Bujara era la capital de lo que los tártaros llamaban el kanato de Chaghaday; a partir de allí se entraba en el territorio que estaba bajo la jurisdicción de una reina tártara. Les dieron caballos frescos y provisiones, así como una nueva escolta, y sólo el capitán Baitu permaneció con ellos.
Atravesaron una gran planicie, pasando junto a pueblos de paredes encaladas. De vez en cuando veían las ruinas de una mezquita o el arco solitario de un caravasar, prueba del paso de Gengis Kan, cincuenta años atrás. Pero por fin quedaron atrás el desierto y las planicies sembradas de piedras. Siguieron por un valle hacia Samarkanda.
La ciudad de las caravanas estaba rodeada de montañas cubiertas de nieve. Las cúpulas de las mezquitas dormían entre álamos plateados, la ciudad era un tumulto de bazares, establecimientos de mercaderes y posadas para los viajeros. Aquella ciudad también había sido reconstruida después de los estragos de los tártaros: los ladrillos habían sido curtidos por el sol de las mezquitas y decorados con azulejos barnizados de un azul pavo real y un vívido turquesa que resplandecían bajo el sol invernal.
Una mañana en que el alba resplandecía sobre las distantes montañas, Josseran estaba en el tejado de su han, mientras las arcadas y los tejados en forma de cúpula del bazar seguían en la oscuridad. De lejos, los picos nevados de las montañas tenían un resplandor que no parecía de este mundo. La cúpula cubierta de azulejos de una mezquita brillaba como el hielo en la oscuridad y la negra aguja de un minarete se perfilaba contra las frías estrellas. El muecín ya estaba en el tejado de la torre y comenzaba el azan, la llamada a la oración que resonaba a través de los tejados de la ciudad.
—Auzbillahi mina shaitani rajim, bismillah rahmani rahim…
—Escúchalos. Gorjean como si les estuvieran sacando los dientes.
Guillermo acababa de salir de las sombras, como un fantasma. Permaneció detrás de Josseran en la muralla mientras trataba de atarse la capa con capucha.
Josseran se dio la vuelta.
—Es un himno muy parecido a nuestras canciones infantiles —dijo—. Sube y baja y es igualmente melodioso.
—¿Como uno de los nuestros? —preguntó Guillermo.
—A ti te parece bárbaro porque no lo comprendes. Hace cinco años que vivo en Tierra Santa. Es un himno que repiten todos los días al amanecer, idénticas palabras, idéntica armonía. Buscan a su dios como nosotros buscamos al nuestro.
—Ellos no tienen dios, templario. Existe un solo Dios y es el Dios de la única y verdadera fe.
Los primeros rayos del sol perforaron las sierras que rodeaban la ciudad y las cúpulas barnizadas de las mezquitas. Josseran alcanzó a distinguir la desgarbada silueta de una cigüeña que anidaba en el tejado del minarete. Imágenes que le resultaban tan familiares allí como en Acre. «Tal vez sea cierto —pensó—, he vivido demasiado tiempo entre los sarracenos y me han contagiado sus herejías».
—Lo que quiero decir es que no son impíos como algunos piensan.
—¿Si no aman a Cristo cómo van a ser otra cosa que impíos? —Josseran no contestó—. Aquí estamos muy lejos de Acre —continuó diciendo Guillermo—, pero muy pronto volveremos y me veré obligado a dar cuenta de lo que dices. Sería prudente que cuidaras tu lengua.
Guillermo se alejó. Josseran sintió un frío en los huesos que no tenía ninguna relación con el frío de la mañana. Sabía que lo que Guillermo le acababa de decir no era una vana amenaza.