Al amanecer del día siguiente, Josseran llegó al muelle con su escudero, un tal Gerardo de Poitiers, y con provisiones para el viaje. Llevaba consigo tres caballos. Había dejado su montura grande de guerra, su destrero, pero llevaba una yegua persa blanca, Kismet, su favorita. Guardaron los regalos para el kan tártaro en un arcón. Había una espada con incrustaciones de oro e inscripciones árabes, una escribanía de ébano también con incrustaciones de oro, una cota de malla con protección para el cuello y un casco, algunos guantes de cuero rojo y un puñado de rubíes. También había una cantidad de dinares de oro árabes y dracmas de plata que se encontraban a su disposición, para usar como le pareciera conveniente.
Abordaron la galera de dos cubiertas y se reunieron con el capitán en la de popa. La mañana estaba tranquila y la bandera con la cruz roja de extremos anchos colgaba floja. Josseran observaba cómo descargaban las ollas de un carro que traqueteaba. Por la planchada subieron los caballos de carga que transportarían las provisiones, seguidos por los sirvientes que llevaban para que los atendieran y prepararan la comida. Por fin apareció Guillermo llevando la sombría capa negra con capucha de su orden encima de un hábito de lana. Tenía el rostro gris.
—Espero que esta mañana te encuentres bien —dijo Josseran.
Guillermo sacó del hábito un pañuelo perfumado y se lo llevó a la nariz.
—No sé cómo es posible que un hombre soporte tal hedor.
El hedor, era cierto, resultaba insoportable. Provenía de abajo, donde se encontraban los esclavos mahometanos engrillados a los remos, encadenados a los bancos de madera, con los tobillos hundidos en el agua de la sentina, donde flotaban sus excrementos.
—Desde que estoy en estas tierras he aprendido que un hombre puede acostumbrarse a cualquier bajeza —dijo Josseran. Se volvió y le murmuró a Gerardo, que estaba a su lado—: Incluso a las de los clérigos.
No era del todo cierto. La idea de encadenar hombres a los remos le ofendía tanto como al fraile.
—Me temo que se me revolverá el estómago —dijo Guillermo.
—Entonces te conviene hacerte a un lado —aconsejó Josseran y lo condujo a estribor.
Instantes después oyeron al fraile vomitar el desayuno.
El redoble de un tambor, el ruido del látigo del capataz y el tintineo de las cadenas se mezclaban con los quejidos de los esclavos mientras la galera se alejaba del muelle. Con lentitud, el barco fue adquiriendo velocidad. Los remos se hundían un instante, el agua de mar brillaba en sus hojas, y luego se movían al compás del gran tambor, mientras la galera cruzaba las aguas mansas del puerto en dirección al malecón.
Josseran permaneció en la popa y miró hacia atrás, a la plaza llena de columnas del barrio veneciano, con sus tres grandes puertas abiertas al mar, y los fondaques, en los que flameaban los gallardetes del León Dorado sobre la plaza. Junto a la Puerta de Hierro se elevaba un muro vertical que protegía el viejo barrio genovés.
Bajaron la cadena y la proa rodeó el rompeolas y se volvió hacia estribor a la sombra de la Torre de las Moscas. Josseran levantó la vista y miró las familiares barbacanas de la fortaleza de los templarios que se alzaba sobre el cabo del Terror.
Tenía la incómoda sensación de que nunca volvería a verlas.
Josseran y Guillermo hablaron poco durante el viaje por mar hacia el norte. Reinó una palpable tensión en la galera hasta que pasaron Tiro, porque tanto genoveses como venecianos seguían atacando los barcos mercantes del otro, y nadie estaba seguro, ni siquiera tratándose de una galera de los templarios. Los soldados merodeaban entre los aparejos, con los arcos colgados del hombro y los rostros sombríos.
Josseran se sintió gratificado al notar que el buen fraile pasaba casi todo el tiempo inclinado sobre la borda de popa, arrojando bilis al mar. No solía encontrar satisfacción en los malestares de otros hombres, pero de alguna manera Guillermo le invitaba a hacerlo. El dominico llegó a Antioquía sucio y maloliente. Mientras permanecían en el embarcadero de San Simeón, hasta Kismet movía nerviosamente los ollares cuando sentía su olor.
—No creo que en Antioquía tengas problemas para encontrar una casa de baños —le dijo Josseran, cuando su conciencia lo urgió a hacer un esfuerzo por tranquilizarlo.
Guillermo lo miró fijamente, como si acabara de blasfemar.
—¿Estás loco? ¿Quieres que enferme y muera?
—En este clima encontramos que esos excesos son bienvenidos y hasta necesarios.
—Indulgencias es lo único que he encontrado hasta ahora entre tú y tus compañeros.
Guillermo bajó al muelle, trastabillando.
«Éste será un largo viaje —pensó Josseran—. Un viaje muy largo».