11

Como todas las casas de Gaochang, la del hombre estaba construida con adobe. En el centro de la habitación había un jang de ladrillos cubierto con alfombras de fieltro amarillas y rojas. Más alfombras colgaban de la pared. Un portal en arco conducía a un patio trasero, sombreado por un enrejado por el que trepaban parras.

La esposa estaba en el centro de la habitación y vestía una túnica de seda de tejido casero. Sus medias eran marrones y gruesas y un velo marrón le cubría el pelo. «Después de cinco años de abstinencia, me resultaría igual montar a mi caballo que montarla a ella», pensó Josseran sombríamente. Las hijas lo miraban con ojos como platos detrás de las faldas de la madre. Ambas usaban gorros de terciopelo, lo que la gente del lugar llamaba dopas, bordados con hilos de oro. Se habían puesto bonitos collares de vidrio azul, tenían trenzas hasta la altura de las caderas, y detrás de los velos sólo se alcanzaba a ver sus ojos pintados con jena.

La dueña de la casa vertió agua de un aguamanil y se lavó las manos tres veces, tal como lo exigía la costumbre. Le indicó a Josseran que él debía hacer lo mismo. Después le pidió que entrara.

—Alá envíe del cielo una legión de ángeles para que nos protejan —murmuró a las hijas—. ¡Mirad el tamaño que tiene! Si sus pies son una indicación, debemos orarle al dios misericordioso que ataque su miembro con alguna enfermedad que lo marchite o moriremos todas. ¡Y mirad esa nariz! ¡Es tan feo como un perro muerto y estoy segura de que debe de tener la conducta de un cerdo!

Josseran se quedó mirando fijamente a la mujer, mientras se preguntaba qué debía hacer. Ella le devolvía la mirada y abrió mucho los ojos cuando, de alguna manera, se dio cuenta del error que acababa de cometer.

—¿Qué has dicho? —preguntó Josseran con una súbita inspiración—. Mil disculpas. Me hirieron una vez en la cabeza y desde entonces mi oído no es tan bueno como antes.

—¿Hablas uigur? —preguntó la mujer, asustada.

—Conozco algunas palabras.

—Mi madre alabó tu espléndida barba y el color de fuego de tu pelo —dijo una de las hijas, riendo.

Josseran la miró y le dirigió una sonrisa.

—Gracias —le dijo a la madre—. Me siento honrado de haber sido invitado a una casa donde moran tres mujeres tan hermosas.

La mujer sonrió e inclinó la cabeza, pero en su rostro se pintaban a la vez el alivio y el temor.

—Mi señor es muy bondadoso —respondió—. Esta noche nuestra casa es tuya y nos honra tener un amo como tú.

Comieron dastarkan, una comida formal. Pusieron un paño en el suelo y las mujeres sirvieron fruta y el pan plano que llamaban nan. Josseran se sentó con las palmas de las manos hacia arriba y luego se las pasó por la cara con un movimiento descendente, como si se estuviera lavando la cara y le agradeciera a Alá la comida y le suplicara que bendijera a la familia. Las tres mujeres lo miraban, sorprendidas de que aquel bárbaro conociera el comportamiento de una persona civilizada.

Después le sirvieron vino blanco dulce y algo que él tradujo en una palabra: helados. Le ofrecieron este manjar en una jarra de terracota y observaron, con risas, que él se lo metía en la boca y pedía más.

Preguntó cómo hacían aquella maravilla, y la madre le explicó que era una mezcla de mantequilla y leche a la que ellas añadían vainilla para darle sabor. Luego almacenaban el producto en el sótano y lo mantenían frío envolviéndolo en hielo que iban a buscar a los glaciares distantes y que transportaban por la planicie durante los meses de invierno.

Después de servirse tres veces, Josseran se echó atrás, satisfecho. Ellas lo miraron y el silencio se prolongó.

