Antioquía
El emperador Justiniano había hecho construir tres murallas bizantinas, una que se extendía sobre el río Orontes, y otras dos que escalaban las alturas del monte Silpius hasta la ciudadela. Más de cuatrocientas torres del gran castillo dominaban las planicies de alrededor de Antioquía.
Era posible que el príncipe Bohemundo hubiera negociado una tregua con los tártaros, pero, a primera vista, Antioquía no le pareció a Josseran una ciudad que hubiera encontrado su liberación. El miedo se pintaba en los rostros de los soldados que patrullaban las puertas y las murallas, y hasta los mahometanos se apresuraban por las calles de los viejos barrios con las cabezas gachas y hablando en voz baja. Todos estaban enterados de lo que les había pasado a sus correligionarios en Alepo y Bagdad.
A regañadientes, Bohemundo recibió a Josseran y los suyos en el castillo. No sentía un amor especial por el Papa ni por ninguno de sus emisarios y por deferencia a su suegro, el rey Hetum de Armenia, recientemente había reemplazado al patriarca católico de la ciudad por un obispo de la Iglesia Ortodoxa Griega. Pero convenía no ofender a los templarios de Ultramar.
El castillo se alzaba por encima de las casas enjalbegadas que trepaban las pendientes del monte Silpius hasta las estrechas y zigzagueantes calles de la ciudad. A través de la niebla que se agarraba a las planicies se alcanzaba a ver el brillo distante del mar en San Simeón. El aire fresco y la brisa salina le llevaron a Josseran recuerdos de Provenza.
El palacio estaba suntuosamente amueblado y espléndidas alfombras cubrían los suelos. En las paredes de la cámara privada de Bohemundo se alineaban millares de libros primorosamente encuadernados, muchos de ellos en idioma árabe, libros eruditos de Oriente sobre alquimia y física y lo que los persas llamaban al’jibra.
Vio que Guillermo levantaba una ceja en una mueca de desprecio.
Cuando entraron, Bohemundo estaba sentado en un diván bajo. Ante él había una mesa en la que se amontonaban frutas; en el suelo había una inmensa y llamativa alfombra cuyo centro era una lámpara votiva tejida en carmesí, oro y azul. En la chimenea ardía el fuego.
—¿Así que vais a convertir a los tártaros al cristianismo? —preguntó Bohemundo.
—Deus le volt —contestó Guillermo, empleando las palabras con que fue enviada la primera cruzada a Tierra Santa—. Dios lo quiere.
Bohemundo parecía al mismo tiempo irritado, asustado y divertido.
—Bueno, ya sabéis que la esposa de Hulagu es cristiana —dijo.
—He oído tales rumores.
—No son rumores. Es verdad.
—¿Y ese Hulagu?
—El señor de los tártaros es un idólatra. Lo he tratado. Tiene ojos de gato y huele a cabra salvaje. Sin embargo, ha humillado a los sarracenos en sus propias ciudades, algo que nosotros no hemos podido hacer en ciento cincuenta años de guerra. —Se volvió hacia Josseran—. ¿Y qué me dices de ti, templario? ¿Eres sólo la escolta de nuestro fraile aquí presente, o piensas aliarte con ellos como lo he hecho yo?
Josseran se quedó intrigado por ese comentario. ¿Tendría un espía en Acre? ¿O tal vez estaba sólo preocupado por la ambivalencia de su posición?
—Yo no soy más que un humilde caballero, mi señor —contestó Josseran.
—Todavía no he conocido a ningún templario al que pueda llamar humilde.
Bohemundo se acercó a la ventana. Debajo de la ciudadela un pastorcillo subía tras sus cabras, que se alejaban corriendo a través de montes de olivos y campos desnudos de piedra caliza.
—¿Qué dicen de mí en Acre?
Josseran supuso que él ya debía de conocer la respuesta a su pregunta, de manera que contestó:
—Hay algunos que os llaman sabio, otros os llaman traidor.
Bohemundo siguió dándoles la espalda.
—El tiempo os demostrará a todos que lo que ha motivado mis actos es la sabiduría y no la traición. Ésa es nuestra única oportunidad de derrotar a los infieles y sacarlos de Tierra Santa. Hulagu y yo cruzaremos lado a lado y a caballo las puertas de Jerusalén.
—Si él entra como cristiano bautizado, será el momento de dar gracias a Dios —dijo Guillermo.
Bohemundo se volvió.
—Si nos devuelven los lugares sagrados, ¿qué importa lo demás? —Al ver que Guillermo no contestaba, añadió—: Os proporcionaré un guía y una docena de soldados. Os escoltarán hasta Alepo, donde tal vez os encontraréis con el kan Hulagu. Comprobaréis por vosotros mismos que no tenemos nada que temer de él.
—Te damos las gracias por el servicio que nos prestas —contestó Josseran.
«¿Nada que temer? —se preguntó—. Entonces ¿por qué parece tan asustado el príncipe Bohemundo?».
Aquella noche comieron con el príncipe y su corte, y a la mañana siguiente salieron de Antioquía seguidos por un escuadrón de la caballería de Bohemundo; en la retaguardia iban los carros con las provisiones y los regalos para el tártaro. Yusuf, el guía beduino, los precedía cuando la caravana se internó en las sierras del este, rumbo a Alepo y a un porvenir incierto.