Una ciudad nómada se extendía sobre el valle, las cúpulas negras de las yurtas recortadas sobre la estepa cubierta de nieve y el cielo plomizo con nubes bajas. Alrededor se habían unido carros formando un círculo y había jinetes montando guardia. Camellos, caballos y ovejas se alimentaban en la planicie abierta. Cuando entraron a caballo en el campamento, la gente salía a mirarlos con curiosidad. Por todas partes se veían ojos oscuros y almendrados y rostros ennegrecidos por el viento; los hombres vestían capas de piel, pesados abrigos marrones y pantalones metidos dentro de las botas de montar de fieltro; las mujeres llevaban el pelo atado en una especie de grandes moños a cada lado de la cabeza, como si fueran los cuernos de un carnero; y había niños de ojos grandes, cabezas rapadas y largas coletas.
Se detuvieron ante la tienda de audiencias del kan. Junto a la entrada, una bandera hecha de colas de yak se agitaba movida por el viento frío de las tierras altas.
Josseran pensó que la tienda de audiencias era lo bastante grande para que en ella cupieran unas diez mil personas. Estaba hecha en su totalidad de seda, cubierta en el exterior por pieles de onza, teñidas de rojo, blanco y negro. La soportaban pesados postes de madera lacada.
—Ten cuidado, bárbaro —dijo Baitu mientras desmontaban—. Ni tú ni tu compañero debéis pisar el umbral de la yurta del kan. Traería mala suerte al clan. En ese caso se verían obligados a mataros lentamente.
—No osaría causarles tal inconveniente —contestó Josseran y le pasó la advertencia a Guillermo.
«Más supersticiones —pensó—. ¡Esta gente ha aterrorizado a la mitad del mundo conocido, y viven atemorizados por sus propias sombras!».
Entraron detrás de Baitu.
En el interior de la yurta, el ambiente era cálido. La gran tienda, forrada por dentro de pieles de armiño y de marta cibelina, no dejaba pasar el viento frío. Josseran se dio cuenta de que dentro de la tienda había mucha gente, aunque al principio estaba demasiado oscuro para llegar a distinguir sus caras. Pero cuando sus ojos se acostumbraron al humo y a la oscuridad, vio dos filas de tártaros, hombres de un lado y mujeres del otro, y en el extremo más lejano del enorme pabellón, una figura severa y oscura reclinada en una cama de pieles de oso y de zorro.
En el centro de la yurta ardían dos fogatas de zarzas y de raíces.
—Debes caminar entre los fuegos, bárbaro —dijo Baitu—. Las llamas purgarán tu espíritu de intenciones malignas.
Como una prevención más contra las intenciones malignas, los guardias de Qaidu los registraron a fondo en busca de cuchillos y obligaron a Josseran a entregarles su espada. Sólo entonces se les permitió acercarse al trono del kan.
A un lado del trono había un pequeño santuario: el incienso ardía en recipientes de plata y también había una figura de fieltro de un hombre.
—Debéis hacer una reverencia —indicó Baitu—. Es el santuario de Gengis Kan, el abuelo de Qaidu.
Josseran se volvió hacia Guillermo.
—Debemos inclinarnos ante el dios de esta gente —susurró.
—Me niego a inclinarme ante esas imágenes.
—Hay que dar al césar lo que es del césar.
—¡Es una abominación!
—Hazlo —susurró Josseran.
Se dio cuenta de que toda la corte los observaba.
Los ojos de Guillermo parecían de piedra.
Luego, para alivio de Josseran, cedió al reconocer la sabiduría de esa actitud. Hizo una genuflexión con la rapidez y habilidad de toda una vida de experiencia.
Cuando llegaron al trono de Qaidu, volvieron a doblar tres veces las rodillas, como acababa de hacer Baitu e indicaban las costumbres.
Qaidu, kan de las altas estepas, los observó en silencio. Iba vestido con pieles de color plata, que se confundían con su barba gris, y llevaba un casco dorado en forma de campana sobre el gorro de piel. Sus ojos también eran dorados, como los del halcón. Estaba atendido, a la derecha, por los que Josseran pensó que debían de ser sus más importantes cortesanos, o tal vez sus hijos, además de un halconero y algunos hombres santos que miraban con expresión exaltada. A su izquierda se encontraban las mujeres de la casa, cuyo pelo formaba la misma media luna que había notado al entrar en el campamento. Aquellas mujeres tenían ornamentos de plata colgando de las puntas trenzadas del pelo.
—Bueno —gruñó Qaidu—. Así que éste es el aspecto de los bárbaros.
Josseran no contestó.
—¿Cuál de vosotros sabe hablar el idioma de los hombres?
