tiene de la otra vida nuestro buen fraile», pensó Josseran.
En la caverna siguiente, las imágenes bailaban y se unían. Josseran casi retrocedió al ver la representación de la unión de un hombre y una mujer, el pene erecto del macho, delicada y fielmente reproducido, su unión con la mujer, jubilosa y acrobática. La única luz de la caverna era la que se filtraba a través de los pasajes, y el sol de las últimas horas de la tarde arrojaba un aura dorada sobre el friso, que parecía dar vida al acto de amor de los ídolos.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¡El trabajo del demonio!
—El artista sólo pinta tu encuentro con la mujer y sus dos hijas.
—Es pecaminoso.
En medio de las sombras de la caverna, él no pudo ver la expresión de Jutelún, pero notó el reproche en su voz.
—Me dices que es pecaminoso y, sin embargo, hace dos noches te entregaste a esas mujeres sin mucha vacilación. Te aseguro que no comprendo lo que es ser cristiano.
—El sexo es el arma del demonio.
—Para tratarse de alguien que desprecia sus armas, haces una buena parte de su trabajo. —Se volvió hacia el friso—. Mira este cuadro. ¿Lo ves? El dios que con tanta desvergüenza emplea la herramienta del demonio es Shiva, el dios del destino personal. Cada uno de nosotros tiene un destino. Sin embargo, los seguidores de Borcan dicen que también tenemos una elección. —Pasó un dedo con suavidad sobre la superficie de la pintura—. ¿No habías pensado en nosotros dos, unidos de esta manera, como Shiva está unido con su esposa? ¿No has pensado en esto como tu destino? ¿Y como el mío?
La voz de Josseran se anudó en su garganta.
—Sabes que lo he pensado —consiguió decir por fin.
—Sin embargo, no te seré entregada en matrimonio, nunca podré serlo. ¿Eso no es un pecado para ti, cristiano?
—¿Por qué te burlas de mí?
Ella permaneció cerca del cuadro de quien llamaba Shiva, que montaba a su esposa como si se tratara de una yegua.
—Esta hambre destruye nuestro descanso y, sin embargo, no podemos liberarnos de ella. Tú y tu chamán decís que conocéis el camino mejor que nosotros los tártaros y, sin embargo, esta hambre te enloquece como atormenta la sed al hombre perdido en el desierto.
Josseran no le pudo contestar.
La luz se desvanecía. En la oscuridad él no alcanzaba a verle el rostro ni la expresión de los ojos.
Jutelún le puso una mano en el hombro.
—Ahora debemos marcharnos.
De repente, Josseran se sintió lleno de ira. Hasta entonces ninguna mujer había hablado así con él, desafiando sus creencias, las reglas que regían su vida. Las mujeres debían ser modestas, contenidas y protegidas. Aquella salvaje lo trataba con el desdén de una reina.
Primero le había hecho dudar de su religión. Después le hizo dudar de su mente. En aquel momento hasta le hacía dudar de su propio corazón.
Sin embargo, la respetaba por su fuerza, como respetaría al hombre que se negaba a ceder ante él en un combate. Sabía que si alguna vez la subyugaba, parte de él debería morir con ella. Ella era el canto de sirena de aquella parte de su alma que había mantenido oculta y secreta durante tanto tiempo, convencido de que pertenecía al demonio.
Jutelún estaba en el borde de la caverna, viéndolo luchar consigo mismo.
—Debemos marcharnos —repitió.
Las manos de Josseran colgaban inútiles a los lados de su cuerpo.
—Abandoné Acre para traer al fraile hasta donde estaba tu kan Hulagu. Creí que en el término de un mes volvería a estar dentro de los muros de la ciudad. No quería nada de esto.
—Cuando comenzamos un viaje, no sabemos adónde nos conducirá el camino. Podemos tropezar con obstáculos que nos obliguen a coger otros senderos. Es como pasan las cosas. Ven. Debemos irnos. Pronto estará oscuro.
La siguió hasta salir de la cueva. Fuera, el sol era una bola de cobre sobre las Montañas Celestiales, y el valle estaba en las sombras. Una luna fantasmal flotaba en un cielo de color exquisito. Él tendió la mano hacia ella y casi se sorprendió cuando su puño se cerró, vacío.
Siguió a Jutelún durante el descenso. Los ídolos mantendrían su vigilia solitaria en la montaña una noche más.