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Fortaleza de los templarios, Acre

La luna en cuarto creciente se alzaba sobre el faro, una perfecta media luna, una luna sarracena. Josseran estaba en el parapeto y miraba la ciudad dormida. Por tres de sus lados, Acre estaba rodeada por el mar, al norte la protegían enormes murallas y fosos. La ciudadela de los templarios había sido edificada en el extremo sur de la península y sobresalía hacia el mar dominando las playas del sur y del oeste. Josseran alcanzaba a oír el ruido que hacían las olas al romper contra las rocas.

El gran monasterio de San Sabas se alzaba en medio de la oscuridad en lo alto de una colina situada entre el barrio veneciano y el genovés. Los monjes lo habían abandonado hacía varios meses, e inmediatamente se había convertido en un tema de discusión entre las comunidades rivales de mercaderes de Venecia, Génova y Pisa, que vivían cerca del puerto. Cada una de ellas trató de apoderarse del monasterio, primero en el consejo de barones y, luego, por la fuerza. Las refriegas de la calle condujeron a una verdadera guerra civil en la que los barones y las órdenes militares se vieron forzadas a apoyar a Génova o a Venecia. Después de todo, la supervivencia de los estados cruzados dependía del poder marítimo de los mercaderes italianos.

La guerra culminó con la batalla naval de Acre, sólo dieciocho meses antes, en la que los venecianos hundieron veinticuatro buccas genovesas y se llegó a una paz tensa, un apaño logrado por el Papa y por Antioquía, pero la disputa seguía en pie y los genoveses habían abandonado Acre para instalarse en Tiro, en el norte.

Josseran alcanzó a ver mojones en la oscuridad, la alta y graciosa silueta de la iglesia de San Andrés, el palacio del gobernador del barrio veneciano, la catedral de la Santa Cruz, el monasterio dominico en Burgos Novos y, a lo lejos, sobre las murallas del norte, la torre Maldita y la torre de San Nicolás. Miró con atención las siluetas de la ciudad dormida y pensó en el viaje que le esperaba. Todo ello, inevitablemente, lo llevó a pensar en el viaje que ya había hecho.

Hacía cinco años que estaba en Ultramar y apenas se reconocía en el fanático que pisó por primera vez aquellas playas, fervoroso, temeroso, con la conciencia cansada. Cuando abandonó Francia, pidió un préstamo de dos mil chelines a la preceptoría templaria de Tolosa para llegar a Acre, así como cuatro mulas de la abadía de Carcasona. Como retribución ofreció a los templarios propiedades que pasarían a pertenecerles si no volvía de su peregrinación.

Cinco años.

No había cambiado tanto. En su país, él y sus compatriotas francos se vestían con pieles y saciaban su apetito con enormes platos de carne de vacuno y cerdo. Pocas veces se lavaba, convencido de que eso le helaría el cuerpo y le causaría enfermedades. En aquel momento pensaba en el antiguo Josseran Sarrazini como poco más que un salvaje. Allí comía poca carne pero tenía bandejas de cobre llenas de naranjas, higos y melones, y bebía zumos en lugar de vino caliente. Se lavaba al menos tres veces por semana.

Al principio, recién llegado a Tierra Santa, odiaba a los sarracenos y creía, como le habían enseñado de niño, que eran la personificación del mismo demonio. Después de vivir cinco años en Acre, usaba ropa y turbantes al estilo sarraceno y había aprendido de aquellos demonios algo de matemáticas, astronomía y poesía. El Temple incluso mantenía prisioneros mahometanos como artesanos y fabricantes de corazas y de sillas y, con el tiempo, Josseran había hecho amistad con varios de ellos; hasta llegó a considerarlos hombres iguales a él.

Su régimen como templario era estricto. En invierno sus días empezaban antes del amanecer; después de los maitines, inspeccionaba los caballos y los arneses, las armas y la armadura, los suyos y los de su superior. Después se dedicaba a su entrenamiento y al de sus hombres, que consistía en la práctica constante con lanza, maza, espada, daga y escudo. Comía por primera vez a mediodía y no volvía a hacerlo hasta el atardecer. Rezaba una docena de docenas de padrenuestros cada día, catorce por hora y dieciocho en las vísperas.

