1

Respira profundamente.

Sus ojos están cerrados.

Ahora sabe cuál es la ruta que lleva al Santuario.

LA NOCHE…

Logan llegó a la plataforma de la red de transporte con el cuerpo dolorido y la mirada vidriosa. Había pasado un brazo por los hombros de Jessica, y ésta le servía a un tiempo de apoyo y de guía.

La joven llamó a un coche.

Logan caminaba con la cabeza caída, respiraba fatigosamente y su cara estaba blanca como el yeso. Parecía no darse cuenta de dónde se encontraba ni notar que el vehículo se había puesto en movimiento.

—No te preocupes. Todo saldrá bien —le dijo Jess sosteniéndolo contra sí con la misma ternura con que lo había abrazado el dispositivo del Cuarto del Amor Materno, a la vez que le hablaba dulcemente—. Estamos en camino hacia la etapa final. La que lleva al Santuario. Ya nadie podrá detenernos. Unos minutos más y no seremos fugitivos. Nuestros problemas se habrán acabado.

Logan no respondió.

El vehículo avanzaba como una exhalación, por los profundos túneles.

—Ya no tendrás que luchar más contigo mismo. Hube de impedir que Ballard te hiciera daño porque lo que le dije es verdad. Te amo. No es fácil dejar a un lado toda una existencia, como hiciste tú. Pero ahora eres libre.

Él levantó lentamente su mano derecha. La flor parpadeaba vivamente.

Se estremeció.

Se volvió negra.

Sus veinticuatro horas habían finalizado.

Una penetrante sirena de alarma empezó a sonar en el vehículo.

—¡El Arma! —dijo Logan como en un trance.

—Sólo nos quedan quince minutos —sollozó Jess—. Se irán sin nosotros.

Salieron otra vez al exterior. De pronto vieron a un Vigilante.

La mente de Logan trabaja febril. Era un joven recién incorporado. No tendría más de dieciséis años. Los fugitivos huyen. Nunca atacan.

Pero Logan atacó.

En el rostro del joven Vigilante se pintó una expresión de dolorosa sorpresa conforme el golpe lo derrumbaba.

Una vez más en los túneles.

—Es inútil, ¿verdad?

—Pittsburgh —dijo Logan.

—¿Cómo?

—La ciudad de acero. Allí no habita nadie. Quizá podamos refugiarnos en ella.

Molibdeno.

Cromo.

Vanadio.

Hierro.

Tantalio.

Carbono.

Aluminio.

Níquel.

Acero.

Pittsburgh.

Una enorme y ruidosa fundición; una maraña de recipientes, transportadoras, poleas, palancas, martinetes, estampadoras, flexores, matrices, muelles, tornos y herramientas diversas. Mineral y carbón afluían gobernados por impulsos eléctricos. Al exterior salían productos metálicos y piezas que se distribuían por toda la nación.

Pittsburgh: una máquina enorme, pavorosa, controlada por interruptores, contactos térmicos y circuitos programados. Una continua vibración, una actividad sin límites, un fuerte hedor a metal fundido, una nube de humo negro y de cenizas, de hollín y de petróleo, en medio de un ambiente de sobrecogedora contaminación.

Nadie vivía en Pittsburgh desde hacía un siglo. Nadie hubiera podido vivir allí.

La escotilla se abrió.

Una vaharada acre, de humo y de acidez, los cegó. Toda la zona estaba envuelta en una niebla oscura.

—La blusa —dijo Logan.

Jess movió la cabeza, sin comprender. El ruido del metal le hacía imposible oír las palabras de su compañero.

Logan se quitó la camisa, y luego de comprimirla se la puso en la boca. La muchacha hizo lo propio.

Salió del coche y corrió hacia el dispositivo de control. De un puñetazo rompió el cristal. Ahora podían dirigirse a Steinbeck. Una vez rota la caja supervisora nadie podría detectar la dirección de su marcha. Los Vigilantes quedarían desorientados por el momento.

