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Valle de fergana, Kanato de Chaghaday

Año de Nuestro Señor de 1260

Día de san José

—¿Crees que después de esto nos comerán? —le preguntó Guillermo a Josseran.

Los rostros de los tártaros estaban en la sombra. Había oído las leyendas que corrían acerca de aquella gente. Que bebían sangre y que comían perros, sapos y serpientes, y que hasta se comían los unos a los otros. Al observarlos en aquel momento, no era algo difícil de imaginar. Permaneció sentado en el suelo, mirando el lío de intestinos de oveja tirados en la hierba ante él; el humo del fuego le irritaba los ojos. Dentro de la tienda, el aire estaba lleno de humedad, y la bosta de caballo se adhería a sus ropas.

A través de la entrada de la yurta vio que una franja anaranjada se extendía en el cielo. El valle aún estaba sumido en el invierno y Guillermo se sintió desalentado por la total desolación de aquellas montañas.

Los tártaros reían y lo alentaban para que comiera. Ellos usaban sus cuchillos y sus dedos ennegrecidos por la grasa para coger trozos asados de despojos de ovejas del humeante montón que había sobre la hierba empapada. Lo que quedaba del animal, los vellones, la cabeza y los huesos ensangrentados, estaba tirado a un lado, formando un montón.

El dueño de la yurta había troceado uno de sus animales en honor a ellos. El método era sencillo: tumbaba al animal patas arriba, lo apretaba contra el suelo con las rodillas y le abría el vientre con su cuchillo. Después introducía el brazo hasta el hombro en los intestinos que todavía se contraían y apretaba la aorta, deteniendo el corazón. A los pocos instantes, la cabeza de la oveja caía hacia un lado y el animal moría derramando sólo una gota de sangre en la hierba.

El método que usaban para cocer a la bestia era igualmente brutal. Sólo descartaban el contenido del estómago; todo lo demás, las tripas, la cabeza, la carne y los huesos, iba al agua caliente.

Guillermo estaba a punto de desfallecer de hambre pero no soportaba la idea de comer la carne casi cruda que tenía delante. Aquellos tártaros eran realmente bárbaros. Por un momento se sintió al borde de un abismo, imaginó que lo que tenían en los cuchillos era carne humana y se imaginó a sí mismo troceado sobre el fuego, sin haberse confesado ni haber recibido absolución, y enterrado en la panza de aquellos demonios.

El jefe de la escolta tártara, al que Josseran llamaba Baitu, cortó con el cuchillo un trozo de carne apenas cocida y se la metió en la boca. Guillermo alcanzaba a oír el ruido que hacían los pequeños huesos que aplastaba con los dientes. A la luz del fuego, la grasa resplandecía sobre su barbilla.

Junto a la entrada de la tienda había una bolsa de piel de oveja. Baitu se puso en pie y vertió parte del líquido que contenía la bolsa dentro de un recipiente de madera que puso en manos de Guillermo. Le hizo señas de que bebiera.

Era lo que ellos llamaban kumis, la leche de yegua fermentada que bebían en todas las comidas. Cuando se estaba acostumbrado a ella, no resultaba desagradable. Era clara y acre como el vino, levemente efervescente, y después de beberla dejaba en la boca un sabor a almendras.

Guillermo se llevó el cuenco a los labios y bebió de un trago todo su contenido. Inmediatamente se apretó la garganta, las mejillas se le pusieron rojas como la grana y jadeó, como si luchara por respirar. Los tártaros estallaron en carcajadas.

—¡Lo habéis envenenado! —gritó Josseran en el idioma tártaro.

—Kumis negro —dijo Baitu palmeándose el estómago—. ¡Es bueno!

De manera que obligaron a Guillermo a beber más, se pusieron delante de él y aplaudieron mientras él bebía. La bebida no se parecía a nada de lo que bebían habitualmente. Aquel kumis era fuerte y Guillermo se dio cuenta de que pronto estaría tan borracho como ellos. Esperaba que Dios lo perdonara.

Después de hacerle beber varios cuencos de aquel licor, los tártaros se cansaron del juego, se volvieron a sentar en la hierba mojada y prosiguieron con su comida.

