Un salón de mármol con grandes techos abovedados, las paredes suntuosamente cubiertas de alfombras de seda. Muchos de los barones estaban reunidos cuando Guillermo llegó. Su aspecto era severo con aquel hábito marrón y la cabeza rubia tonsurada; su expresión y modales mostraban el desprecio que le merecían aquellos seres de alta alcurnia.
Consideraba que el lujo que aquellos señores se permitían era bastante reprobable mientras Jerusalén siguiera en manos de los infieles. Guillermo miró a su alrededor. El salón se abría a un patio sombrío en cuyo centro había una fuente. Las ventanas de una de las paredes daban al mar. Los caballeros cristianos, vestidos como sarracenos, se encontraban tumbados en divanes, y mujeres sarracenas, vestidas con ferijdes de seda y con las muñecas y los tobillos adornados con ajorcas de oro, les servían zumos y refrescos en jarras de plata. Había pequeñas mesas con bandejas de bronce llenas de higos y trozos de melón. En un rincón del salón, otros sarracenos tocaban tambores e instrumentos de cuerda parecidos a laúdes.
—Hermano Guillermo —dijo un barón—, lamento que no estemos listos para darte la bienvenida. Me temo que no tenemos preparada ninguna cama de clavos, sólo estos mullidos cojines.
Hubo un murmullo de risas.
Guillermo no hizo caso de la mofa. Los últimos días lo habían preparado a no esperar otra cosa de aquellos señores sin Dios, por muy caballeros que fueran. Se acercó a una ventana y miró el mar de invierno. Una brisa que soplaba de tierra firme llenaba las olas de espuma bajo el cielo azul. En Roma habría nieve en los abetos y hielo en las fuentes.
Se volvió hacia el salón y miró aquella reunión de grandes señores. Reconoció a Julián, conde de Sidón y Beaufort, un hombre grandullón y apuesto que lucía una elegante toga de seda adornada con piedras preciosas. Lo conocía por su fama de fanfarrón y de mequetrefe También estaba el corregidor de Bohemundo de Antioquía; a su lado, Godofredo de Sargines, baile del reino de Jerusalén, y, junto a él, el viejo conde Juan de Jaffa. Tendría quizás un aliado en aquel viejo caballero. Había varios representantes de la comunidad veneciana de mercaderes, y también estaba el patriarca de Jerusalén, Reinaldo. Los genoveses y el señor de Tiro, Felipe de Montfort, habían declinado la invitación igual que el gran maestre de los hospitalarios, debido al conflicto que había entre ellos y los venecianos.
A Guillermo todavía le sorprendía que los buenos cristianos lucharan entre ellos cuando los sarracenos aullaban a las puertas de sus ciudades.
Los miembros de las órdenes militares llamaban la atención, como los templarios, con sus sobrevestas que exhibían la cruz roja en el lado izquierdo del pecho. Llevaban barba y el pelo muy corto, en contraste con el pelo largo y las caras completamente afeitadas del resto de los caballeros.
Guillermo también reconoció al gran maestre de los caballeros templarios, Tomás Berard, el inglés. Llevaba consigo una escolta de diez soldados que esperaban junto a la puerta, una presencia silenciosa pero amenazante.
Guillermo sospechaba de todos los templarios, a pesar, o quizá a causa, de la posición única que ocupaban dentro de la cristiandad. La misión de la orden era proteger a los peregrinos en Tierra Santa y luchar del lado de Cristo. Eran, sin duda alguna, la fuerza militar más disciplinada de Ultramar y, a diferencia de otros caballeros y señores, no debían su lealtad ni sus armas a ningún rey, sino que sólo respondían ante el Papa. Sin embargo, debido a que el servicio dentro de la orden garantizaba la remisión de todos los pecados, los templarios atraían a sus filas a violadores, herejes e, incluso, asesinos, así como a los resentidos y a los independientes. En realidad, descontentos de todas clases.
En opinión de Guillermo, eran peligrosos.
Berard había llevado consigo un acompañante a la reunión. Un gigante de barba castaña que permanecía detrás de él, apoyado contra la pared, con una sonrisa benévola pero indiferente. Lo presentaron como Josseran Sarrazini, de Tolosa.
Guillermo sintió odio por él inmediatamente.
A pesar de la vulgaridad evidente en aquella ilustre reunión, Guillermo detectó una tensión palpable en el ambiente. Todos conocían el problema por el cual habían sido citados allí aquel día.
Godofredo de Sargines, como baile, puso orden en la reunión. Describió las últimas noticias recibidas de Oriente y las grandes victorias logradas por los tártaros en los últimos meses.
—La cuestión que discutimos —concluyó— es si hacemos frente a esos tártaros como una amenaza a nuestra soberanía en estas tierras, o los abrazamos como aliados en nuestra lucha contra los sarracenos.
—Tal vez ya sea demasiado tarde —dijo un barón, Juan de Beirut, mientras chupaba un higo—. Tenemos noticia de que Bohemundo de Antioquía ya ha corrido a someterse a Hulagu como un perro que suplica las sobras.