Pidió otro coche; pero Jess le tiró del brazo señalando hacia atrás. Logan se volvió. Un vehículo se había parado en la plataforma, con la escotilla abierta.

Logan agarró a la chica y retrocedió hacia la zona impregnada de humo. Sus pulmones ardían, sus ojos lagrimeaban. Se agacharon tras de un mecanismo rotor.

Un hombre bajó del vehículo. Era un Vigilante. La máscara circular que cubría su rostro lo hacía irreconocible por completo.

¿Y si fuese Francis?

El recién llegado se agachó en posición de ataque y observó la zona, pistola en ristre. Avanzó cauteloso por entre los torbellinos de humo, se detuvo, se agachó otra vez y examinó el suelo. Logan sintió frío. Porque allí, perfectamente impresas sobre el polvo, estaban las huellas de sus pies. El Vigilante se irguió y dirigióse hacia ellos.

Logan retrocedió aún más en aquel laberinto de metal, llevando a Jess consigo. La obligó a agacharse junto a unos soportes, y le hizo señas de que permaneciera allí.

El Vigilante estaba cada vez más cerca. ¿Sería Francis? Logan no hubiera podido asegurarlo. Se le asemejaba en estatura, y actuaba con el aplomo y la seguridad de un veterano. Logan se puso en pie, observó el funcionamiento de la máquina y corrió por entre la espesa niebla, hacia una cinta transportadora. El otro lo siguió, dispuesto a darle caza. Logan se deslizó por un estrecho canal, entre unas ruedas dentadas. Se sujetó a un saliente y se dejó caer de nuevo al suelo.

Hacía un calor sofocante. Las manos de Logan tocaron metal. Sufrió una sacudida y se hizo atrás. Aquel infierno de enloquecedores ruidos le destrozaban los nervios. El aire le quemaba los pulmones. Notaba el gusto del hollín entre los dientes.

Siguió avanzando hacia el interior de la vasta ciudad de metal, con el Vigilante siguiéndole la pista.

Se deslizó por entre un martinete estampador y una cabria, y agarrándose a ésta se dejó elevar por los aires.

Una carga de nitro retembló bajo él. La grúa cesó de funcionar. Logan saltó a una pasarela metálica y corrió a lo largo de ella. Un proyectil desgarrador arrancó un pedazo de la barandilla.

«Está afinando la puntería», se dijo Logan. «Es un buen tirador; no cabe duda».

Descendió una escalera y al llegar a su fondo, corrió por una grúa de desplazamiento lateral.

Había logrado despistar a su rival. Pero no por mucho tiempo.

Un arma. Necesitaba un arma.

Miró a su alrededor desesperado. A la derecha había un soporte para herramientas. Agarró una llave graduable, la ajustó y destornilló tres tuercas de la parte frontal de un vehículo transportador. Luego extrajo un pedazo de cable delgado con el que ató las tres tuercas formando una especie de clava.

Se izó hasta una cinta transportadora. El Vigilante había hecho lo propio un poco más allá y venía hacia él, mirando a través del humo, con la pistola en la mano. Las dos cintas se movían en direcciones opuestas, llevando enormes fardos que soltarían a cosa de una milla de distancia. Logan se agachó tras de uno de aquellos bultos y acarició el embalaje de madera, calculando sus posibilidades.

Las cintas corrían a una velocidad de cinco millas por hora. No sabía cuál iba a ser el punto de intersección; pero decidió arriesgarse.

Unos convertidores vertieron sobre él una nube de chispas de metal incandescente mientras el acero fundido caía en un gran molde. La humareda lo ahogaba. ¿Dónde estaría su rival? Se mantuvo agachado tras de la caja. Contó hasta cuatro y se irguió.

El Vigilante se hallaba justo frente a él, acercándose a gran velocidad. Había que obrar sin pérdida de tiempo.

La clava volteó en el aire formando una sombra sutil sobre su cabeza.

La pistola le apuntaba.

Logan soltó el cable.

