24

Josseran abrió los ojos. Por el agujero del techo salía lentamente el humo, un sol amarillento penetraba por la entrada, cuya cortina había sido retirada y dejaba ver una pradera verde. Del exterior le llegaban los relinchos de los caballos. La tormenta había pasado y la quietud descendía sobre la montaña. El viento ya no soplaba ni gemía alrededor de las paredes.

Guillermo estaba sentado junto al fuego, observándolo.

—Es una suerte para ti que no hayas muerto, templario —susurró—. Tu alma está hundida en el pecado.

El dolor lacerante de la cabeza de Josseran era más llevadero. Guillermo le levantó la cabeza y le acercó a los labios un cuenco de madera lleno de leche de yegua fermentada.

—¿Cuánto he… dormido?

—Sólo una noche.

—Jutelún…

—La bruja está fuera.

—No es… una bruja —logró decir Josseran.

—El demonio ha tomado posesión de ella.

—Sin embargo, parece… que me ha curado… de mi enfermedad.

—Obra del demonio.

Josseran se llevó los dedos a la cabeza. La sangre seca le había endurecido el pelo y debajo había una herida abierta. Levantó la vista hacia el fraile que todavía seguía inclinado sobre él.

—Creí que moriría.

—No fue la voluntad de Dios.

—Ella estuvo aquí. Lo recuerdo. Estuvo aquí.

—Trató de esclavizarte con sus actos demoníacos.

—¿Demoníacos?… Entonces ¿Cristo fue un demonio?

Guillermo lo miró fijamente.

—Nuestro Señor curaba. ¿Te atreves a comparar a esa salvaje con Nuestro Señor?

—Ella me curó… por lo tanto ella también es una sanadora. ¿Sigues llamándola… bruja?

—¡Si estuviéramos en Ultramar te acusaría de herejía!

—Bueno, tal vez… sea mejor… que no estemos en Ultramar.

—El demonio puede engañarnos de muchas maneras. Se alimenta sobre todo de los débiles y los crédulos.

Una sombra cayó sobre la entrada y apareció Jutelún con los brazos en jarras. Josseran creyó ver una expresión de alivio en sus ojos al encontrarlo sentado, pero la expresión desapareció con la misma rapidez con que había aparecido y entonces no supo con seguridad si había estado allí.

—Pareces haber recobrado las fuerzas —dijo.

—El dolor que tenía en la cabeza ha desaparecido —murmuró Josseran—. Te lo agradezco.

—¿Por qué?

—Por tus… oraciones.

—Habría hecho lo mismo por cualquiera de la partida que estuviera enfermo. —En la mano tenía un cuenco de humeante carne hervida. Se lo acercó y lo dejó a un lado—. Tendrías que comer.

Por un instante sus miradas se encontraron. «Ojalá supiera lo que estás pensando —pensó Josseran—. Me resultas tan desconocida como estas montañas. Y tu temperamento es imprevisible».

—Me alegro de que te hayas recobrado —continuó—. Mi padre se habría enfadado si hubieras muerto. Me encargó que te hiciera llegar sano y salvo al Centro del Mundo.

Se levantó y salió de la choza.

Guillermo la siguió con la mirada manteniendo la mano sobre el crucifijo que llevaba en el pecho.

—¿Qué te dijo? Sin duda afirma que te curó.

—Tú estabas preparado para… enterrarme. ¿No crees que tengo que… hacerle llegar… mi agradecimiento?

—No estabas in extremis. Sólo sufriste un golpe en la cabeza. No era grave.

—Ibas a administrarme… los ritos.

—No fue más que una estratagema para conseguir que te confesaras y que descargaras el peso de tu alma maloliente.

Josseran miró el desayuno que ella le había llevado.

—¿Más cordero hervido?

—Cordero, no. Esta mañana disfrutamos de una variedad en nuestra dieta. —Tenía una expresión que Josseran no conseguía descifrar—. Un caballo murió anoche.

Josseran sintió que se le congelaban los huesos.

—¿Qué caballo? —Guillermo no le contestó. Por lo menos en su alma, el fraile tenía la decencia de mostrarse avergonzado—. Kismet —dijo Josseran.

—La bruja dijo que no tenía sentido dejarla para los buitres. —Guillermo se puso en pie—. En Su sabiduría, Él eligió llevarse el alma de tu yegua en lugar de la tuya. —Y luego añadió—: Tal vez haya encontrado más valor en ella.

