8

Para atravesar el desierto, Un Solo Ojo ató la cuerda de la nariz de cada camello a la silla del siguiente, de manera que todos los camellos avanzaban en fila. El último tenía una campana en el cogote. Un Solo Ojo sabía que si no oía la campana, significaba que uno o varios camellos se habían soltado. Josseran pronto se acostumbró al suave y tintineante sonido de la campana, junto con el ruido rítmico del paso de los camellos sobre la arena dura, el rumor somnoliento de las cuerdas y el susurrante suc-suc del camellero, que iba penosamente delante de los camellos, guiándolos.

El viento caliente los secaba. Josseran ya no sentía sus labios, hinchados y cubiertos por una costra de piel rajada. No tenían agua para lavarse, cosa que carecía de importancia porque el aire seco impedía que todo sudor mojara la piel. Josseran pensó que hasta Guillermo había perdido su mal olor.

Allí la única vegetación que sobrevivía era la de los tamariscos espinosos. El viento había curtido el terreno que los rodeaba, dejándolos expuestos y convertidos en grupos morados, secos y casi muertos. Pero incluso en los lugares más desolados, rebaños de cabras salvajes pastaban en ellos, arrancando sustancia a aquella tierra endemoniada.

El calor que se levantaba del desierto creaba fantasmas en el horizonte, los espectros de árboles y de castillos. Por la tarde, cuando tenían los ojos cansados y las gargantas resecas, Josseran imaginaba lagos y ríos y tenía que hacer un esfuerzo para recordar que no eran reales.

Cada día comenzaba al amanecer, cuando Un Solo Ojo se levantaba en silencio y extendía su alfombra de oraciones en dirección a La Meca. Entonces llevaba a cabo el ritmo sinuoso de sus oraciones, se arrodillaba, se inclinaba y se prosternaba en el suelo, con las palmas de las manos hacia arriba en señal de súplica a su dios.

Después, todavía somnoliento y desgreñado, llevaba a los camellos hacia la carga. Dando un tirón a las cuerdas de sus cabezas, los obligaba a arrodillarse y dos de los tártaros ponían la carga en las sillas de madera, entre ambas jorobas. Ataban las cuerdas de cáñamo debajo del pecho de las bestias, a pesar de sus rugidos de furia y de protesta, a los que no prestaban la menor atención. Entonces, con un cielo anaranjado al este y con las gélidas estrellas todavía brillando en el cielo, la caravana volvía a ponerse en marcha hacia el amanecer del desierto.

A veces, Josseran soñaba que se balanceaba en la gran silla de madera y que despertaba en la oscuridad. Otros días despertaba de repente y se encontraba de nuevo en el lomo del camello sin recordar haberlo montado.

La dieta magra de los tártaros lo había debilitado, quitándole fuerzas y entusiasmo. Se balanceaba interminablemente hacia atrás y hacia delante en el lomo del camello, con la columna vertebral clamando por un descanso y deseando desde el alba que llegara la noche. Tenía la sensación de que siempre avanzaban hacia un horizonte interminable y la monotonía del viaje le iba creando un sordo e indefinido dolor físico. Cerraba los ojos para protegerlos del doloroso resplandor del desierto, se cubría la cara para protegerla del viento caliente. Entretanto cualquier conversación languidecía por el aburrimiento y la fatiga.

Había momentos en que temía por su propia cordura. El cielo interminable y el desierto gris, monótono y sin rasgos característicos parecían fundirse. No había un lugar en el que pudiera fijar los ojos y ya no podía confiar en sus sentidos. Imaginaba montañas a lo lejos sólo para comprender, unos pasos más adelante, que no se trataba más que de un puñado de piedras.

Después de varias semanas llegó a un punto en que ya no podía imaginar nada más allá de la propia resistencia. Se había convertido en un ser tan tonto y resignado como los camellos.

Por su experiencia como soldado, Josseran sabía que para poder soportar una larga marcha el cuerpo necesitaba algo en lo que la mente pudiera pensar, poder enfocar la mente en algo aparte del sufrimiento físico y la interminable monotonía del viaje. Trató de concentrar sus pensamientos en un poema, de recordar las canciones de los juglares en las plazas de mercado de Carcasona y de Tolosa, trató de recitar salmos y de rezar padrenuestros. Pero de alguna manera, el calor le robaba la capacidad de fijar la atención en una actividad mental tan sencilla. Sus pensamientos giraban de forma errática, entraban y salían de su mente como golondrinas en las arcadas de una galería. Hasta perdió el apetito, lo que, teniendo en cuenta las magras raciones de requesón aguado, tal vez fuera una bendición.