El arma no llegó a disparar. Cayó de la mano del hombre vestido de negro, cuando éste recibió el fuerte impacto de las tuercas y del cable que se enroscó a su cuerpo. Perdió el equilibrio, y la máscara le cayó del rostro. No era Francis.

Tal vez exhalara un grito. Pero en la cacofonía que cilindros, palancas y pistones formaban moviéndose entre metálicos chasquidos no le fue posible oír nada.

El Vigilante cayó describiendo una espiral, con las piernas abiertas; rebotó contra un paso elevado y continuó cayendo hasta dar sobre un montacargas que lo sostuvo unos momentos para precipitarlo finalmente contra una polea que lo lanzó a las profundidades de la ciudad de acero.

El crepúsculo se cernía sobre los cayos de Florida cuando Logan y Jess emergieron de la red viaria. El firmamento occidental estaba teñido de un color pizarroso que se iba oscureciendo bajo las franjas rojas de las nubes. Pronto sería totalmente de noche.

Vieron los almacenes y cobertizos de Cape Steinbeck sobre una amplia extensión asfaltada. La zona estaba inmersa en un ambiente gris, carente de signos de vida.

—¿Esto es el Santuario? —preguntó Jessica con voz en la que sonaba una profunda decepción.

Logan describió un lento y cauteloso círculo. No se escuchaba ruido alguno. El silencio era total. Pero sabía que muchos ojos los estaban espiando.

Empezaron a andar hacia los edificios.

La voz de un amplificador rompió el silencio, repercutiendo sobre el asfalto.

—¡Alto! ¡Identifíquense!

Se detuvieron. Logan dejó escapar un suspiro. Con voz apagada contestó:

—Logan 3-1639.

Y Jessica añadió:

—Jessica 6-2298.

—¿Contraseña?

—Santuario —dijo Logan.

—Estáis entrando en un campo de minas. Deteneos. Un guía os indicará el camino.

Logan estaba al cabo de sus fuerzas. Una fatiga inmensa lo dominaba. Le dolían los músculos y huesos, y el respirar le resultaba un gran tormento. Sus pasos carecían de precisión. Daba traspiés y parecía ir a desplomarse de un momento a otro.

—¡Quietos! —ordenó la voz.

Logan se quedó junto a Jess, mientras una figura se destacaba del edificio envuelto en sombras y avanzaba hacia ellos. Su paso era lento y describía minuciosos zigzags.

Se acercó frunciendo el ceño. Sus facciones expresaban extremada dureza. Y esta misma sensación emanaba igualmente de la línea de sus hombros y de su cabeza asentada sobre un cuello muy grueso.

—Habéis tardado mucho —dijo—. Haced exactamente lo que os diga. Quedan siete minutos escasos y no podemos perder el tiempo hablando. Estamos en el límite de un campo de minas. Un paso en falso y os quedaréis sin piernas. ¿Entendido?

Logan asintió torpemente.

—Seguidme.

A Logan las piernas le pesaban como si fueran de plomo. Se negaban a obedecerle. Perdía el equilibrio a cada paso, y le costaba recuperarlo. Sabía que, caso de caer, volaría en mil pedazos. El avanzar le resultaba dificilísimo. Era uno de los esfuerzos más duros que había tenido que hacer en toda su existencia. Jess estaba en parecidas condiciones.

Finalmente dejaron atrás la zona minada.

Penetraron en un amplio almacén y pasaron ante hileras de bultos enormes.

Logan trató de fijar su atención en aquellos grandes embalajes. Contenían unos objetos plateados de forma cilíndrica, sujetos por tirantes asimismo metálicos. A sus lados se veían números y letras: titán… starscraper… falconer…

Sabía que se trataba de misiles, embalados, amontonados y olvidados allí.

Salieron otra vez al exterior.

Logan entornó los párpados. Ante ellos se extendía una amplia extensión de fino césped en la que destacaba una alta torre metálica que sostenía una forma maciza y afinada.

Era un cohete de pasajeros.