—Entonces Él no es justo. Tenía que haber sido más misericordioso con mi yegua. Yo decidí hacer este viaje. Ella no.

—¿Cómo te atreves a blasfemar así? ¡No era más que una bestia de carga! ¡Alaba a Dios porque todavía sigues vivo! —dijo Guillermo, y salió hecho una furia.

«Kismet», pensó Josseran. Sintió que el dolor le apretaba la garganta. Guillermo tenía razón. ¿Por qué llorar por un caballo? Sin embargo, sentía remordimientos por ella. Una vez más reconoció su responsabilidad por la muerte de otro ser, y aunque Kismet fuera, como había dicho el fraile, sólo un caballo, no por eso disminuía su vergüenza. Se había congelado y muerto de hambre poco a poco, lo mismo que su padre, quien sin duda sintió frío y hambre de otra clase dentro del pecho e, igual que él, Kismet sufrió largo rato antes de que su vida terminara.

Y ése era el motivo por el que no se había confesado como Guillermo sugería. En comparación con su verdadero pecado, todos los demás crímenes parecían no tener consecuencia alguna y él no veía posibilidades de absolución para lo que le había hecho a su padre. Entonces, ¿por qué la iba a ver Dios?

Al día siguiente, Josseran estaba listo para viajar. Guillermo le vendó la cabeza con algunos trozos de trapo y se prepararon para seguir viaje. Ensillaron los caballos bajo el cielo claro; el sol, que se reflejaba en los campos cubiertos de nieve que tenían encima de sus cabezas, los deslumbraba.

—A estos tártaros les pasa algo —susurró Guillermo mientras apretaba la cincha de la silla.

Jutelún había reemplazado el caballo de Guillermo por uno de los suyos, una yegua baya resabiada. Josseran también tenía un nuevo caballo, un semental de color indeterminado y de pecho muy ancho.

—No he notado nada inusual —gruñó Josseran.

—Los tártaros nos miran con el entrecejo fruncido. Tienen sangre en el ojo.

—No nos miran con el entrecejo fruncido, hermano Guillermo. Lo fruncen cuando te miran a ti. —El sacerdote lo miró, sorprendido—. La mala disposición de esta gente está directamente dirigida a ti —repitió Josseran como si le explicara algo a una criatura pequeña.

—¿A mí?

—Te culpan por lo que pasó. Perdimos un caballo y un día de marcha. Dicen que nos traes mala suerte.

—¡Yo no tengo la culpa si mi caballo perdió pie en las rocas!

—Pero fuiste tú quien se negó a rodear el obo a caballo.

—¡Eso no era más que una tonta superstición de estos tártaros!

—Tal vez tengas razón. Pero ¿comprendes lo que has hecho con tu orgullo? Has reforzado su creencia en la santidad del obo y ahora creen que nuestra religión no puede ser tan fuerte como la suya, puesto que no te protegió. De manera que al tratar de demostrar lo grandes que somos, sólo has conseguido disminuir nuestra estima ante sus ojos.

—¡No rebajaré mi fe siguiendo sus brujerías!

—Tal vez seas un hombre piadoso, hermano Guillermo, pero no eres un hombre sabio. —Josseran montó su nuevo caballo. Después de Kismet, tenía la sensación de montar el caballo de una criatura.

Guillermo tiró de las riendas de su yegua trasmitiendo su mal humor al animal, que volvió la cabeza y trató de morderle.

—Hay momentos en que temo que hayas olvidado el propósito de nuestra búsqueda. Cuando volvamos a Acre, redactaré un informe completo de tu conducta.

—Si continuas enfrentándote con tu escolta, nunca volverás a Acre.

—Será lo que Dios quiera.

—A veces, hermano Guillermo, tengo la sensación de que pones a prueba en exceso la paciencia de Nuestro Señor.

Guillermo cogió las riendas del caballo de Josseran.

—¡Eso es una blasfemia! Josseran se inclinó hacia él.

—Nuestra bruja todavía quiere ver la Biblia y el salterio.

—Los manchará.

—¡Por los huesos de Cristo! —maldijo Josseran y arrancando las riendas de su caballo de las manos del sacerdote, avanzó por el sendero.