Volvieron a ponerse en marcha, rumbo al este. A su izquierda estaban las montañas que los tártaros llamaban Tien Shan, las Montañas Celestiales. Los picos nevados brillaban despejados de la niebla que producía el calor bajo el cielo de color añil, las estribaciones del pie de las montañas estaban surcadas por profundos barrancos que parecían las zarpas de alguna bestia agazapada. Siguieron avanzando día tras día, y las montañas eran lo único que rompía la monotonía del paisaje, cambiando, con el paso del sol, de los tonos rosados suaves de la madrugada a los cobrizos y grises metálicos del mediodía y a los violetas y marrones del atardecer.
Sobre la planicie vieron huesos por todas partes: esqueletos de caballos, camellos y burros y, de vez en cuando, la calavera sonriente de algún hombre.
Jutelún explicó que estaban rodeando el gran desierto de Takla Makan. Traducido del lenguaje de los uigures, significaba: «Entra y no volverás a salir». Pero Un Solo Ojo le aseguró que no se aventurarían acercándose a las fauces del Takla Makan. Los oasis estaban alineados como las perlas de un collar en el cuello de una princesa. «A menos que haya una mala tormenta y nos perdamos, sobreviviremos».
—¿Cuántas veces al año se levantan tormentas así? —preguntó Josseran.
—Continuamente —fue la respuesta de Un Solo Ojo, que soltó su risa extraña.
Aquel desierto era distinto de los desiertos de arena de Ultramar. Había grandes espacios sin arena, sólo un paisaje monótono de grava y piedras planas que los tártaros llamaban gebi. A lo lejos formaban una planicie suave y nada amenazadora, pero cuando Josseran se detuvo a examinar una de aquellas piedras, descubrió que eran de colores brillantes, negras o rojas, hermosas para mirar y difíciles de sostener.
En otras partes, las planicies del gebi se convertían en campos salados, en barro cuarteado por el sol con una capa terrosa y blanca, o en un páramo de arena gris compacta que parecía fundirse con la bruma de modo que ya no había horizonte entre la tierra y el cielo. A menudo era como si recorrieran el mismo espacio una y otra vez, día tras día, interminablemente.
En una ocasión pasaron junto a otra caravana que se dirigía hacia el oeste, hacia Kashgar. Los lomos de los camellos se hallaban cubiertos por grandes mantos ovalados bajo las sillas de madera, y cada animal llevaba dos grandes rollos de seda a cada lado. Los gritos del conductor de camellos y el ruido de las campanillas de los animales viajaban en el viento caliente, mientras el sol de las últimas horas de la tarde arrojaba largas sombras que atravesaban el desierto.
Josseran se dio cuenta de que en aquel momento estaban recorriendo la fabulosa ruta de la seda, de la que tanto había oído hablar en Ultramar. Sin embargo, no era una sola ruta, como muchos imaginaban erróneamente, sino una tela de araña de rutas que se extendían desde la misteriosa Catay hasta el Mediterráneo. Había conocido a mercaderes mahometanos que llegaron a viajar por aquella ruta, pero eran pocos los que declaraban haber llegado más allá de Persia. Allí se encontraban con otras caravanas que provenían del este y realizaban sus trueques en los bazares de Bujara, Tabriz o Bagdad.
Se decía que los mercaderes recorrían aquel camino con sus caravanas desde el tiempo de Nuestro Señor. Fue así como llegaron las primeras sedas a Roma. La nueva tela se hizo tan popular que Julio César dictó un edicto ordenando que sólo se usara para sus togas moradas y para la ropa de sus oficiales favoritos.
En los tiempos de Cristo, pocos sabían de dónde llegaba aquel fabuloso material ni cómo se fabricaba. Los romanos creían que la seda crecía en árboles. El secreto siguió siéndolo durante cientos de años antes de que dos monjes viajeros pasaran de contrabando algunos huevos de gusano de seda a Siria desde la fabulosa Catay. Pero sólo en las últimas décadas los tejedores de Italia y de Francia habían descubierto por fin la forma de extraer los largos filamentos de los capullos y tejer con ellos la seda.
Durante los siglos intermedios, la seda, junto con el jengibre, la cerámica y las lacas, fueron llevados hacia el oeste a lomo de camello y las caravanas volvían con pieles, ámbar, miel y monedas de oro y de plata. Sin embargo, ninguna caravana recorría toda la extensión de la ruta. La seda cambiaba de manos muchas veces antes de que llegara a su destino y con cada cambio de dueño su precio aumentaba y era trocada por cilantro, jade y lapislázuli en Kashgar, por vidrio, dátiles y nueces en Persia, una cadena constante de trueques.
Mientras observaba la desaparición de la otra caravana en el espejismo del Takla Makan, Josseran se sintió hundido en el abismo de los siglos, un eterno armazón de historias; su propio destino de alguna manera estaba entretejido en la brillante tela.