19

Ni sol ni sombras ni colores, porque el verano duraba sólo unas semanas en el Techo del Mundo y al comienzo de la primavera nada crecía a aquellas alturas. Los ríos estaban helados y continuamente soplaba un viento que llevaba nieve y que murmuraba y gemía hasta alterar los nervios.

Subieron sin descanso durante días, por momentos tirando de sus caballos en medio de vendavales de nieve, siguiendo una serie de colinas que zigzagueaban hacia arriba en una especie de columna vertebral de roca. Allí el aire era menos denso y Guillermo parecía a punto de desplomarse. Tenía el rostro azulado y su respiración era dificultosa.

El viento era un enemigo constante e incansable. Josseran descubrió que por su causa no podía hablar, ni siquiera pensar. Los golpeaba con puños invisibles, tratando de echarlos hacia atrás, les gritaba con furia día tras día.

Una tarde llegaron a la cima de un desfiladero y las nubes se abrieron, proporcionándoles el espectáculo de una blanca galería de montañas sobre una serie de valles verdes sobre los que caía la sombra, las cicatrices de pizarra y de tierra colorada entre los macizos de un azul blanquecino de los glaciares. Un río ocre se extendía como una vena entre los deslizamientos de pizarra barrosa y de hielo, tal vez a una legua por debajo de ellos.

Era como mirar la tierra desde el cielo.

Jutelún se volvió en la silla, con la bufanda azotada por el viento.

—¿Lo veis? —gritó—. El Techo del Mundo.

Josseran se estremeció dentro de sus pieles. Jamás se había sentido tan pequeño. Pensó que aquéllas eran las dimensiones de Dios, exactamente aquéllas, su largo y su ancho. Aquélla era una religión cruda, muy lejos de los símbolos reconfortantes de la Iglesia.

«Yo me consolé con los rituales, pero aquí no existen tales consuelos. Aquí arriba estoy lejos del hombre que creí ser. Cada día siento que se me arranca una tira y soy un desconocido para mí mismo. Ya no estoy sujeto a la regla, ni bajo la sombra de la Iglesia, he pensado en cosas a las que jamás creí que daría abrigo en mi mente. Este viaje me ha concedido una libertad salvaje».

Miró a Guillermo, hundido sobre el caballo, con la capucha cubriéndole la cara.

—¡Aquí estamos lejos de Cristo! —le gritó.

—¡Ningún hombre está nunca lejos de Cristo, templario! —le gritó Guillermo por encima del bramido del vendaval—. La mano de Dios nos cuida y nos protege incluso aquí.

«Te equivocas —pensó Josseran—. La mano que me guía aquí es una deidad salvaje y completamente extraña para mí».

El cadáver se había puesto negro bajo la helada. Los ojos habían desaparecido, arrancados por los pájaros, las entrañas abiertas por animales. Apareció por encima de ellos por un momento a través del velo de la neblina. Lo habían dejado sobre un peñasco, por encima del sendero, y un brazo colgaba rígidamente sobre la roca. Era imposible saber si se trataba de un hombre o de una mujer.

—¡Por las pelotas de san José! ¿Qué es eso? —murmuró Josseran.

Jutelún se le acercó a caballo.

—Es la costumbre —explicó—. Nosotros entregamos a nuestros muertos a los gusanos. La gente del valle deja los suyos a los dioses.

Guillermo se santiguó.

—¡Pagana! —escupió.

Siguieron adelante. Aquel día vieron otros dos cadáveres en distintos estados de descomposición. Y al día siguiente, mientras pasaban por un angosto desfiladero bajo una roca partida por la helada, Josseran oyó un ruido por encima de él y lanzó un grito de alarma convencido de que se despeñaba una piedra. A sus espaldas, algo cayó en el hombro de Guillermo junto con una lluvia de pequeñas piedras, algo que parecía una gigantesca araña negra. Guillermo lanzó un grito de terror y su caballo se alzó de manos e hizo rodar piedras bajo sus cascos; estuvo a punto de derribarlo. Josseran, el que se encontraba más cerca de él, hizo girar a Kismet en el sendero angosto, se apoderó de las riendas del caballo de Guillermo y de alguna manera logró tranquilizarlo.

Guillermo seguía en la silla, temblando, con la cara gris como la de un muerto. Miraba fijamente al suelo y a aquella cosa podrida que acababa de caer sobre él después de desprenderse de un cadáver dejado seis metros más arriba.

—¡Ahí tienes, hermano Guillermo! —dijo Josseran—. La mano de Dios.

Y echó atrás la cabeza y el eco de su risa llegó hasta ellos desde los solitarios senderos de la montaña.