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Fortaleza de los Templarios, Acre

Año de Nuestro Señor de 1260

Fiesta de la Epifanía

Josseran Sarrazini estaba solo y de rodillas. Una sola lámpara de aceite ardía en la capilla en la oscuridad que precede al alba; la imagen negra y dorada de la Virgen resplandecía en el altar. El gigante, de pelo castaño muy corto, inclinó la cabeza y dejó el cuerpo inmóvil, excepto los labios, que rezaban en silencio una oración mientras pedía perdón por aquel único pecado que no lograba perdonarse.

En su imaginación se encontraba lejos de las calles polvorientas y de los montes de olivos de Palestina; le parecía oír el crepitar de leños en una chimenea, el murmullo de la pesada nieve del Languedoc, el olor de las pieles húmedas y el frío de los muros de piedra.

—Sabía que estaba mal, pero no pude resistirme —murmuró.

Había ocurrido una mañana parecida a aquélla, clara y azul, no mucho después de la fiesta de la Natividad. Ella quería cabalgar por el bosque y, a petición de su padre, la acompañó. Montaba una yegua alazana, de un carácter tan orgulloso y suave como el de ella. Porque, en realidad, desde que había ido a vivir con ellos a la casa solariega, casi no se habían dirigido una sola palabra amable. No manifestaba que su presencia la impresionara más profundamente que la de su caballerizo. Y, sin embargo, pese a que el aliento de ambos se congelaba en el aire matinal y las ramas de los pinos estaban cargadas de nieve, él alcanzaba a notar el calor que ella despedía.

Cabalgaron hacia el interior del bosque; la yegua metió una pata en una madriguera de conejos y dio un paso en falso. Ella cayó del caballo y permaneció quieta en el suelo helado. Él desmontó y corrió hacia ella, temiendo que se hubiera roto algún hueso. Pero cuando se agachó, los ojos de la mujer parpadearon y se abrieron, grandes y negros como el pecado, y él sintió que el estómago se le convertía en grasa caliente. Ella sonrió.

La miró fijamente. Sus labios eran rojos como la sangre, su piel tan tersa y blanca como una perla. Sintió que la Bestia le susurraba con una voz tan sibilante como la de la serpiente.

Ella murmuró que sólo se había lastimado el tobillo y le ordenó que la ayudara a subir al caballo.

«No pude resistirme».

¿La tentación fue demasiado fuerte o él fue demasiado débil? Al rodearla con los brazos sintió el calor de su cuerpo y, siguiendo un impulso, trató de robarle un beso. Creyó que ella lo empujaría para rechazarlo, pero lo que hizo fue tirar de él para ponérselo encima. Él lanzó un quejido, ya incapaz de detenerse. Su virilidad, que todavía no había sido empleada, estaba dura como la madera de un roble, y se arrojó de cabeza a los portales apretados y húmedos que el Demonio tan descaradamente acababa de abrirle. Para su sorpresa, la penetró con rapidez. El corazón le latió casi dolorosamente contra las costillas y el pulso se le aceleró cuando notó con incredulidad lo que acababa de hacer.

¿Y qué recordaba de aquel primer encuentro con el demonio? El golpeteo de la sangre en los oídos, el pecho apretado, el ruido de los caballos que golpeaban la tierra helada y amarga, el sabor salado de la lengua de ella dentro de su boca. Una mezcla de sensaciones desesperadas, el suelo frío y duro bajo sus rodillas desnudas, el calor imposible de la carne de aquella mujer. Enfermo de culpa y, sin embargo, estimulado por el placer, era como si lo hubiera absorbido el remolino de una charca negra mientras extendía una mano hacia la luz.

Ella lo retenía con la dulce presión de su carne más íntima. Él le veía el rostro a través de una niebla de sangre y sus labios mostraban los dientes en una sonrisa que era más amarga que placentera. Igual que un animal.

Él trató de contener la explosión de condenable e insoportable placer, pero ésta lo dominó mientras maldecía su juventud y su inexperiencia.

Eyaculó con rapidez, y el calor lúbrico vació sus entrañas y lo dejó despojado y débil.

Ella lo empujó con rudeza para alejarlo y él permaneció tendido de espaldas, jadeando, mirando el cielo desvaído y sintiendo que la escarcha se derretía en su camisa. Vio cómo cojeaba hasta el caballo y lo montaba. Después se alejó y lo dejó allí, con su perfume y con los flujos de sus cuerpos entre las piernas.

No se habían dicho una sola palabra.

Igual que un niño, lloró por lo que había hecho, pero una hora después ya estaba pensando en repetir la obra del demonio.