Juega con ellos, los rodea, los vigila.
Sabe a dónde van y está tranquilo.
El Detector los sigue. Conforme se mueven, la luz se mueve también. La flor negra en la mano de la muchacha mantiene la conexión. Estoy aquí, aquí, aquí.
Acabará por atraparlos.
Ya no se siente irritado ni indeciso.
Está tranquilo y muy seguro de sus movimientos.
Los ratones han entrado en la trampa.
ATARDECER…
«Obstáculo a cincuenta millas de aquí», advirtió el comunicador del coche al tiempo que éste aminoraba su marcha.
«Obstáculo a veinticinco millas», dijo poco después.
«Obstáculo a cinco millas».
«Obstáculo al frente. Espero instrucciones».
Logan y Jess ordenaron al coche que retrocediera a lo largo de otro túnel.
—Seguiremos a pie —dijo Logan.
Frente a ellos la red quedaba bloqueada por una roca. Una parte del techo se había derrumbado, llenando la zona de barro y de cascotes. Rebasaron la obstrucción siguiendo un estrecho sendero que los condujo a una plataforma abandonada.
STANTON SQUARE
El aire estaba impregnado de humedad y olía a podrido. Espesos bejucos se enroscaban en los peldaños que conducían hacia la calle. En el rellano casi impracticable por la vegetación, Logan se detuvo unos instantes y respiró con fuerza. Volvía a observar huellas de botas, esta vez en sentido ascendente.
Francis debió de haber llegado antes que ellos.
«Quizás espera arriba», se dijo Logan oprimiendo con fuerza la culata de su Arma.
«Espera arriba para matarnos».
El primer combate de la Guerra Menor tuvo lugar en la encrucijada de las calles Quince y K, frente al «Sheraton Bar and Grill», en el mismo centro de Washington. Desde hacía más de un mes muchos jóvenes afluían a la ciudad, concentrándose para una gran marcha de protesta contra la Enmienda Treinta y Nueve a la Constitución. Igual que otras prohibiciones establecidas con anterioridad, aquella Ley de Control Obligatorio de la Natalidad era imposible de poner en práctica, y los jóvenes la habían convertido en causa propia, por creer que infringía sus derechos. Las más enconadas críticas se dirigían contra las dos ramas del gobierno encargadas de aplicar la ley: el Consejo Nacional de Eugenesia y la Comisión Federal para el Estudio de la Población. Según los manifestantes, Washington no tenía atribuciones para decir a cada ciudadano cuántos hijos debía tener. Los disturbios se transformaron en rebeldía abierta.
Los debates a que la ley fue sometida ante el Tribunal Supremo no produjeron el menor resultado. Y una oleada de furor sacudió las filas de la juventud. En su discurso acerca del Estado de la Unión, el presidente Curtain había insistido mucho en el problema de la carestía de víveres, conforme la población mundial se acercaba a los seis billones de habitantes. Apelaba a los jóvenes para que ejercieran un eficaz autocontrol que hiciera posible superar la crisis. Pero la visión del obeso y bien alimentado presidente en las pantallas tridimensionales de todo el país, hablando de deberes y de restricciones, produjeron un efecto negativo entre la población. Por otra parte, el hecho de que el presidente tuviera nueve hijos, hacía inevitable un estallido de violencia.
A las 9:30 de la noche, según el Horario Unificado, del martes 3 de marzo del año 2000, un joven de diecisiete años, natural de Charleston, Missouri, llamado Tommy Lee Congdon, se mantenía desafiante frente al bar «Sheraton», animando con febril intensidad a sus colegas para que lo siguieran en una marcha hasta la Casa Blanca.
—Si tantas ganas tenéis de andar, ¿por qué diablos no os volvéis a vuestras casas y metéis en la cama? —preguntó un protestón panzudo, de edad indeterminada y cuyo nombre nunca se averiguó.
Dijo aquello en el lugar y el momento más inadecuados, y en un tono francamente ofensivo, por lo que no tardaron en originarse discusiones que degeneraron en insultos y golpes.
La Guerra Menor había estallado.
A la mañana siguiente, la mitad de Washington estaba ardiendo. Senadores y miembros del Congreso fueron sacados violentamente de sus casas y ahorcados como criminales en faroles y árboles. Unidades de la policía y de la Guardia Nacional quedaron deshechas en las primeras oleadas de violencia. Se incendiaron edificios y se utilizaron explosivos. En medio de semejante confusión, un guardián del parque zoológico dejó libres a los animales para que no perecieran entre las llamas. Jamás se les pudo volver a encerrar.