Logan trató de poner orden en sus confusos pensamientos. Cape Steinbeck no era más que un centro de almacenamiento en el extremo de los cayos. Una especie de territorio muerto, como Catedral, Molly o Washington, hitos en la ruta que conducía al Santuario, donde cohetes y misiles quedaron olvidados cuando se desistió de los viajes espaciales. Sin embargo, ahora uno de aquellos cohetes se disponía para partir, lo que significaba que el Santuario estaba emplazado en un lugar del espacio extraterrestre. Pero ¿dónde? Los planetas que forman el sistema solar no tienen vida. Las estrellas continúan siendo inaccesibles.

—Vamos. Seguid —apremió el guía.

Avanzaron hacia el cohete, de cuya parte inferior se escapaban nubecillas de humo originadas por los vapores del oxígeno líquido y del hidrógeno al condensarse y evaporarse, mientras esperaban ser activados para convertirse en fuerza propulsora.

Logan se sintió invadido por una sensación de oscuridad. Una oscuridad que parecía originarse dentro mismo de él. Una oscuridad que descendía del firmamento, y que emanaba también de una forma vestida de negro. De un hombre muy alto que se acercaba a ellos. De un cazador con su uniforme color de noche. Angerman, juez y jurado…

Logan pensó que sucedía lo que tenía que suceder. Porque aquel hombre era Francis.

Un sentimiento de desesperación lo anonadó; lo aplastó literalmente produciéndole una sensación de inmenso agobio. Nunca había sentido una angustia así.

Al ver al Vigilante, Jess ahogó un grito.

Logan la empujó hacia el guía.

—Llévatela. Que suba al cohete. Yo trataré de enfrentarme a ese hombre.

El individuo de rostro duro no vaciló un instante.

Tomando a Jessica del brazo la empujó hacia el vehículo espacial. Ella forcejeó por libertarse.

—¡No, Logan! ¡No! —gritaba.

Él trató de ignorar el dolor y la alarma que sonaban en su voz, y dijo mascullando las palabras:

—Escucha, Francis. Escucha. Tengo que HABLAR contigo. ¡He de decirte tantas cosas!

Un estremecimiento sacudió su cuerpo. El suelo se había vuelto como una especie de goma esponjosa, en la que se iba hundiendo, y en la que acabaría por desaparecer. Dobló una rodilla e intentó incorporarse. La oscuridad lo anonadaba. Trató de rechazarla parpadeando.

El Vigilante se encontraba muy cerca. Su rostro estaba contraído y sus ojos miraban fríamente.

¡Era tanto lo que hubiera querido decirle! Que el mundo se iba a hacer pedazos; que aquel sistema, que aquella cultura se estaban muriendo; que el Pensador no podía seguir gobernándoles; que un nuevo mundo se formaría en algún lugar. Que valía más morir que seguir viviendo de aquel modo; que el morir jóvenes era un despilfarro de energía, una vergüenza y una perversión. Los jóvenes no construyen nada positivo; tan sólo utilizan lo que ya existe. Todas las maravillas de que se enorgullece la Humanidad han sido conseguidas por hombres maduros, por sabios que habitaron este mundo antes que nosotros. Hubo un Viejo Lincoln después de que existiera el Joven.

El cansancio lo agobiaba. Su respiración se había hecho jadeante.

Francis llenaba todo su campo de visión. Esgrimía la pistola.

«¿Vale la pena hablarle? ¿Me escuchará?».

Pronunció palabras. Produjo sonidos guturales e inarticulados.

—El mundo… se muere… no puede salvarse… he visto los lugares sin vida… el corazón del sistema está podrido… habrá más fugitivos… muchos… No podréis… detenerlos… estábamos… estábamos… equivocados, Francis… la muerte no es ninguna solución… Tenemos que construir… no destruir… estoy cansado… de matar… es malo… es un error… Yo… yo… Se oyó un estruendo ensordecedor que repercutió como un trueno en su cerebro. ¿Iba a partir el cohete sin él? De ser así, que se marchara cuando quisiera. Que alcanzara el Santuario. El intenso rugido adquirió una nueva pulsación y se intensificó. Una oleada negra lo anonadó llenándole los ojos y la boca. Se produjo un sonido también negro. Francis se oscureció todavía más. Y el Arma

Alguien hablaba. Alguien le ordenaba abrir los ojos.

