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Aquel invierno, Qaidu había establecido su campamento en el valle de Fergana, al pie de las montañas que se alzaban hasta el Techo del Mundo. Sobre la enorme ciudad de yurtas, las sierras marrones aparecían cortadas por profundos barrancos. Negros peñascos se alzaban hacia el cielo como puños de dioses, por encima de laderas salpicadas de piedras y álamos plateados. Un alto desfiladero rodeaba un lago oscuro y glacial. Por encima de él se veía la colina que los tártaros llamaban «La mujer se va».

La noche anterior, Qaidu había puesto los cuerpos decapitados de dos cabras blancas en la cima de aquella colina. Para ganar el desafío, Jutelún tenía que llevar los restos de una de las cabras a la puerta de la yurta de Qaidu antes que su pretendiente Jebey.

Todos se habían reunido para presenciar el espectáculo, los hombres con sus abrigos de piel y sus gorros de fieltro, las mujeres con niños que tenían las narices llenas de mocos. Un silencio total. Los ojos negros y fijos, el aliento, blanco y efímero, de mil bocas en el aire quieto de la mañana. A un lado, los hombres que habían cabalgado hasta Almalik con Jebey, montados en los caballos mongoles de ancho pecho que en aquel momento piafaban en el suelo helado.

Después estaba el propio Jebey, con cuerpo de hombre y rostro de niño. Montaba con movimientos veloces y descuidados que dejaban ver su nerviosismo. Su padre, el kan, estaba sentado a su lado, sin moverse.

Qaidu salió de la yurta, se encaminó hacia su hija y puso una mano en la crin del caballo. A pesar de que no lo manifestaba, Qaidu sintió un profundo orgullo. Jutelún era alta como un muchacho y la delgadez de su cuerpo quedaba oculta bajo el grueso abrigo y las botas. Se había envuelto la nariz y la boca con una bufanda, bajo el gorro forrado de piel, de modo que lo único visible eran sus ojos.

Sin embargo, algo en su porte la delataba inconfundiblemente como una mujer.

—Pierde —le susurró su padre.

Los ojos oscuros de la muchacha brillaron.

—Si me merece, ganará.

—Es un gran muchacho. No es necesario que montes mejor que nunca.

El caballo golpeó el suelo con una de las patas delanteras, excitado, impaciente por moverse.

—Si es un muchacho tan bueno como tú dices, aunque yo monte mejor que nunca no bastará.

Qaidu sintió una punzada de irritación. Sin embargo, deseaba que Tekuday o Gerel hubieran heredado algo del carácter de su hija. Miró la horda de rostros silenciosos y bronceados. Muchas de las mujeres sonreían. Querían que ella ganara.

—El que primero traiga la cabra, hará lo que desee —gritó, y retrocedió.

Jebey espoleó al caballo para que se pusiera a la par del de Jutelún. Cuando Qaidu lo miró, Jebey hizo un imperceptible movimiento de cabeza para expresar su confianza. «No te apresures, muchacho —pensó Qaidu—. No conoces a mi hija».

Alzó el brazo derecho. Lo bajó y la carrera comenzó.

Un potente galope entre la multitud reunida en la explanada, más allá de las yurtas, rumbo a las sierras marrones espolvoreadas de blanco. Jebey cabalgaba erguido sobre los estribos, galopando con decisión mientras el viento, frío como el hielo, le azotaba el rostro. Los cascos repiqueteaban en la planicie helada. Al mirar por encima del hombro, vio que el caballo de Jutelún giraba de repente y, casi al instante, estaba a doscientos pasos de distancia, galopando hacia la parte más escarpada de la montaña.

Se preguntó si debería seguirla. Por encima de él estaba el amplio desfiladero, el camino para subir la colina que había decidido tomar el día anterior. Ya era tarde para cambiar de idea. Tal vez ésa fuera la estrategia de la muchacha para tener la seguridad de que él ganaría.

Sin embargo, lo acosaba la horrible sospecha de que, de alguna manera, había sido engañado. A pesar de ello continuó por su camino.

Jutelún sonrió al imaginar la confusión de Jebey. En realidad, el muchacho no tenía elección. Si la seguía, a partir de aquel momento iría detrás de ella en la carrera y sabía que no podría alcanzarla a menos que su caballo resbalara. ¿Qué podía hacer sino mantener el primer rumbo?

Cabalgó por el desvío hacia la garganta de la montaña llamada «Donde murió el asno», nombre que se le había dado por lo escarpado de la ladera. Los cascos del caballo resbalaban en la pizarra suelta. Sabía que el corazón palpitante y los músculos del animal resistirían. ¿Cuántas veces había recorrido aquel sendero, en otras carreras o por placer?

¡Pobre Jebey!