En el año del Mono
Habían atravesado el Techo del Mundo buscando al preste Juan y a los Reyes Magos de los Evangelios, pero lo único que encontraron más allá de los muros de la atalaya fue mahometanos. La ciudad no era como Josseran había imaginado la fabulosa Catay: tuvo la sensación de que sólo era otra ciudad igual a Ultramar, con sus bazares, sus pórticos y sus cúpulas cubiertas de azulejos; templos musulmanes que se recortaban sobre un cielo desvaído bajo el muro enorme y curvo de la ciudadela.
Los pobladores se llamaban uigures. Para sorpresa de Josseran no tenían los ojos almendrados y las narices planas de sus escoltas tártaros. En realidad parecían griegos y su idioma era muy similar al turco que había aprendido en Ultramar. Los tártaros también lo hablaban con fluidez, mezclado con una serie de expresiones propias.
Siguió a la escolta tártara abriéndose paso a codazos entre la multitud de las calles cercanas a la vieja mezquita donde ancianos con gorros de oración bordados permanecían sentados en los escalones del iwan y niños de piernas desnudas jugaban en el hilo de agua que corría por un canal.
El bazar era una bacanal para los sentidos. Josseran había visto muchos mercados árabes en Ultramar, pero ninguno comparable a aquél en tamaño ni en color. Estaba cercado a cada lado por la multitud y la feria dejó a Josseran con la boca abierta como un campesino. Se abrían callejuelas en todas direcciones, en los senderos sombreados había rincones llenos de sol donde pordioseros lisiados gemían y estiraban dedos retorcidos para que les dieran una limosna. Los barberos afeitaban las cabezas de sus clientes con largos cuchillos, y los panaderos sudaban por el tremendo calor que hacía en sus cuevas de paredes negras, el tintineo de metales y los gritos de los buhoneros se mezclaban con el olor grato del pan recién horneado y el putrefacto de menudencias y excrementos. Había grandes rollos de seda que eran más altos que un hombre y bolsas de especias, anaranjadas, verdes y rojas; Josseran vio espléndidas alfombras rojas, cuchillos ornamentales hechos a mano en los que resplandecían el jade y los rubíes, cabezas de cabras hervidas que colgaban de las paredes y pulmones de ovejas que eran hervidos en grandes recipientes. Los Bazaaris se sentaban sobre cuchillas, entre bolsas repletas de hachís mientras en los balcones de madera de las casas de té hombres de blancas barbas y largas vestimentas bebían té verde y fumaban pipas.
Las casas de madera de dos pisos estaban rodeadas de gente por todos lados; de vez en cuando, Josseran levantaba la vista y veía un rostro velado que lo observaba detrás de una persiana muy ornamentada y que enseguida desaparecía.
El aire estaba lleno de polvo y de pequeñas moscas. El sudor corría por la espalda de Josseran y le cubría la cara mientras lo hacían avanzar entre la multitud. Vio rostros con pieles de todos los tonos, había rubios y también gente de tez castaña y toda clase de vestimentas; había buhoneros cuya piel parecía cuero que tenían narices aguileñas y vestían túnicas y turbantes como los sarracenos, y jinetes cubiertos de arena con largos abrigos de cuero y gorros forrados en piel, con pieles de oveja que ondeaban sobre sus botas altas; había tayikos de altos sombreros negros y también estaban los uigures, a los que se distinguía con claridad por las botas de cuero y sus abrigos negros hasta la rodilla; había mujeres de coloridas bufandas de seda, ajorcas de oro en los tobillos y anillos, y otras que estaban ocultas bajo espesos chales tan largos y sin forma que, cuando permanecían quietas, resultaba imposible saber hacia qué lado miraban.
Pero el bazar no pertenecía a la gente sino a los animales; a los camellos, al ganado astado de aspecto fiero que ellos llamaban yaks, a los burros, caballos y cabras. El ruido y el olor de aquellos animales llenaba el aire y su bosta lo cubría todo. Alrededor de ellos resonaban las campanillas de los carros tirados por caballos y burros, en los que se amontonaban melones, coles y judías, y los gritos de los que conducían los carros que exclamaban «¡Borsh! ¡Borsh!», mientras trataban de abrirse camino entre la multitud. En el maidan, barbados jinetes kirguises galopaban a través de espesas nubes de polvo antes de comenzar el trueque, mientras otros se reunían en grupos vocingleros y gesticulantes alrededor de las riñas de gallos.
Jutelún cabalgaba delante de los demás, una figura exótica entre aquel gentío sarraceno, con el del morado, la larga bufanda de seda enrollada alrededor de la cabeza. Sólo la larga trenza que le caía sobre el hombro la identificaba como una mujer. La multitud se hacía a un lado, dando paso a los señores tártaros y a sus extraños acompañantes.
Josseran la vio discutir con los vendedores de camellos. Le sorprendió descubrir que el idioma del comercio que oía hablar a su alrededor era muy parecido al turco que se hablaba en Ultramar y que la propia Jutelún lo hablaba como cualquier buhonero de Medina. Entabló un furioso debate con un camellero de un solo ojo.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Guillermo.
—Jutelún dice que tenemos que cambiar nuestros caballos por camellos. A partir de aquí atravesaremos un enorme desierto para llegar a Karakoram.
—¿Un desierto? ¿Hasta dónde nos van a llevar?
—Ya que es demasiado tarde para volver, tal vez sea mejor no saberlo.
—Pronto llegaremos al borde del mundo. Tal vez tengan intenciones de bajar con nosotros al Hades para conocer a su verdadero gobernante.
—Son gente de carne y hueso, igual que nosotros, hermano Guillermo.
—Practican los hechizos y beben sangre de caballo. Son engendros del demonio.
Josseran notaba que la gente los miraba desde todos los rincones del bazar. Incluso en una reunión tan exótica como aquélla, imaginó que debían de ser un espectáculo muy poco común con sus ropas tártaras. Josseran aún tenía la cabellera pelirroja cubierta de sangre seca; Guillermo, flaco y con los ojos enrojecidos por la fatiga, la barba negra y gris mal cuidada bajo la capucha negra. En las últimas semanas había adelgazado mucho, y sus mejillas hundidas le daban el aspecto de un fantasma.
Un pordiosero tiró de la manga de Guillermo y el fraile lanzó una maldición y retrocedió. Un tártaro se acercó al lisiado y le propinó un latigazo.
Mientras tanto, Jutelún había cogido la túnica del camellero.
—Tratas de robarnos —gruñó—. ¡Que a tu miembro privado le salgan llagas ulcerosas y que se pudra como la carne al sol!
—Es un buen precio —protestó el viejo camellero, todavía sonriendo como un loco—. ¡Se lo puedes preguntar a cualquiera! ¡Soy un hombre honrado!
—¡Si tú eres un hombre honrado, el arroz crece en el desierto y mi caballo sabe recitar suras del Corán!
Y así siguió el asunto. Jutelún profería insultos y trataba de obtener una rebaja en el precio. Si Josseran no hubiera visto mil veces aquella clase de comercio en las medinas de Acre y Tiro, tal vez habría pensado que Jutelún y el mercader de camellos llegarían a las manos en cualquier momento. Jutelún escupió en el polvo y agitó el puño ante la cara del mercader, mientras él elevaba las manos hacia el cielo y le rogaba a su dios que intercediera por él antes de que quedara en la indigencia por ofrecer precios tan bajos.
Pero aquel día en el bazar no hubo violencia ni se sacrificaron vidas. En cambio, una hora después, Jutelún y los tártaros se alejaron con una hilera de camellos en lugar de los caballos y con el sonriente mercader de un solo ojo como guía.