Entonces, las hijas ya se habían quitado los velos y él notó que no eran desagradables a los ojos. Tenían caras redondas y alegres, con bonitas sonrisas y ojos juguetones. Por lo visto él les inspiraba tanta curiosidad como ellas a Josseran. Le miraban fijamente los pies y estallaban en risas, horrorizadas y excitadas al mismo tiempo. Él sabía lo que estaban pensando: algunas mujeres, sobre todo en Oriente, creían poder juzgar el tamaño de las partes privadas de un hombre por el tamaño de sus pies.

Él se movía, inquieto, avergonzado por aquella actitud desvergonzada de las mujeres.

Por fin la madre se levantó y le indicó que la siguiera. Atravesó el patio tras ella y entró en una casa de adobe separada, seguido por las hijas, todavía presas de un ataque de risa. Josseran se encontró en una habitación grande con una cisterna de agua oscura y tibia en el centro. La madre permaneció allí y esperó.

—¿Qué deseas? —le preguntó él.

—Quítate la ropa, por favor, señor —contestó ella.

Otro ataque de risa de las hijas.

Josseran negó con la cabeza. ¿Desnudarse delante de tres mujeres?

Pero la madre era insistente. Comenzó a tirarle del abrigo. Después de haber pasado casi un mes en el desierto, estaba rígido por la tierra y el polvo.

—Te la lavaré, señor. Pero antes te daremos un baño.

Josseran no tenía miedo de bañarse, como les pasaba a algunos de sus compatriotas. En Ultramar se bañaba a menudo, lo mismo que los mahometanos. Pero hacía a solas sus abluciones.

—Preferiría bañarme a solas —dijo.

—Esta noche eres el señor de la casa —respondió la mujer—. Es nuestro deber. Te bañaremos.

Josseran vaciló. Pero por fin cedió.

—Si es lo que deseas…

Se quitó el abrigo y los pantalones que le llegaban hasta la rodilla y las tres mujeres lo señalaron jadeantes.

Él les dirigió una sonrisa avergonzada.

—Entre mi propia gente —explicó— no se la tiene por demasiado larga ni gruesa. Pero me halaga que vosotras lo consideréis así.

Lo pusieron de pie sobre las baldosas mientras sacaban agua de la cisterna con recipientes de madera. Le quitaron el polvo que tenía en el pelo y en el cuerpo, mientras cloqueaban y reían como gallinas. Le tiraron del pelo que le crecía en el pecho y en el vientre, mientras empujaban y palpaban las distintas partes de su cuerpo como si se tratara de un camello en un bazar. Parecía que les repugnaba y les fascinaba por igual.

Después lo secaron y la madre le entregó una larga túnica que probablemente era de su marido.

Cuando volvieron a la casa ya había caído el sol. La madre encendió una lámpara de aceite.

—Por aquí —le indicó, y lo guió hacia lo que sin duda eran los dormitorios. Las dos jóvenes lo sentaron en la cama y se produjo un largo silencio durante el que nadie se movió ni habló.

—¿Pensáis quedaros todas? —preguntó él en voz alta.

—Tú eres el señor —contestó la madre—. Eres tú quien lo debe decidir.

Josseran vaciló. Pero tal vez la madre leyó la expresión de sus ojos, o quizá había habido demasiados visitantes que habían aceptado la hospitalidad de su marido, demasiadas bendiciones por parte de los dioses, porque ella se levantó con rapidez y puso la lámpara en un nicho de la pared.

—Te desearé que pases una buena noche, mi señor —dijo—. Que descanses bien.

Y salió cerrando una cortina para tapar la puerta.

Josseran miró a las muchachas. Ya no reían.

La primera, la más joven, se levantó y se quitó la larga túnica. Él la miró fascinado. Bajo la suave luz amarillenta de la lámpara parecía frágil como una porcelana, sus pechos no eran más que capullos, por lo menos comparados con los de las prostitutas de Génova y de Antioquía. No tenía pelo en ninguna parte del cuerpo, con excepción de la cabeza.

La hermana era igual, sólo que algo más rellena. Sintió que se excitaba. Volvió a oír la voz de Catherine que le susurraba desde las sombras: «Olvídate de todo, Josseran, esta noche olvídate de todo, salvo de mí».

