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Había algo que seguía inquietando a Josseran y no le dejaba descansar, algo que tenía que saber, a pesar de que tenía miedo de saberlo. Se sintió ridículo por preocuparse por algo que sin duda no tendría ninguna consecuencia, pero tenía que obtener una respuesta.

Una mañana, más o menos una semana después de la tormenta, el cielo había adquirido un tono azul y el sol resplandecía sobre las nieves del Techo del Mundo. Josseran cabalgaba con Tekuday por la sierra, cerca del campamento. Tekuday llevaba una cuerda en la punta de un largo palo que usaban para apresar los caballos que llevarían consigo en el próximo viaje a través de las montañas. Hacerlo requería mucha habilidad y fuerza, porque permitían que los caballos vivieran de forma casi salvaje en la estepa hasta que los necesitaban, y entonces los animales se resistían. A lo largo del valle, otros jinetes llevaban a cabo la misma tarea, y los gritos y el ruido de los cascos de los caballos resonaban contra las paredes del valle.

Josseran respiró hondo, convencido de que aquélla era su oportunidad para descubrir la verdad, por desagradable que fuera.

—Dime una cosa, Tekuday. Cuando uno de vosotros decide tomar una esposa, ¿ella debe ser…?

Tartamudeó al no encontrar la palabra indicada en el idioma tártaro, pero pronto supo que no la conocía.

La sonrisa de Tekuday era bondadosa pero indulgente. ¡Aquellos tártaros eran tan arrogantes! Sentía que lo trataban como un duque trata a su bufón.

—¿Estás preguntando si una esposa debe tener su velo de sangre intacto?

—Sí, eso era lo que quería decir.

—Desde luego que no. Sería demasiado vergonzoso. ¿Tú aceptarías a una mujer así por esposa?

—Esa condición es fuente de gran orgullo en… —estuvo a punto de decir «en cualquier país cristiano» pero se detuvo—… en mi país.

—Tal vez por eso no lográis vencer a esos sarracenos de los que hablas.

Josseran tuvo ganas de desmontarlo de un puñetazo. ¡No era más que un muchacho y se burlaba de él! ¡Le arrancaría la lengua y se la daría de comer a los perros!

—He oído decir —insistió Josseran, incapaz de quitarse de la cabeza aquella imagen terrible— que las mujeres de tu pueblo entregan su virginidad a un caballo.

Tekuday detuvo el caballo y se giró. Ya no parecía divertido.

—¿Y de qué otra manera van a perderla?

¡Ni siquiera le crece la barba y me habla como si fuera mi igual!

—¿Y eso no te molesta?

—Conservar el velo de sangre es señal de que una mujer ha pasado poco tiempo a caballo. Por lo tanto, no puede montar bien y sería una carga para su marido. Es una señal de debilidad.

Josseran se quedó mirándolo.

—Pierden su virginidad sobre la montura —dijo Josseran con lentitud, comenzando a comprender.

—Sí, claro —dijo Tekuday.

Pero no podía adivinar los pensamientos de Josseran y por lo tanto sólo pudo mirar con total incomprensión a aquel bárbaro que necesitaba que le explicaran tres o cuatro veces las realidades de la vida antes de comprenderlas.

¡Y pensar que Baitu les había dicho que era ingenioso e inteligente!

—Pierden su virginidad sobre la montura —repitió Josseran por segunda vez, como si le costara creerlo. Después sonrió.

—Muy bien. Sigamos cabalgando.

Después, sin que su acompañante supiera por qué, echó atrás la cabeza y rió.

Al principio no la reconoció. Llevaba un abrigo rojo y morado y un tocado suelto de los mismos colores, del que salía una larga cola que le bajaba por el cuello; el flequillo negro le cubría la frente. En la mano derecha sujetaba un tamboril y entró en la gran yurta caminando hacia atrás mientras cantaba en voz baja alargando las vocales. Se puso en el centro de la gran tienda, entre los dos fuegos, y cayó de rodillas.

Él vio que en la mano derecha sujetaba un objeto hecho de jirones de tela que recordaba a un mayal.

Estiró una mano hacia atrás y una de las mujeres que la acompañaban le pasó una pipa y ella dio una profunda chupada.

—Hachís —murmuró Josseran en voz baja. Conocía el hachís de Ultramar, donde ciertas sectas de sarracenos, los hassasí, los asesinos, usaban la droga para que los ayudara a cometer sus crímenes.

Después de fumar varias veces, Jutelún se levantó y fue por turno a cada rincón de la yurta, donde caía de rodillas y rociaba leche de yegua en el suelo como libación para los espíritus. Luego volvió al centro y roció más kumis sobre el fuego para los espíritus del hogar. Por fin salió e hizo otro ofrecimiento a los espíritus del Cielo Azul.

Cuando volvió, cayó de repente al suelo y allí quedó tendida, con los miembros temblando, como si estuviera en trance. Puso los ojos en blanco y movió levemente los labios.

—El demonio ha tomado posesión de ella —susurró Guillermo—. Te lo dije. Es una bruja.

Josseran creía que debía de ser cierto y sintió temor por ella y temor por sí mismo. Como todo buen cristiano le temía al demonio y a sus obras, porque la Iglesia le había advertido muchas veces del poder de éste. Sintió que la sangre abandonaba su rostro.

La yurta estaba oscura y el aire, pesado por el incienso que habían rociado sobre el fuego y que se había sumado al olor dulce y empalagoso del hachís. Josseran miró la reunión de tártaros, cuyos rostros estaban tan pálidos y atemorizados como el suyo. Hasta Qaidu, sentado junto al fuego, parecía encorvado y asustado.

Se produjo un largo y espantoso silencio mientras Jutelún yacía inmóvil en el suelo.

Por fin se movió y se levantó lentamente. Se acercó al fuego y volvió con la pata ennegrecida de un cordero. La cogió y la examinó con cuidado, estudiando los huesos carbonizados en busca de roturas y fisuras.

—Está llamando al demonio —susurró Guillermo.

—No son más que supersticiones.

Pero Guillermo no escuchaba. Cayó de rodillas y asió la cruz de plata que tenía en el pecho. La sujetó delante de sí y comenzó a entonar en voz alta una oración de exorcismo. Los tártaros lo miraron, transfigurados. En el rostro de Qaidu se pintó una expresión de enfado.

—¡Sacadlo de aquí! —gritó; dos de sus soldados cogieron a Guillermo de los brazos y lo sacaron de la yurta.

Qaidu volvió su atención a Jutelún.

—¿Cuál es la decisión de los espíritus? —le preguntó.

Jutelún le presentó el hueso ennegrecido.

—Los espíritus dicen que es un buen momento para el viaje —contestó.

—Muy bien. —Qaidu se volvió hacia Josseran—. ¿Lo has oído, bárbaro? Mañana saldrás hacia Karakoram.

Pero Josseran apenas lo oyó. Miraba fijamente a Jutelún que había vuelto a caer al suelo y permanecía allí, inmóvil. Tenía los ojos abiertos pero veía cosas que ninguno de los demás podía ver. Josseran volvió a estremecerse.

«¡Dios mío! —pensó—. ¡He estado deseando a una bruja!».