Hugo de París, el representante de Bohemundo en la reunión, resopló indignado.
—¡Sólo se trata de una alianza prudente! A cambio de su cooperación, mi señor Bohemundo ha logrado que los tártaros le prometan todas las tierras que hay entre Alepo y Antioquía.
—¡La mayor parte de las cuales ya pertenecen a Bohemundo!
—Hulagu se ha ofrecido a marchar con él y con el rey Hetum de Armenia para tomar Jerusalén —continuó diciendo Hugo, haciendo caso omiso de sus detractores.
—Para tomarla, sí. Pero ¿nos permitirá conservarla?
El conde Julián, situado en el diván, les dirigió una sonrisa despectiva.
—Bohemundo ha conseguido lo que quería. Hulagu le ha garantizado un territorio añadido.
—Que de todos modos los tártaros han saqueado y quemado.
—Los tártaros declaran que su kan tiene derecho al dominio universal —gritó Juan de Jaffa—. ¡Eso es blasfemo! ¡Es una afrenta a la Iglesia cristiana, igual que la presencia de los sarracenos en el Santo Sepulcro!
Tomás Berard, el templario, habló con voz meliflua.
—En este caso, nuestra posición no es fuerte. Si firmamos un tratado con ellos, es posible que echemos a perder la situación de los sarracenos.
—¿Firmar un tratado con ellos? —gruñó Juan—. ¿Debemos olvidar lo que hicieron en Polonia y en Hungría? Sólo han transcurrido dos décadas desde que asolaron la mitad de la cristiandad e incendiaron y violaron todo lo que encontraron en su camino casi hasta las puertas de Viena. ¿Y hablas de firmar un tratado con ellos? ¡Sería como librarse de un perro no deseado metiendo un oso en tu casa!
Guillermo era una criatura cuando ocurrieron los acontecimientos descritos por Juan, pero todavía recordaba el terror creado por la invasión de los tártaros. Las hordas aparecieron de repente por Oriente, ocuparon vastas superficies de Rusia, destruyeron ciudades enteras y mataron a millares de personas. Tomaron Moscú, Rostov y Kiev, luego diezmaron los ejércitos de Polonia y Silesia. En la batalla de Liegnitz pasaron a cuchillo a los caballeros de la Orden Teutónica y luego cortaron una oreja a cada cadáver y usaron ese horrible trofeo para hacerse collares mientras se dirigían a Hungría y Dalmacia.
Guillermo recordaba que Augsburgo, su ciudad, había sido invadida por una plaga de ratas negras que habían seguido a los tártaros a Europa. En aquellos tiempos, muchos creyeron que los jinetes del demonio habían surgido del mismo Hades para castigar a aquellos que no eran fieles a Cristo. Casi todos los habitantes de la ciudad se refugiaron en la iglesia convencidos de que había llegado el momento del Juicio Final. Y tan repentinamente como aparecieron, los tártaros desaparecieron cabalgando por el camino por el que habían venido.
—Esos tártaros no son hombres —decía otro de los barones—. Se comen a sus prisioneros. Violan a las mujeres hasta que mueren y luego les cortan los pechos para hacer adornos. Comen serpientes y beben sangre humana.
—¿No os habéis enterado de lo que hicieron en Maiyafaqin? —señaló otro de los caballeros—. Cogieron prisionero al emir y le cortaron trozos de carne, la asaron a fuego lento y luego lo obligaron a comérsela. Tardó muchas horas en morir.
—Naturalmente, en Ultramar nunca nos hemos inclinado por actos tan bárbaros —observó con una sonrisa irónica el llamado Josseran Sarrazini.
La conversación se detuvo por un momento y los demás lo miraron fijamente, inquietos por la mofa que acababa de hacer de sus conciencias. Pero Berard no lo reprendió. En lugar de ello, esbozó una sonrisa indulgente.
—También afirman que, en Bagdad, los musulmanes fueron obligados a inclinarse ante una cruz que llevaban en procesión por la calle —señaló—. Una mezquita fue convertida en iglesia para celebrar una misa. Hasta se dice que ese general Hulagu es descendiente de uno de los tres reyes que le llevaron regalos a nuestro Salvador. De hecho, ¿no informó Guillermo de Rubroek de que la esposa del propio Hulagu era cristiana? ¿Qué otra prueba necesitáis de que estos tártaros están aquí para impedir que la Tierra Santa siga en manos de los sarracenos?
Guillermo recordaba a aquel Rubroek, un monje franciscano al que el rey Luis envió como emisario a tierras tártaras. Había viajado por Rusia hasta la capital tártara hacía unos cinco años, y retornó con la historia de que había cristianos entre los bárbaros, y que uno de ellos era la esposa de aquel Hulagu, que según Rubroek era hermano del rey. El crédito que se pudiera conceder a sus afirmaciones era otra cuestión.