Las dos muchachas se tendieron en la cama a su lado. Ambas parecían algo asustadas.

La mayor se obligó a abrir la túnica de Josseran.

—Mi señor es poderoso —susurró, y la menor volvió a lanzar una serie de risas.

Él alargó una mano y le pasó los dedos por la espalda. Su piel era del color del alabastro.

—No debéis temer. Seré cuidadoso.

Sin embargo, seguía vacilando. «Estas muchachas apenas tienen la edad suficiente para ser llamadas mujeres —pensó—. No estoy seguro de poder hacer esto».

Alcanzaba a oír el ruido de su propia respiración.

De repente, la cortina se abrió y la dueña de casa entró como una tromba en la habitación, riendo. Estaba desnuda. Se arrojó sobre él con un abandono que le habría resultado chocante si no hubiera pasado tanto tiempo en los prostíbulos de Génova después de salir de Francia.

Ella le rodeó el cuerpo con los muslos y lo hizo rodar hasta quedar debajo de él. Se unieron con violencia. Sin duda ella había hecho antes esa clase de cosas.

Josseran notó que las dos jóvenes los observaban, como en un trance. Para su eterna vergüenza descubrió que aquello en nada estropeaba su comportamiento.

Los santos y los ángeles que los atendían, cuyas figuras, señaladas por gruesos trazos negros y dorados de pincel, cubrían las paredes y columnas de la gran iglesia, estaban en la sombra. Iconos de la Virgen parpadeaban en el brillo de múltiples velas mientras una anciana de rostro moreno y sin dientes vertía aceite dentro de las lámparas puestas en los nichos alrededor de las paredes de adobe.

El coro de niños de la galería empezó una canción en falsete, mientras los monaguillos caminaban solemnemente hacia el altar con sus vestiduras violeta. Mientras el dulce humo del incienso se alzaba de los incensarios de cobre, el sacerdote de negra barba abrió los brazos en oración.

—Nestorianos —susurró Guillermo, muy pálido, en la parte trasera de la iglesia.

Nestorio había sido arzobispo de Constantinopla ochocientos años antes. Sus puntos de vista heréticos —entre otras falsas creencias se negó a aceptar al Papa como su cabeza espiritual— los aislaron a él y a sus seguidores del resto del mundo cristiano y su secta se vio forzada a huir a Persia. Aún sobrevivían allí, y mantenían una buena relación con los mahometanos. Para su disgusto, Guillermo había visto iglesias nestorianas en Merv y en Bujara.

En aquel momento parecía que habían extendido su doctrina mucho más hacia el este de lo que nadie en la Iglesia suponía. Rubroek informaba de que había iglesias nestorianas en Karakoram y la bruja tártara apoyó aquella versión. Y en aquel momento estaban en Catay.

En ese caso, por lo menos, pensó Guillermo, los tártaros no eran ajenos a la palabra de Cristo. Era un consuelo. Lo único necesario sería llevar aquellos sacerdotes nestorianos renegados al dominio del Papa y tendrían un baluarte entre las hordas endiabladas de los tártaros.

El sacerdote besó la tapa labrada en oro del Evangelio y leyó la liturgia en un idioma desconocido para Guillermo, que tuvo la impresión de que no era tártaro ni árabe. Luego envolvió un paño escarlata alrededor del cáliz de plata y hundió en el vino la cuchara eucarística también de plata para administrar la sangre de Cristo a su congregación.

Guillermo observaba, las manos convertidas en puños a sus lados. Ser testigo de tal herejía y estar imposibilitado de impedirla le dolía en el alma. ¿Cómo era posible que un hombre ofreciera el cuerpo y la sangre de Cristo sin la sanción del vicario de Dios? Era una corrupción de todo lo santo y sagrado.

Sin embargo, la presencia de aquella iglesia tan lejos, dentro de Tartaria, era una fuente de esperanza, aunque no de alegría. Mientras el templario fornicaba, él, por lo menos, había encontrado un propósito en la búsqueda.