La sed y el calor los consumían, día tras día. De vez en cuando llegaban a un pozo poco profundo de barro y juncos, a algunas charcas de agua salobre y nauseabunda en cuya superficie flotaban los insectos y en cuyas verdes sombras se movían figuras oscuras. Los tártaros volvían a llenar alegremente sus botellas de agua con aquella especie de sopa de fuerte sabor.

Fuera, las tolvaneras bailaban y giraban como espectros.

Una noche, cuando acamparon en la planicie del gebi, Jutelún lo vio mirándolas con atención.

—Espíritus del diablo —dijo.

—Siempre hay un par de ellas dando vueltas en direcciones opuestas —murmuró él.

—Los uigures cuentan una historia acerca de ellos. Dicen que son los espíritus de dos amantes de distintos clanes a quienes no se les permitió casarse debido a un pleito que había entre ambas tribus. Incapaces de soportar la idea de vivir separados, corrieron hacia el desierto para estar juntos y murieron en la arena. Pero sus espíritus siguieron viviendo y ahora pasan los días bailando y corriendo por las colinas.

—¿Así que ahora son libres?

—Sí —contestó ella—. Si crees en la leyenda, ahora son libres.

A medida que avanzaban, los días eran más calurosos. Algunas veces, cuando las largas tardes se convertían en algo casi intolerable, Josseran se descubría buscando a los diablos del polvo y, cuando los veía, le parecía que su presencia en el horizonte era, de alguna manera, un consuelo.

Las ciudades de los oasis producían una gran impresión cuando aparecían recortándose sobre el cielo gris. Iban montados en sus camellos, con los labios agrietados por el calor y los ojos entrecerrados para protegerse del reflejo del sol y distinguir el horizonte plano. Y de repente, aparecía un estrecho borde verde, los árboles se reunían junto a un lago, pero a los pocos minutos todo desaparecía en la neblina. A lo largo de la tarde interminable, de vez en cuando vislumbraban el tentador espectro, aunque nunca parecía más cercano. El lago por fin se convertía en un espejismo creado por las tormentas de arena o por la neblina de la tarde, pero los árboles eran reales, delgados álamos que se teñían de oro y de verde a la luz del atardecer. Y de repente, marchaban por una avenida sombreada, pasaban junto a campos sembrados de trigo y de melones, y junto a jardines protegidos por un muro.

Siempre habían tenido la impresión de que todos los habitantes del pueblo salían a presenciar su llegada, los labradores de barba gris, las mujeres con sus recién nacidos colgando de la espalda, niños desnudos que gritaban y corrían por las zanjas fangosas. Entonces los asaltaba, con el olor del polvo, la ilusión de la higiene y de la fruta madura.

Josseran se sentía de nuevo transportado a Ultramar, donde hombres de barba blanca en carros tirados por burros recorrían al trote caminos flanqueados por álamos. Mezquitas con sus mosaicos azules y verdes resplandeciendo al sol. Detrás de los muros de adobe de las ciudades, volvía a estar en las calles de los sarracenos, con sus callejuelas zigzagueantes, sus patios oscuros y sus arcadas de madera.

Pero en una ciudad llamada Kuqa encontraron pruebas de una nueva religión.

Habían atravesado un desierto de grava sembrado de montículos y de sarcófagos de arcilla. Al llegar a Kuqa vieron a ambos lados del camino dos gigantescos ídolos de piedra que parecían centinelas. Las estatuas eran idénticas, dioses con las mismas sonrisas benignas, cada uno de ellos con la mano derecha alzada en un ademán de bendición. La erosión causada por el viento y la arena había añadido curvas suaves a sus anchas mejillas.

Los camellos pasaron bajo la sombra de las grandes estatuas y Josseran contuvo un escalofrío. Se preguntó qué nueva obra del demonio encontrarían detrás.

—Su nombre es Borcan —le dijo Jutelún aquella noche mientras permanecían sentados junto al fuego en el patio del caravasar.

—¿Es un dios?

—Es muy parecido a un dios. En algunos lugares se lo venera como un profeta tan grande como el propio Mahoma.

—No comprendo —dijo Josseran—. Vosotros aquí domináis, ¿y permitís que esta gente levante sus ídolos?

