La bufanda ondeaba como una bandera al viento. Jutelún permanecía sentada e inmóvil en la silla y la rodeaba la escolta de veinte jinetes que los acompañarían en el viaje a través del Techo del Mundo. Montados en sus caballos, Qaidu y Tekuday también se encontraban allí para verlos partir.
—¿Quién nos guiará? —preguntó Josseran.
Qaidu señaló a su hija con la cabeza.
—Jutelún se encargará de que lleguéis bien al Centro del Mundo.
Josseran sintió que el caballo de Guillermo se ponía junto al suyo. El fraile había comprendido lo que pasaba.
—¿Nos guiará la bruja? —susurró.
—Eso parece.
—Entonces estamos perdidos. Exige que nos proporcionen otro guía.
—No estamos en posición de exigir nada.
—¡Hazlo! —repitió él en tono áspero.
Josseran se volvió a mirarlo.
—Escucha, sacerdote. Yo sólo doblo mi rodilla ante el gran maestre de Acre y ante nadie más. ¡Así que te aconsejo que te abstengas de darme órdenes!
Guillermo cogió la cruz de plata que colgaba de su pecho y la sujetó ante su rostro. Comenzó a rezar un Padrenuestro.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Qaidu.
—Reza pidiendo que tengamos un viaje seguro —mintió Josseran.
—Nosotros tenemos nuestra propia manera de tener un viaje seguro —dijo Qaidu, haciéndole una seña a Jutelún.
Ella desmontó y le hizo una seña a una de las mujeres que rodeaban los caballos. La mujer se acercó con un recipiente de madera lleno de leche de yegua. Jutelún hundió un cucharón de madera dentro del recipiente, se arrodilló en el suelo y roció parte de la leche en las escasas hierbas como una ofrenda a los espíritus. Luego se fue acercando a cada jinete y le puso un poco de leche en la nuca, en los estribos y en las ancas de los caballos. Después volvió a montar.
—¡Más brujerías! —murmuró Guillermo.
«Tal vez no más de lo que confiáis en la cruz y en el incienso», pensó Josseran con repentina claridad. Pero no dijo aquella blasfemia en voz alta —ya había hablado demasiado de sus ideas en presencia de aquel maldito fraile—, no porque creyera que importara, sino porque estaba convencido de que nunca volvería a ver Acre.
Salieron del campamento rumbo al norte. El sol parecía una fría moneda de cobre que ya se alzaba sobre el Techo del Mundo, el aire era gélido. Les hacía arder la nariz y los labios y les quemaba los pulmones. Jutelún los hizo girar hacia la derecha, la dirección de la suerte, y luego se encaminaron hacia el este, en dirección al sol. Josseran sabía que a partir de aquel momento entraban en un mundo al que pocos hombres, ni siquiera los mercaderes mahometanos, habían viajado. Se dirigían más allá de la oscuridad, y el miedo se instaló en su estómago como un trozo de plomo.