18

El verde de los valles terminó bruscamente. Las nubes cayeron de las altas cumbres, rodando como el humo y, bajo sus pies, la tierra se convirtió en pizarra. El color desapareció del mundo.

De vez en cuando, a través de aberturas en las nubes, veían altos precipicios que se alzaban entre la niebla gris y fría y la nieve endurecida, fortalezas de picos blancos que aparecían durante un instante antes de volver a desaparecer detrás de las nubes. Las águilas los observaban desde los peñascos o cabalgaban sobre los vientos gélidos que soplaban en los desfiladeros. A medida que subían, los cascos de los caballos resbalaban sobre las piedras sueltas y éstas caían centenares de metros hacia los valles; ni siquiera las oían caer. Los caballos jadeaban y luchaban por respirar en los cauces secos y cuando llegaban a una cima los jinetes se veían obligados a desmontar y a conducirlos a pie hasta llegar al valle del otro lado. Cada vez subían más arriba, y los castaños y alfóncigos habían quedado muy por debajo de ellos.

Llegaron a un alto desfiladero y Josseran se detuvo y miró hacia atrás; por un momento vio el laberinto de cicatrices de los valles y las colinas. A lo lejos divisó las solitarias altiplanicies de los pastores tayikos. Una vez más, todo estaba cubierto de nubes grises y de nieve suave, como una cortina cerrada que impedía el paso de la luz, dejándolo solo con el tintineo de los cascos de los caballos sobre la pizarra, con el sonido de la voz de Guillermo, que gritaba sus oraciones al eco de los pasos de montaña, y con el lejano aullido de un lobo. Junto al sendero se blanqueaban los huesos de un caballo muerto hacía tiempo, que se iban deshaciendo en la nieve. El Techo del Mundo todavía estaba en algún lugar lejano, por encima de ellos, gris, frío y terrible.

Cuando subieron más allá de la línea de árboles, no tenían ningún lugar donde atar las riendas de los caballos. En lugar de ello, Jutelún enseñó a Josseran y a Guillermo a atar las riendas alrededor de las manos de sus caballos en una manea. También les enseñó a hacer el nudo que usaban los tártaros para poder soltarlos con rapidez. Los caballos parecían acostumbrados a ese trato. Josseran no vio protestar a ningún caballo tártaro cuando le maneaban las patas.

A Josseran le sorprendió la relación que tenían los tártaros con los caballos. Aunque eran sin excepción los mejores jinetes que había conocido, no forjaban ningún lazo con sus caballos, como lo hacían los caballeros cristianos y sarracenos. No trataban con crueldad a un caballo testarudo y tampoco trataban con afecto a un buen caballo. No les hablaban, ni les daban palmadas ni los alentaban de ninguna manera. Al final de un día de trabajo, sencillamente les pasaban con rapidez un palo por el cuerpo para quitarles el sudor seco e inmediatamente los soltaban para que buscaran solos su alimento, porque los tártaros no buscaban comida para los caballos, ni siquiera en la nieve de aquellas alturas.

En cambio, Josseran se preocupaba interminablemente por Kismet, porque sabía que no lograría sobrevivir mucho tiempo en aquellas terribles montañas.

Se habían detenido durante el día. Ya se encontraban en los altos valles, donde ni siquiera los duros tayikos ni los kirguises levantaban sus yurtas en verano. Durante las últimas noches se habían visto obligados a amontonarse en la nieve en tiendas improvisadas que levantaban al abrigo de las montañas. Ponían las tiendas con la parte trasera hacia el viento y amontonaban sus alforjas contra la entrada, como una débil protección contra el frío.

Cuando el sol comenzaba a hundirse tras las sombrías murallas del Techo del Mundo, Kismet permanecía quieta y desvalida en la nieve. Se estaba muriendo de hambre, convertida en la parodia de un caballo; los huesos se marcaban bajo su piel, lo cual constituía un cuadro de sufrimiento y abandono. La yegua permanecía así bajo los últimos rayos del sol mientras las sombras del acantilado se acercaban a ella y nerviosa piafaba ante la perspectiva de otra noche helada. Se quejaba y movía las orejas cuando Josseran se le acercaba para acariciarle el cogote.

Le susurraba algunas palabras de consuelo en la oreja, convencido de que a menos que bajaran con rapidez de aquellas montañas, la perdería.

—Ya no estamos lejos, mi valiente Kismet. Debes mantener tu coraje. Pronto encontraras buenos pastos para comer y el sol volverá a calentar tus flancos. Debes ser valiente.

—¿Qué haces?

Él miró a su alrededor. Era Jutelún.

—Mi yegua sufre.

—Es un caballo.

—Hace cinco años que Kismet está conmigo. La tengo desde que llegué a Ultramar.

