Oyeron la ciudad de Alepo mucho antes de verla. Tanto el repiqueteo de tambores como los gritos de hombres que luchaban y morían se oían a kilómetros de distancia. Cuando llegaron a las planicies de Alepo no encontraron ninguna diferencia entre el desierto y las tierras cultivadas. La ciudad se agazapaba bajo una gran ciudadela en el corazón de una planicie seca y sin agua. La caravana de provisiones que los tártaros llevaban consigo levantaba una gran nube de polvo y el pálido cielo celeste se mezclaba con la neblina amarilla en cuyo centro se elevaba el humo de las hogueras.
La ciudad estaba asolada; sólo la ciudadela, con sus troneras y sus explanadas pavimentadas, edificada sobre una roca mucho más alta que la propia ciudad, resistía aún la embestida de los tártaros. Al pie de la fortaleza, la ciudad en sí ya se encontraba en manos de los sitiadores, que habían exigido una rápida retribución por la intransigencia de los habitantes. El humo se alzaba sobre los restos de las mezquitas.
Era el mayor ejército que Josseran había visto en su vida. Rebaños de ovejas y cabras, caballos de tiro y camellos cubrían la integridad de la planicie. Incluso a lo lejos, los tambores de los tártaros repiqueteaban en los oídos, como las palpitaciones de la sangre. Y por encima de todo, de los relinchos de los caballos y los bramidos de los camellos, resonaban los gritos de hombres que luchaban y morían al pie de las murallas cada vez que se ordenaba una carga contra las puertas de la ciudadela.
En tres años, aquel enorme ejército había abierto una franja a través del mundo mahometano. No parecía haber perdido ni un ápice de su ferocidad.
—Esto podría ser Acre —murmuró Josseran.
Su mirada se encontró con la de Guillermo. Supo que él estaba pensando lo mismo.
Caminaron a lo largo de las calles del viejo bazar, mirando atónitos los maderos humeantes y ennegrecidos del depósito de un mercader, las paredes destrozadas de una mezquita. Bajo los cascos de los caballos, los adoquines estaban teñidos de sangre. La matanza tártara había sido espantosamente eficaz. Hombres, mujeres y niños permanecían tendidos donde habían caído, muchos de ellos decapitados y mutilados, y en aquel momento cubiertos de enjambres de moscas negras que levantaban el vuelo formando nubes cuando ellos pasaban. Los cadáveres se habían hinchado bajo el sol.
El hedor de la muerte se cernía como una nube sobre la explanada. Guillermo se cubrió la boca con una manga y comenzó a vomitar.
Tuvieron conciencia de las miradas hostiles de los soldados tártaros. «Preferirían cortarnos el cuello que hablar con nosotros —pensó Josseran—, a pesar de que supuestamente somos sus aliados». Un regimiento de la infantería armenia los pasó al trote, apremiados por el tambor que golpeaba un tártaro montado sobre un camello: era un nacara, un gran tambor de guerra. El tambor resonaba por encima del estruendo de las armaduras de metal mientras corrían hacia las murallas. «Ahora comprendo por qué a Hulagu le resultó tan útil la alianza con Bohemundo y con Hayton —pensó Josseran—. Necesita víctimas para las murallas». La oscura presencia de la ciudadela se cernía sobre ellos. El sol se había puesto detrás de las troneras, dejando las calles sumidas en la oscuridad.
Arqueros tártaros, armados con ballestas, disparaban andanadas de flechas incendiarias a las murallas almenadas, mientras grupos de soldados colocaban enormes catapultas cerca de la base de las murallas. Josseran contó muchas de ellas, catapultas más ligeras llamadas maganeles y grandes ballestas que arrojaban piedras del tamaño de casas. Las murallas de la fortaleza estaban llenas de agujeros y destrozadas por los asaltos diarios.
—¡Mira! —susurró Gerardo.
Josseran se volvió en su silla y vio lo que su escudero le señalaba. En lugar de piedras, un grupo de tártaros estaba cargando uno de los maganeles con lo que parecían melones negros. Tardó algunos instantes en comprender lo que en realidad eran. No eran melones ni piedras ni armas de ningún tipo. Estaban cargando la enorme honda con cabezas humanas. Con ellas no derribarían las murallas sarracenas, pero imaginaba el efecto que aquellos proyectiles tendrían entre los que defendían la fortaleza.
Soltaron la honda y, con un silbido, su espantosa carga fue lanzada hacia las murallas incendiadas.
Un destacamento de jinetes se les acercó por la calle llena de humo; provenía de la ciudadela. Era una fuerza del mismo tamaño que la suya, tal vez de cien jinetes, con los estandartes rojos y grises ondeando en la punta de sus lanzas y el oro de los cascos resplandeciente en el sol del crepúsculo.
Los soldados de Bohemundo ya habían desmontado y estaban arrodillados junto a los caballos. Josseran y el resto tardaron en hacerlo y los hombres de Yuchi saltaron y los obligaron a desmontar.
—¿Qué pasa? —gritó Guillermo.
Josseran no intentó resistirse. No tenía sentido. Los tártaros los obligaron a arrodillarse en el polvo. A sus espaldas oyó que el guía, Yusuf, sollozaba y rogaba que le perdonaran la vida, convencido de que estaban a punto de decapitarlo. Guillermo comenzó a recitar el Tedeum.
A su lado, Gerardo tenía la cara apretada contra la tierra, y una bota tártara le pisaba el cuello.
—¿Desean nuestras cabezas para la catapulta? —preguntó en un susurro.
—Si es así —contestó Josseran—, la del fraile será particularmente indicada. Hasta es capaz de hacer en la muralla la brecha que esperan.
Debajo de las rodillas alcanzaba a notar la vibración de los cascos de los caballos. ¿Estarían destinados a morir en aquel momento, con las caras en el suelo? No podían hacer más que esperar.