Josseran levantó la mirada.
—Yo, mi señor.
—Me han dicho que deseas hablar con el kan de kanes en Karakoram.
—Fue el deseo del señor Hulagu, con quien tuve el honor de encontrarme en Alepo. Le traigo un mensaje de amistad de mi señor en Acre, que está en Ultramar, muy lejos de aquí, hacia el oeste.
—El kan de kanes ha muerto —comunicó Qaidu—. Se debe elegir un nuevo khagan. Sin duda, aceptará vuestro homenaje.
Josseran no había dicho nada acerca de pagar un tributo en muestra de lealtad al kan de los tártaros, pero pensó que su causa no ganaría nada discutiendo ese asunto en aquel momento. Además, la noticia de que el kan de kanes había muerto lo impresionó. Aquel Qaidu había dado la noticia de forma tan tranquila como si hiciera un comentario sobre el estado del tiempo. Josseran se preguntó qué significado tendría eso para la misión que se les había encomendado.
—¿Me habéis traído regalos? —preguntó Qaidu.
—Tenemos regalos para el gran kan en Karakoram. Ha sido un largo viaje y hemos podido traer muy poco.
A Qaidu no pareció agradarle la respuesta.
La mente de Josseran trabajaba a toda velocidad. El rey estaba muerto. ¿La sucesión sería disputada, como a veces sucedía en la cristiandad? La propia Jerusalén estuvo en guerra durante años por la corona. Si hubiera una demora en la sucesión, ¿significaba que debían volver a Acre? ¿O los obligarían a permanecer durante meses, tal vez años, en aquellas montañas solitarias mientras se arreglaba la disputa?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Guillermo.
—¿Qué dice? —susurró el fraile junto a su hombro.
—Quiere saber si le hemos traído regalos —contestó Josseran.
—Tenemos un regalo para él. El regalo de la religión.
—No creo que sea el tesoro que él esperaba recibir. Es posible que desee algo que se pueda comprar en el bazar.
Durante ese diálogo, Qaidu los miraba irritado desde el estrado.
—¿Quién es tu compañero? —preguntó.
Josseran no sabía con certeza lo que debía responder. Hasta tuvo la tentación de decir que Guillermo era su sirviente personal.
—Es un hombre santo.
—¿Un cristiano?
—Sí, mi señor.
—¿Sabe hacer magia?
—Me temo que no —contestó Josseran—. A menos que consideres magia convertir a un hombre razonable y agradable en alguien malhumorado en cuestión de horas.
—Entonces, ¿para qué sirve como hombre santo?
—Trae un mensaje para tu kan de kanes de parte del Papa, el jefe santo de nuestro mundo cristiano.
—Papa —dijo Qaidu, repitiendo varias veces la palabra—. ¿También desea ver a nuestro kan de kanes?
—Así es, mi señor. ¿El palacio del gran kan de kanes queda a muchos días de viaje de aquí?
Oyó risas a su alrededor. Qaidu levantó una mano para imponer silencio.
—Para llegar a Karakoram, primero debéis cruzar el Techo del Mundo. Pero todavía estamos en invierno y los pasos son difíciles. Esperaréis aquí hasta que se derrita la nieve. Tal vez otra luna.
Guillermo no pudo seguir conteniéndose.
—¿Qué dice?
Josseran suspiró.
—Dice que todavía no se pueden cruzar las montañas. Es posible que debamos permanecer aquí hasta la primavera.
—Este viaje es interminable. ¡Cuando volvamos, tal vez tengamos un nuevo Papa!
«Cuando volvamos, Cristo puede haber regresado a la tierra», pensó Josseran.
—¡Dile que no debemos demorar nuestro viaje un solo segundo más! —continuó Guillermo.
—¿Qué balbucea tu hombre santo? —preguntó Qaidu.
—Dice que para él será un honor ser vuestro huésped hasta que llegue la hora de partir —contestó Josseran—. Pero le ha impresionado la noticia de que vuestro kan de kanes haya muerto. Pregunta si ha sido nombrado un nuevo kan.
—Eso no le concierne a un bárbaro —dijo Qaidu y levantó con aire lánguido una mano para indicar que la audiencia había terminado—. Ocupaos de que tengan comida y alojamiento —le ordenó al capitán de su guardia.
Cuando salían del pabellón, Josseran vio a la muchacha entre la multitud de rostros que los rodeaban. Un deseo, todavía sin forma ni nombre, se movió en las sombras de su mente. Lo hizo a un lado con irritación, lo mismo que un hombre hace a un lado a un mendigo inoportuno. Sin embargo, a partir de aquel momento no lo dejó en paz. En realidad, nunca lo volvería a dejar en paz.