—¡Kismet?

—Ése es el nombre que le puse —contestó acariciándole el morro—. Es un nombre mahometano. Significa «destino».

—¿Su nombre?

—Sí, su nombre.

Jutelún le dirigió una mirada de sorpresa, la expresión que uno pondría si encontrara a un idiota jugando con sus propios excrementos.

—¿Vosotros no les ponéis nombre a los caballos? —le preguntó él.

—¿Vosotros les ponéis nombres a las nubes?

—Un caballo es distinto.

—Un caballo es un caballo. ¿También les ponéis nombre a las ovejas y al ganado?

Se burlaba de él, sí, pero también trataba de entender. Había en ella una curiosidad que Josseran no encontraba en el resto de los tártaros. A pesar de que él había aprendido solo el idioma que hablaban y podía comunicarse con ellos fácilmente, no le hacían preguntas acerca de su país ni acerca de sí mismo, como Jutelún. Aceptaban su presencia pasivamente.

—Nosotros no nos comemos a nuestros caballos —contestó él.

—Desprecias al hombre santo y, sin embargo, amas a tu caballo. Sois gente difícil de entender.

Se volvió y miró el campamento bajo la luz gris, trozos de tela que movía el viento de la montaña, el pequeño refugio que tenían para la noche. Observó que Guillermo luchaba con su alforja, inclinándose hacia el viento.

—¿Qué tiene en la alforja que le resulta tan precioso?

—Un regalo para tu Gran Kan.

—¿Oro?

Josseran no le contestó.

El fraile llevaba desde Roma sus propios regalos para el kan: una Biblia iluminada y un salterio, junto con los objetos esenciales de su profesión, un misal, la sobrepelliz y un incensario de plata. Los cuidaba como si fueran el mayor tesoro de la tierra, sobre todo la Biblia, porque a nadie que no perteneciera a la Iglesia se le permitía su posesión así como tampoco la de un Viejo o un Nuevo Testamento, ni en latín ni en un idioma vernáculo. El propio Josseran sólo poseía un breviario y el Libro de Horas de la Virgen.

—Si pensáramos mataros por lo que lleváis, lo habríamos hecho con más comodidad la luna pasada.

—Tiene un incensario de plata —dijo Josseran.

Ella asintió con la cabeza, pensativa.

—Dudo que nuestro nuevo kan quede muy impresionado. Después del juriltay habrá montañas de plata y de oro.

—También tiene un salterio, un libro de oraciones, y una Biblia, que es nuestro libro sagrado. Espera impresionar a tu kan con nuestra religión.

—¿Sin magia? —Parecía incrédula. Se giró a tiempo para ver que Guillermo tropezaba y caía sobre el hielo—. No sobrevivirá a este viaje. Ni siquiera esperaba que llegara vivo hasta aquí.

—Lo subestimas. Disfruta de sus sufrimientos tanto como vosotros disfrutáis de vuestra leche de yegua.

—¿Puedo ver esa Biblia? —preguntó ella de repente.

La pregunta sorprendió a Josseran con la guardia baja.

—Debes preguntárselo al hermano Guillermo.

—Se negará. Pero no lo hará si se lo preguntas tú por mí.

—Es muy celoso con esa Biblia.

—Dile que es una oportunidad de impresionar a una princesa tártara con su religión.

Josseran pensó en ello. Se preguntó cuánto pesaría su argumento, cuando Guillermo consideraba que Jutelún no era una princesa tártara sino una bruja tártara.

—Haré todo lo que pueda.

Las miradas de ambos se encontraron. Él la miró desvergonzadamente. Llevaba un abrigo de fieltro, pantalones y botas, y tenía el pelo tapado con una bufanda y la piel bronceada. Gran parte de su belleza, o de su belleza como él la imaginaba, estaba escondida bajo las pieles. Entonces ¿qué era lo que él deseaba? ¿Qué era aquella obsesión? ¿Sería sólo un deseo por obtener lo exótico, lo imposible, la misma debilidad que lo hizo caer la vez anterior?

—¿Es cierto que puedes ver el futuro? —le preguntó.

—Veo muchas cosas que tal vez los demás no vean. No es algo que desee, no tengo el menor control sobre ese don.

«¡Don!», pensó Josseran. En Francia, los sacerdotes no lo llamarían don. Dirían que estaba maldita y la quemarían.

La repentina oscuridad descendió sobre la montaña, dejándolos solos con el gemido doloroso del viento y las sombras profundas y frías del valle, debajo de ellos.

—Te dejaré para que termines la conversación con tu caballo —dijo ella—. Tal vez más tarde compartirás con nosotros sus pensamientos.

Y se alejó riendo.