Francis estaba a su lado, tiraba de él. Llevaba la pistola al cinto. El proyectil no había sido disparado.

De pronto, Francis empezó a transfigurarse. ¿Qué sucedía? ¿Estoy realmente despierto? La piel, los huesos de Francis empezaron a variar de contextura. Su cara se deshizo. Su nariz cambió de forma, y lo mismo la mandíbula y los pómulos. Francis se convertía en… ¡Se convertía en Ballard!

—No os lo quise decir en Washington —manifestó—, porque no os tenía confianza. Ni siquiera cuando evitaste usar el Arma confié en ti. Pero ahora sí confío.

Todo encajó para Logan en un esquema lógico. Ballard necesitaba disfrazarse de joven para poder circular por el mundo. Cada pocos años necesitaba un nuevo rostro, un nuevo aspecto. ¿Y qué mejor disfraz que el de un Vigilante?

—No he podido ayudar a demasiada gente —decía Ballard— porque los únicos Fugitivos a los que pude prestar auxilio fueron aquellos a los que logré acercarme. Mi organización es todavía pequeña.

—Pero Doyle… allí en Catedral…

—Le di una llave y le dije que se fuera a Santuario; pero actuaste con demasiada rapidez y los cachorros se echaron sobre él.

—¿Y cuando te encontramos en el interior de Crazy Horse…?

Ballard hizo una señal de asentimiento.

—Intentaba deteneros.

—Pero ¿cómo?… ¿cómo?

Logan intentaba formular preguntas pero su lengua no le obedecía.

—Tengo sólo un acceso limitado al Pensador. Controlo algunas partes de la red viaria, las oscuras; pero a cada día que pasa aprendo más. El sistema se muere. El Pensador se muere. Algún día tú y Jess y los otros volveréis a un mundo transformado, A un mundo fuerte y sano. Trabajo en pro de dicho objetivo, cuarteando las bases del sistema. Haciendo lo que puedo. Son pocas las personas en quienes confiar. Casi siempre trabajo solo.

—¿Y… el Santuario?

Ballard le ayudó a acercarse al cohete.

—Argos —dijo—. La estación espacial abandonada junto a Marte. Una pequeña colonia todavía provisional, fría y difícil. Pero es nuestra, Logan. Y ahora vuestra también. Se salta a Argos desde la cara oscura de la Luna.

Llevó a Logan hasta la rampa de abordaje. Jess lo esperaba allí con los ojos arrasados en lágrimas.

—¡Jess… Jess… Te quiero!

Unas manos se tendieron hacia él, lo acariciaron, le ayudaron a ceñirse el cinturón de seguridad. Voces expectantes corearon la cuenta atrás. En el segundo final, cuando la escotilla se cerró, Logan aún pudo ver a Ballard dando instrucciones de última hora al guía de rostro austero que les había llevado por el campo de minas.

La escotilla quedó asegurada…

Una gran conmoción sacudió al cohete. Logan se sintió zarandeado tanto por la energía de la máquina como por su propio temblor. Jess le sonreía. Notó como si un peso tirase de él hacia abajo. Cerró los ojos.

Ballard contempló la nube color naranja que envolvía la base del cohete. De pronto, el aguzado cilindro despegó, ganó velocidad y empezó a alejarse de la Tierra, en un movimiento acelerado. Se oyó un estampido semejante al de un trueno conforme iniciaba su larga ruta hasta desaparecer lejos del alcance de los ojos humanos.

Ballard se volvió. No era más que una escueta figura alta y solitaria, mezclándose a las sombras de la noche conforme se alejaba sobre la fría tierra.