—Por supuesto.

—Pero estas tierras pertenecen a los tártaros.

—Sin duda. Los señores del desierto pagan tributo a la regente de Bujara. Ella es mahometana, igual que nosotros.

—¿Y vosotros les permitís mantener a sus dioses?

—Borcan es débil. Si fuera más fuerte que Alá o más fuerte que Tengri, el Espíritu del Cielo Azul, no habríamos podido vencerlos en la guerra. Así que permitimos que mantengan a sus dioses. Es mejor para nosotros.

Ese razonamiento dejó perplejo a Josseran. Era impensable que Roma permitiera que cualquier religión floreciera donde ellos ejercían el dominio. Recordó la manera en que el Papa Inocencio III había ordenado una cruzada contra los cátaros en su propia tierra, en el Languedoc. A pesar de que los cátaros seguían las enseñanzas de Cristo, se habían negado a reconocer al Papa y la liturgia de Roma; por este motivo, el pontífice los llamó «peor que sarracenos» y ordenó que fueran aniquilados.

El Papa concedió el perdón de los pecados a todos los que respondieran a su llamada, y los barones del norte de Francia y del territorio germano que emprendieron aquella sagrada cruzada comenzaron su tarea con gran entusiasmo. No fueron más que saqueos y pillajes, sancionados por la Iglesia. Domingo de Guzmán y sus dominicos estuvieron al frente de cada matanza.

En aquella época su padre era un muchacho, pero Josseran le recordaba contando con horror que había visto morir hombres, mujeres y niños dentro de una iglesia en Béziers. En realidad, muchas de las ciudades seguían estando en ruinas cuarenta o cincuenta años después y los campos de los cátaros todavía seguían en barbecho junto a aldeas deshabitadas.

Pero allí estaban aquellos demonios, como los denominaba Guillermo, que deseaban obtener poder sólo sobre la tierra y no sobre la mente de los hombres, y Josseran consideraba que ésa era una actitud civilizada. «Hay algunas cosas —pensó— que nosotros, los nobles cristianos, podríamos aprender de estos bárbaros».

Pero había otras creencias que le resultaba más difícil aceptar. Habían acampado dos días más allá de Kuqa cuando ocurrió.

Josseran vio caer el camello, alcanzó a vislumbrar la cola de la serpiente que se deslizaba para ocultarse entre las rocas. Sus peores temores pronto se hicieron realidad. El camello cayó de rodillas y echó la cabeza hacia atrás de tal manera que tocaba su primera joroba; tenía la boca abierta en dirección al cielo. Los ruidos que hizo mientras moría, un gruñido desde lo más profundo del pecho, retorcieron las entrañas de Josseran.

Desenvainó la espada.

—¿Qué vas a hacer? —le gritó Un Solo Ojo mientras corría hacia él, la túnica flameando al viento, el único ojo sano mirándolo con horror.

—Le ha mordido una víbora. Voy a librar a esta pobre bestia del sufrimiento.

—¡No puedes! —exclamó Jutelún, reuniéndose con el pequeño camellero.

—Pero es un acto de misericordia.

—No se puede matar a un camello. Su alma nos traerá mala suerte. Debemos esperar y ver si muere.

—¡Claro que morirá! ¡La picadura de una víbora es mortal! ¿Verdad?

—A pesar de todo debemos esperar —respondió ella.

Así que Josseran permaneció a un lado, junto a Jutelún y al camellero. Tardó largos minutos, pero por fin el camello bramó por última vez y cayó. Tras dar varias patadas convulsivas al aire se quedó inmóvil.

—¿Has visto? —le dijo Josseran a Jutelún—. Podríamos haberle ahorrado tanto dolor.

—Nos habría traído mala suerte matarlo —insistió Jutelún, y se alejó.

Josseran envainó la espada.

—¡Supersticiones! —susurró.

—¡No, bárbaro! Su espíritu habría vuelto y nos habría perseguido durante el resto del viaje.

Un Solo Ojo suspiró, apesadumbrado por la muerte de uno de sus camellos, y siguió a Jutelún al campamento.

Josseran permaneció mirándolos fijamente. ¿Quién podía llegar a comprender a aquella gente, que toleraba con libertad otras religiones dentro de sus dominios y creía que hasta una bestia de carga tenía alma? ¿Qué debía pensar un caballero cristiano de criaturas como aquéllas?