—¿Estás bien, hermano Guillermo? —preguntó Josseran.

—¿Rezarás conmigo? —contestó él.

De repente sintió que su lengua tenía el doble del tamaño habitual y se dio cuenta de que arrastraba las palabras.

—Ya tengo las rodillas en carne viva a raíz de tus constantes súplicas.

—Tenemos que impresionar a estos paganos con nuestra devoción… si queremos conquistarlos para Nuestro Señor.

Los tártaros observaron con ojos asombrados al fraile cuando cayó de rodillas junto al fuego y levantó las manos unidas hacia el cielo. Todos siguieron la dirección de su mirada, hacia el agujero por el que salía el humo y por el que se podía ver la única estrella que brillaba por encima de la yurta.

—Siéntate y come —le indicó Josseran—. Míralos. Tus devociones no los impresionan. Creen que estás afligido.

—La opinión de un tártaro no me preocupa.

Y realmente era así, no le molestaba. Por primera vez en semanas, no tenía miedo. Se sentía fuerte, invencible y carismático. Josseran apretó los dientes y masticó su comida, malhumorado, mientras Guillermo llamaba en voz alta al Señor y le pedía que estuviera entre ellos, custodiara sus almas y condujera a su escolta de bárbaros por el único camino verdadero.

Al terminar, observó a Josseran que, todavía ceñudo, masticaba un trozo crudo de asadura.

—¿Cómo es posible que puedas comer algo tan desagradable?

—Soy un soldado. Un soldado no puede sobrevivir sin comida, por desagradable que le resulte al paladar.

Guillermo cogió un trozo de intestino en la mano y lo palpó para notar su textura. Se estremeció y sintió que estaba a punto de vomitar. Se levantó, salió de la tienda y arrojó el trozo de intestino a una jauría de perros.

Y entonces el mundo comenzó a girar a su alrededor y, completamente borracho, cayó boca arriba en la hierba.

Guillermo se despertó temprano, antes del amanecer, oyendo el solitario aullido de un lobo que se encontraba en alguna parte en medio de la oscuridad. Sentía que tenía la cabeza embotada, justo detrás de los ojos. Cogió el crucifijo que colgaba de su cuello y le murmuró una silenciosa oración al Dios que lo juzgaba. En lo más profundo de su corazón, su fe lo confortaba poco porque sabía hasta qué punto era pecador, y también sabía que si fracasaba en aquel asunto, la misión redentora de su pobre vida, temía el juicio de su Dios.

¿Cuánto hacía que viajaban? Había perdido la cuenta de las semanas o los meses.

Habían tomado la gran ruta del desierto en Alepo, kilómetro tras kilómetro de dura grava, a través de una solitaria provincia de cabras y algunos pastores beduinos. Los tártaros insistieron en que dejaran atrás los carros, los pesados cofres de hierro con provisiones y el traje de cota de malla que llevaban de regalo para el kan tártaro. Josseran embaló los otros regalos en una bolsa de cuero impermeable. Él mismo usaba la espada con incrustaciones de oro y plata. Aunque todavía era invierno, los días eran calurosos, y Guillermo, que no se había acostumbrado al calor y estaba fatigado por los rigores del viaje, se balanceaba en la silla, torturado por las moscas que se le posaban a los lados de los ojos y la boca, ansiosas por beber sus gotas de sudor.

Una noche, no mucho después de haber partido de Alepo, un escorpión picó a un tártaro, que pasó la noche sollozando y gritando sin consuelo. Murió a primera hora de la mañana. El incidente asustó a Guillermo en aquel momento, pero, durante las semanas siguientes, sintió envidia del tártaro por su rápida liberación de los tormentos del desierto. A menudo, lo único que quería era arrojarse a la arena caliente y morir allí.

Pero pensar en su Salvador lo ayudaba a soportarlo todo. Si ésa debía ser su cruz, su purgatorio, que así fuera. Daría la bienvenida a sus tribulaciones como flagelo por sus pensamientos impuros y para fortalecer la debilidad de su espíritu.