Ya había hecho su peregrinación, había cumplido su penitencia sirviendo los cinco años que había prometido. El capellán aseguraba que le habían sido perdonados todos sus pecados. Entonces ¿por qué seguía sintiendo aquel peso en el corazón? Pronto le llegaría la hora de volver a Francia y de hacerse cargo del patrimonio de su padre en el Languedoc. Se preguntaba por qué no estaba más impaciente por volver a casa.

En la oscuridad oyó pasos en la piedra y se volvió. Llevó la mano instintivamente a la espada. ¡Había tantos criminales en aquella ciudad! Estaban rodeados por el odio.

—Guarda tu espada, templario —dijo un hombre en latín. Reconoció la voz. Era Guillermo, el fraile dominico—. Me dijeron que te encontraría aquí.

—Muchas veces busco consuelo en la noche.

—¿Y no en la capilla?

—Aquí arriba hay menos hipócritas.

Josseran no alcanzaba a ver en la oscuridad el rostro del fraile, el cual se acercó a las almenas y miró hacia el puerto, de modo que se podía ver su silueta.

Los dominicos. Domini canes como algunos graciosos los llamaban, «los perros del Señor». La orden fue fundada por el español Domingo de Guzmán, al que llamaban santo Domingo, durante la cruzada del Languedoc, cuando se impuso la tarea de perseguir todas las formas de herejía y de poner Europa bajo el dominio de los clérigos. Sus frailes recorrían la cristiandad predicando a la gente del pueblo e instruyendo a cabecillas civiles y religiosos, y se adherían estrictamente a los principios de pobreza y castidad, dedicando su vida a inspirar deferencia por el sagrado obispado. Sólo a ellos les asistía el derecho, concedido por el Papa, de predicar y confesar en cualquier parte de la cristiandad, y ocupaban un lugar especial en Roma como los aliados de más confianza del pontífice. El cargo de magister sacri palatii, el teólogo personal del Papa, había estado en manos de un miembro de la orden desde los tiempos del propio Domingo. En 1233, Gregorio IX les encargó la sagrada tarea de la Inquisición.

—Parece que seremos compañeros —dijo Guillermo.

—No es lo que yo habría preferido.

—Yo tampoco. He oído hablar de los vicios y traiciones de los templarios.

—Yo he oído las mismas cosas de los sacerdotes.

Guillermo lanzó una corta carcajada.

—Tengo que saberlo. ¿Por qué te escogieron?

—El gran maestre piensa que tengo ciertas aptitudes para la diplomacia. También sé usar la espada y soy un jinete más o menos bueno. Y hablo varios idiomas. Es un don que Dios quiso que poseyera. ¿Tú hablas algo aparte del latín?

—¿Como qué?

—Es difícil comerciar en Ultramar a menos que hables un poco de árabe.

—El idioma de los paganos.

Josseran asintió con la cabeza.

—Cuando caminaba por las calles de Jerusalén, Nuestro Señor hablaba en latín, por supuesto. —Guillermo no contestó y Josseran sonrió en la oscuridad. Una pequeña victoria—. De modo que sólo hablas latín y alemán. ¡Qué buen embajador ha elegido el Papa para Oriente!

—Ya que serás mi intérprete, espero que me sirvas con fidelidad. Josseran tuvo que refrenarse ante las implicaciones del comentario.

—Será útil que recuerdes que seré tu escolta, no tu sirviente.

—Tienes que saber que no toleraré intromisión alguna en mis planes.

—¡Si me cruzo en tu camino, siempre puedes seguir el viaje solo!

Guillermo se dio la vuelta en la oscuridad. Josseran frunció el entrecejo. ¡Sacerdotes! Pero las instrucciones del gran maestre eran claras. La regla de los templarios le imponía tratar bien a Guillermo y soportar su arrogancia durante todo el trayecto hacia Alepo. Gracias a Dios, el viaje no duraría más de un mes.

Se volvió hacia la noche y sus estrellas, mientras se preguntaba adónde lo llevaría el destino en la próxima luna llena.