12

Hacia Alepo

El resplandor anaranjado de un fuego entre las sombras de los olivos. Un leño crepitó y se hundió en las llamas en medio de una pequeña lluvia de chispas. Los caballos tiraron de las cuerdas que los ataban y se oyó un rumor de conversación mientras Guillermo, Josseran y Gerardo se acurrucaban juntos para luchar contra el frío.

Los soldados de Bohemundo estaban dormidos, a excepción de dos que Josseran había apostado como centinelas en los límites del campamento. Los sirvientes se encontraban acurrucados bajo los carros. Yusuf, el viejo guía árabe, era el único que seguía despierto a aquella hora, pero como había sentido la enemistad de Guillermo, se mantenía un poco apartado de ellos, alejado de la luz del fuego.

Gerardo, un joven delgado de escaso pelo y barba tupida, hablaba poco y se contentaba con remover las ascuas con un palo largo.

Guillermo miró fijamente a Josseran a la luz del fuego. Desde que habían salido de Antioquía, el caballero había adoptado la costumbre de usar un improvisado turbante que se ponía alrededor de la cabeza y la cara para protegerlas del viento y del sol.

—Tienes el aspecto de un sarraceno —dijo Guillermo.

Josseran lo miró. Guillermo tenía los labios partidos y el rostro morado y pelado por el efecto del sol sobre su piel clara.

—Y tú pareces un melocotón hervido.

Guillermo notó que Gerardo sonreía.

—¿De dónde eres, templario?

—Del Languedoc. Tengo tierras allí.

—El Languedoc —susurró Guillermo.

Confirmaba sus peores sospechas. El Languedoc era una región del sur de Francia, la tierra que había producido la herejía cátara. Los cátaros practicaban un culto blasfemo según el cual era más importante la salvación personal que la doctrina establecida por la Iglesia. La Inquisición se vio obligada a conducir una cruzada a lo largo del Languedoc para desenraizarla, pero Guillermo sospechaba que todavía seguía viva en los corazones de caballeros como aquél.

—¿Cuánto hace que estás en Tierra Santa, templario?

—Cinco años.

—Un tiempo muy largo para estar alejado de la compañía de hombres civilizados.

—Aquí nació Nuestro Señor. Sólo deseo acercarme a Dios.

«Un gran discurso», pensó Guillermo. Pero ¿por qué sentía que se burlaba de él?

—¿Es eso lo que te trajo hasta aquí?

—Decían que en Tierra Santa hacían falta caballeros como yo.

—Desde luego. Tierra Santa es nuestra sagrada tarea. El hecho de que muchos de los lugares sagrados hayan vuelto a manos de los sarracenos es un reproche que se nos hace ante Dios. Recuperarlos es deber de todo buen cristiano. —Vio la expresión del caballero y se irritó—. ¿No es ésa tu creencia, templario?

—Llevo aquí cinco años. Tú ni siquiera has estado cinco días. No me digas cuál es mi deber en Tierra Santa.

—Todos estamos aquí para servir a Cristo.

Josseran miró el fuego, malhumorado. Por fin dijo:

—Si se puede servir a Cristo matando hombres, haciendo una carnicería con mujeres y niños, entonces Gerardo y yo sin duda resplandeceremos en el cielo.

Guillermo vio que los templarios volvían a intercambiar una mirada.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Guillermo.

Josseran suspiró y arrojó un palo a las llamas.

—Quiero decir que mi deber en Tierra Santa me resulta pesado, hermano Guillermo. Vine creyendo que recuperaría la Ciudad Santa de manos de los turcos. En cambio he visto a venecianos clavando sus espadas en el vientre de genoveses en las calles de Acre. Y he visto a los genoveses hacer lo mismo con los venecianos en el monasterio de San Sabas. Cristianos matando a otros cristianos. He visto a otros soldados, buenos cristianos, arrancando niños de los vientres de sus madres con la espada y los he visto violar a mujeres y luego degollarlas. Estos inocentes no estaban ocupando los lugares sagrados, eran simples beduinos que iban a buscar sus ovejas a los prados. Y todo eso se hacía en nombre de Nuestro Salvador.

—El Santo Padre, como sabrás, se ofendió mucho al enterarse de la enemistad que hay entre venecianos y genoveses porque cree, lo mismo que tú, que debemos unir nuestros esfuerzos guerreros contra el infiel, no contra los nuestros. Pero en cuanto a esos inocentes, como tú los llamas…, matamos cerdos y ovejas sin cometer pecado. Matar a un sarraceno no es una mancha peor en el alma.

—Ovejas y cerdos.

Josseran parecía luchar consigo mismo. Sabía que corría el riesgo de ser acusado de blasfemo si hablaba demasiado. Gerardo se movió incómodo y dirigió a Josseran una mirada de advertencia.

Pero Josseran no se podía contener. El tema estaba allí para ser discutido.

—¿Las ovejas y los cerdos tienen inteligencia? ¿Las ovejas y los cerdos saben astronomía y conocen el movimiento de las estrellas? ¿Las ovejas y los cerdos recitan poemas y poseen su propia música y arquitectura? Los sarracenos tienen todas esas cosas. Puedo estar en desacuerdo con ellos en cuestiones religiosas, pero no puedo creer que sean como ovejas y cerdos.

Josseran sabía que se encontraban en terreno peligroso. La Iglesia fruncía el entrecejo ante cualquier intento de conocer los secretos de la naturaleza. Lo denominaban una ilícita invasión del sagrado útero de la Gran Madre. Recordó la forma en que en Tolosa una familia de judíos había sido arrastrada fuera de su casa y golpeada por la multitud porque se descubrió que, en secreto, traducían textos árabes que trataban de matemáticas y alquimia.

—Los paganos creen que el mundo es redondo, desafiando las leyes de Dios y del cielo. ¿Tú también lo crees?

Josseran evitó la trampa.

—Lo único que sé es que aunque no tengan fe no son animales. Cuando estuve en Trípoli, un caballo me dio una coz en una pierna. La pierna se infectó y se me hizo un absceso. Un cirujano templario estuvo a punto de amputármela con un hacha. Uno de mis sirvientes mandó llamar a un médico mahometano. Él me puso una cataplasma, el absceso se abrió y me curé. Me resulta difícil odiar a ese hombre.

—Tienes una lengua blasfema, templario. Fue Dios quien te curó. Debes tener cuidado con lo que dices.

—Es posible que tengas razón. —La luz del fuego bailaba en el rostro del caballero—. Pero ahora estoy cansado de hablar con sacerdotes.

Se alejó caminando y se acostó en una manta, bajo los árboles. Gerardo lo siguió porque no quería soportar a solas la peligrosa conversación del fraile.

Guillermo permaneció solo ante la débil luz del fuego, mirando fijamente las llamas amarillas. Rezó a Dios por el alma del templario, como era su deber, y también rezó a Dios pidiendo fuerzas para lo que vendría. Porque sabía que pronto tendría que hacer frente a los tártaros y cumplir con su cometido, e ignoraba cuál sería el resultado. Rezó hasta bien entrada la noche, hasta mucho después de que el fuego se hubo convertido en brasas, porque tenía mucho miedo y no quería que los demás lo supieran.