Jutelún volvió a bajar la montaña en dirección al muchacho, los restos de la cabra colgaban de su mano derecha y manchaban de sangre el flanco del caballo. Montado en su yegua negra, Jebey la miró sonriente. Después de todo, había decidido seguirla. Entonces, Jutelún comprendió lo que éste pensaba hacer: creía que ella sería débil y que podría quitarle la cabra en el desfiladero.
Jutelún frenó el caballo. Se miraron fijamente.
—No eres tan tonto como pareces —dijo ella.
—¿Sería tan dramático ser la esposa de un kan? —contestó él.
—Soy hija de un kan. Por ahora me contento con eso.
Él le tendió la mano.
—Tal vez seas más rápida que yo a caballo, pero no eres lo suficientemente fuerte. ¿Crees que podrás pasar por mi lado con tu carga? —Ella se encogió de hombros. No había pensado que sería lo bastante ingenioso para atraparla de aquella manera. Hizo avanzar a su caballo al paso—. Nunca te he visto la cara, tal vez todavía desee que te quedes con tu cabra.
Las mujeres de la estepa no se velaban porque eran tártaras antes que mahometanas, pero Jebey sólo la había visto una vez y en aquella ocasión ella tuvo cuidado de mantener el rostro oculto por el pañuelo de seda morada, tal vez para irritarlo o intrigarlo. En aquel momento esperó mientras ella cogía la seda con la mano libre y la apartaba.
Jebey la miró fijamente. En realidad, nunca había imaginado un premio tan grande.
—¡Eres realmente guapa! —murmuró.
«Guapa —pensó ella— es lo que me dicen los hombres. Un don sin importancia para una princesa tártara. La belleza es el don de la sumisión, Más importante que eso es que soy más fuerte de lo que parezco».
Con un rápido movimiento de la mano derecha y de las caderas, le arrojó a la cara los restos peludos y llenos de sangre y lo tiró de la silla. Jebey se quedó quieto, inmóvil sobre las rocas heladas.
Jutelún ni siquiera le dirigió una mirada. Hizo pasar el caballo por encima de él y volvió al trote por el desfiladero.
Qaidu estuvo largo rato observando los restos de la cabra muerta que estaban a sus pies. Les dio una patada, como si esperara que aquella carne muerta volviera a la vida. Por fin miró a su hija. En su interior había risa y furia a la vez.
—De modo que has ganado.
—Jebey es tonto.
Qaidu miró al padre de Jebey, montado a caballo, con cara inexpresiva, por suerte demasiado alejado para oír aquella opinión del carácter de su hijo.
—Es el hijo de un kan.
—El viento sopla helado tanto sobre las cabras como sobre los príncipes.
Jutelún vio a sus hermanos en la entrada de la yurta de su padre, mirando desilusionados.
—Si al menos Tekuday se pareciera más a ti —le dijo Qaidu en voz baja. Y con aquellas palabras se volvió y entró en la yurta. Jutelún sonrió bajo la bufanda roja. No podía haberle hecho un cumplido mayor.
Después de que Jebey abandonara el campamento con su padre y la escolta de ambos para volver a las aguas heladas del lago Baikal, el clan decidió cambiar el nombre al desfiladero donde Jutelún acababa de ganar la carrera. A partir de ese día no se le conoció como «Donde murió el asno», sino como «Donde el asno fue tumbado por una cabra».