El hombre estaba junto a los rediles de los camellos, con la cabeza inclinada de forma servil, entregado a una profunda conversación con Jutelún. Un Solo Ojo y algunos de los tártaros lo rodeaban, sonriendo como idiotas. Josseran se les acercó, seguido por Guillermo.
—¿Querías verme? —le preguntó Josseran a Jutelún.
—Este hombre quiere hablar contigo.
—¿Qué quiere de mí?
—Cree que, debido a que viajas para visitar al kan de kanes, debes ser un hombre rico.
—¿Es un mendigo?
—Te ha invitado a pasar la noche en su casa.
—Aquí el lugar es bastante cómodo.
—Eso no es lo que él quiere decir. Te está invitando a que tomes posesión de su casa, con todo lo que eso implica. —Josseran miró a su alrededor. La sonrisa de los tártaros era cada vez más amplia—. Él se mudará y por esta noche tú serás el dueño de la casa. Dice que tiene una esposa y dos hijas hermosas y que son tuyas para que hagas con ellas lo que se te antoje. —Lo dijo con rostro inexpresivo, nada en sus ojos le dio a Josseran una pista de lo que ella pensaba—. Pero espera que le pagues el servicio.
Josseran la miró fijamente y luego al hombre.
—¿Qué te pasa, cristiano? ¿Nunca te has acoplado con nada que no sea tu propia mano? —le preguntó Un Solo Ojo, y los tártaros estallaron en risas.
—Sin duda no debe ser algo decoroso —dijo Josseran.
—Aquí lo consideran un honor —contestó Jutelún—. Creen que les trae una bendición de sus dioses.
—¿Qué pasa aquí? —gritó Guillermo, frustrado al no entender una palabra de lo que se decía.
—Me ofrecen… una mujer… para esta noche.
—¿Una prostituta? —gritó Guillermo.
—No, no se trata de una prostituta, sino de la esposa de este hombre.
—¿Su esposa? ¿Su esposa es una prostituta?
Josseran estuvo a punto de decir «Sí, y sus hijas también», pero se contuvo. Guillermo parecía al borde de un ataque de apoplejía.
—La habrás rechazado, naturalmente.
Pero Josseran todavía no había decidido rechazarla. «Cinco años sin una mujer —pensó—, cinco años de penitencia y de castidad no han hecho nada por mi alma. Sin embargo, incluso ahora, ¿estoy dispuesto a romper mis votos con la orden? O tal vez ya haya terminado de cumplir mis votos».
Trató de calcular en qué mes se encontraban. Estaban cerca de la fiesta de Pentecostés. Según sus cálculos sus cinco años de servicio ya se habían terminado, sus votos estaban cumplidos y era de nuevo un hombre libre. Su libertad ante Dios era, tal vez, otro asunto, pero si ya había caído en el pecado, ¿qué importancia tenía otro?
«Puedo volver a pecar —pensó—, y mañana me confesaré con el sacerdote».
—¡Te negarás! —susurró Guillermo—. Hemos emprendido una misión santa, encargada por el Papa. ¡Esto no lo toleraré!
La declaración del fraile aclaró la mente de Josseran.
—Tú estás en una misión santa por encargo del Papa. Yo no soy más que un hombre, de carne y hueso, eso es todo. —Se volvió a mirar al uigur, que esperaba con paciencia una respuesta a su ofrecimiento. Josseran lo observó detenidamente. Tenía el abrigo rasgado, las botas polvorientas y con las suelas agujereadas. Su piel era olivácea y sus dientes estaban en mal estado. Había mechones de pelo en su barbilla, que podían haber sido la barba de un joven. Algo nada prometedor.
—Es salaam aleikum —dijo el hombre en árabe y quedó encantado cuando Josseran le respondió tal como le habían enseñado en Ultramar:
—Wa aleikum es salaam.
—¿Te gustaría ser mi huésped, señor?
Josseran vaciló.
—¿Tu esposa es hermosa? —preguntó.
El hombre asintió con la cabeza con aire dadivoso.
—Según la voluntad de Dios.
«Una respuesta sincera», pensó Josseran.
Guillermo echó atrás los hombros.
—Debes permanecer aquí en el palacio. ¡Te prohíbo que hagas eso!
—No puedes prohibirme nada. ¡Me quedaré donde tenga ganas de quedarme, dormiré donde tenga ganas de dormir!
—¡Que Dios se apiade de tu alma! —dijo Guillermo. Y se alejó.
Un Solo Ojo miró a Josseran, intrigado.
—¿No le gustan las mujeres?
Josseran negó con la cabeza.
—Se abstiene de todo placer de la carne.
Eso pareció dejar estupefacto a Un Solo Ojo.
—¿Ni siquiera…, ya sabes…, la oveja ocasional?
Josseran casi sonrió ante aquellas palabras. Volvió a preguntarse en qué peligrosa actividad habría perdido un ojo aquel hombre.
—No rechazarás la hospitalidad de este hombre —insistió Un Solo Ojo—. Está ansioso por ganar el favor de sus dioses.
Josseran vaciló dirigiendo una rápida mirada a Jutelún, la cual significativamente miró hacia otro lado. ¡Diablos! ¿Tenía sentido que él se empobreciera buscando riquezas que nunca obtendría?
«Bueno, no es más que un hombre», pensó Jutelún mientras volvía a sus aposentos. ¿Qué importancia tenía? Su propio padre tenía un harén, el gran kan en Karakoram tenía cien mujeres a su disposición, por lo menos eso era lo que le habían dicho. Además, aquel Joss-ran no era más que un mensajero de un país bárbaro, ¿por qué iba a importarle dónde pasaba sus noches, qué yeguas montaba?
Sin embargo, aquel hombre la inquietaba. Antes de que él llegara a las estepas, su destino era claro, había decidido postergarlo todos los inviernos posibles, pero sabía que algún día se debía casar con algún kan fuerte y adecuado de otro clan y tener hijos suyos, con lo cual el clan y su padre se fortalecerían.
Pero aquel cristiano la había inquietado y la hizo dudar de la sabiduría de aquella decisión. No estaba segura del motivo. ¿Sin duda no se enamoraría de un bárbaro? La sola idea le resultaba repugnante. Su vida estaba en la estepa, con un jefe tártaro como ella; allí criaría a sus hijos en el espíritu del viento, de los prados y del Eterno Cielo Azul.
Sin embargo, mientras volvía al palacio, maldijo al uigur y a toda su familia. Esperaba que la mujer tuviera la cara de un camello y que las hijas olieran como cabras.
Aquella noche el darughachi había organizado una fiesta en honor de sus invitados, pero Jutelún no apareció. Cuando enviaron a uno de sus oficiales a sus aposentos a buscarla, ella lo echó de la habitación con un puntapié. Cuando el hombre pegaba un portazo a sus espaldas oyó que el cuchillo de Jutelún se clavaba en la madera a pocos centímetros de su cara. Huyó.
Después Jutelún permaneció sentada mientras las sombras se deslizaban por el suelo. Bebió tres cuencos de kumis y se quedó dormida en el suelo, de muy mal humor.