Anno von Sangerhausen, gran maestre de la Orden de los Caballeros Teutónicos, fue el siguiente en hablar. No le gustaban los templarios, pero al menos en ese punto estaban de acuerdo. Tal vez no tuviera deseos de que su propia oreja sirviera de adorno a algún oficial tártaro. Sacudió los guantes de cuero en la palma de la mano, con impaciencia.
—Propongo que parlamentemos.
Godofredo se masajeó la barbilla, turbado por la inevitable división que había entre los presentes.
—Antes de que tomemos ninguna decisión al respecto, debo informaros del resto de las novedades. Hemos recibido, bajo bandera de tregua, un mensaje de los sarracenos, de su sultán Baybars. Desea ofrecernos una alianza contra los tártaros.
—¡Desde luego que lo desea! —estalló Berard, riendo—. Los tártaros lo están arrasando todo.
—Yo digo que no tenemos que aliarnos con ninguno de ellos —gritó el conde Julián—. Todavía no. Que sus ejércitos luchen. Cuando ambos estén extenuados, podremos volver a pensar en el asunto. Ponernos del lado del victorioso, si todavía es fuerte; destrozarlo, si es débil. Pase lo que pase, no podemos perder.
Y así siguieron, hora tras hora hasta que las sombras se fueron deslizando por el patio y las primeras estrellas aparecieron en el horizonte de terciopelo que se veía al otro lado de la ventana. Guillermo sentía que su frustración aumentaba. Aquellas conversaciones no los llevaban a ninguna parte. En su interior estaba de acuerdo con Juan de Jaffa, los tártaros eran tan abominables como los sarracenos. Pero él había recibido su sagrada misión del propio Papa y, fuera cual fuese el resultado de aquella reunión, debía llevarla a cabo.
—¿Y qué dices tú, Guillermo? —preguntó Godofredo por fin, aparentemente extenuado por las discusiones que hacía horas que se sucedían.
Guillermo se volvió.
—Tengo en mi poder una carta del pontífice para el kan de los tártaros que debo entregar personalmente.
—¿Y qué dice? —preguntó Godofredo.
—Se me ha encargado que entregue esa carta al kan tártaro, no al baile de Jerusalén. También debo llevar la respuesta en persona al Santo Padre. No puedo decir más. —Guillermo se sintió encantado al ver las expresiones de enfado y de disgusto en los rostros de los caballeros que lo rodeaban—. El Santo Padre también me encargó predicar a los tártaros la doctrina de nuestra fe, y me ha concedido autoridad para establecer iglesias y ordenar sacerdotes entre ellos.
—¿El Papa desea una tregua con los tártaros? —preguntó Juan de Jaffa, con la voz estrangulada por la incredulidad.
—No me jacto de conocer los pensamientos del Santo Padre. Pero igual que vosotros ha recibido informes de que hay cristianos entre ellos y siente que, tal vez, haya llegado el momento de cumplir la voluntad de Dios y hacerlos entrar en los brazos de nuestra Santa Madre Iglesia.
Notó que varios de los presentes murmuraban en voz baja. Era posible que fuesen cristianos, pero no todos veneraban al Papa como era debido.
Un silencio lóbrego cayó sobre la discusión.
—¿Y qué hay del preste Juan? —preguntó alguien.
El preste Juan, un descendiente de los Reyes Magos, un legendario sacerdote-rey que llegaría de Oriente para salvar a la cristiandad en su hora más negra. Su nombre había sido mencionado en Roma hacía casi ciento cincuenta años.
—¿No es un poco viejo para salvarnos? —murmuró Josseran.
Varios de los presentes le dirigieron miradas agudas. Pensaban como él, pero no convenía expresar aquellos pensamientos en voz alta.
Guillermo le dirigió una mirada intensa, a la que Josseran prefirió no prestar atención.
—Algunos creen que los tártaros pudieron haber vencido a Juan y que su rey se casó con la hija de éste. Entonces, es su descendiente quien se sienta en el trono tártaro y por eso oímos hablar de cristianos entre ellos. Es posible que todavía encontremos allí nuestra salvación.
—Es una posibilidad que no debemos pasar por alto —dijo Godofredo.
Tomás Berard asintió con la cabeza.
—Si el padre Guillermo desea encontrarse con Hulagu, nos sentiremos felices de facilitarle las cosas, tal como requiere nuestra orden.
—¿Qué sugieres? —preguntó Godofredo.
—Podemos hacer los arreglos necesarios para que sea escoltado hasta Alepo, protegido por una bandera de tregua, para que entregue su carta. Uno de mis caballeros puede servirle de acompañante y de intérprete. También puede actuar como espía para que conozcamos mejor la mente de los tártaros antes de proceder.
Godofredo asintió, pensativo.
—¿Piensas en alguien para esa misión?
—¡Naturalmente! Habla persa y árabe, y es una persona tan versada en la diplomacia como en las armas. —Berard sonrió y miró por encima del hombro a Josseran Sarrazini—. En realidad, es el enviado perfecto.