Se movilizó al Ejército, y los carros blindados se desplegaron en las calles que irradiaban desde el Capitolio; pero sólo quedaron unos cuantos hombres para manejarlos porque la mayoría de los soldados tenían menos de veintiún años y simpatizaban con el movimiento rebelde. En todos los servicios se produjeron defecciones en masa, y a lo largo de la Pennsylvania Avenue, se veían regueros de uniformes abandonados.
El movimiento se extendió a los otros Estados. Pero fuera de la lucha en Washington, la revuelta resultó notablemente inofensiva. Grupos de jóvenes tomaron las capitales y ocuparon los ayuntamientos y dependencias en todo el país. Temerosos de perder la vida, gobernadores y alcaldes desertaron de sus puestos, para no recuperarlos nunca.
Transcurridas dos semanas, las riendas del poder estaban en manos de la juventud. La Guerra Menor había acabado.
Durante los disturbios, el brigadier general Matthew Pope autorizó el uso de una pequeña bomba atómica de tipo táctico, que podía llevarse en un bolsillo.
Aquél fue el último acto de su vida, y ninguna otra arma nuclear fue utilizada en la Guerra Menor. Una de ellas explotó en la sede de la Smithsonian Institution, y el cráter resultante fue conocido a partir de entonces como «el barranco de Pope». La bomba producía unas emanaciones en extremo nocivas, y durante dos semanas Washington resultó prácticamente inhabitable, hasta que los contadores Geiger indicaron una cifra de polución lo suficientemente baja como para que los técnicos entraran en la ciudad para comprobar su atmósfera. Entretanto, los animales del zoológico habían empezado a reproducirse.
Al año siguiente tuvieron lugar los grandes debates sobre de qué modo podía superarse la crisis de población que sufría el mundo.
Chaney Moon dio la respuesta. Tenía dieciséis años años y estaba dotado de una voz poderosa, una mirada electrizante y un gran sentido de lo que constituye el destino particular de cada ser humano. Muy convincente para la masa, poseía la rara habilidad de hacer interesante cualquier tema y convertir en aceptable el más insensato proyecto. Conforme exponía una propuesta tras de otra, su voz atronaba, dominando el tumulto de un modo arrollador. Sus opiniones encontraron inmediato apoyo. En el Piccadilly Circus de Londres habló ante una muchedumbre de 400.000 jóvenes. En París, y expresándose en un francés impecable, cautivó al doble de oyentes, aglomerados en la orilla oeste del Sena. En Berlín las gentes lo abrazaban. Moon era un nuevo Mesías salvador del mundo.
A los seis meses, los seguidores de Chaney Moon sumaban varios millones. Sus detractores llamaron la atención sobre el hecho de que casi todos tenían menos de quince años; pero su falta de madurez quedaba compensada por un fanatismo indomable.
Cinco años después se aprobaba el Plan Moon. Y Chaney, que había cumplido ya los veintiuno, demostró su fe en el sistema siendo el primero en someterse públicamente al Sueño.
La joven América aceptó de buen grado aquel nuevo y atrevido sistema de autocontrol, y el Pensador fue instaurado para que lo gobernase. Los ciudadanos que sobrepasaban los veintiún años fueron ejecutados, y la primera de las gigantescas instalaciones para producir el «Sueño» quedó inaugurada en Chicago. Los jóvenes estaban bien seguros de una cosa: nunca jamás volverían a dejar su destino en manos de una generación más vieja.
Había empezado la era del gobierno por computadoras. Luego de acordarse el límite máximo de edad, se formaron las primeras unidades de Vigilantes.
Al llegar el año 2072 el mundo estaba habitado exclusivamente por jóvenes.
Logan ascendió por la oscura escalera. No pretendía engañarse a sí mismo. Francis era un rival imbatible. Un enemigo al que temer y respetar. Y se encontraba arriba, a poca distancia de ellos, vistiendo su negro uniforme que se confundía con las tinieblas.
Angerman estaba enfadado… un proyectil aguardaba en su pistola.
Logan sintió lástima por Jess, cuando observó que, no obstante, la máscara de dolor que contraía su rostro, éste continuaba siendo bello. ¡Y parecía tan joven! Había vivido toda una vida y, sin embargo, seguía conservando un aspecto vulnerable y delicado.
Le hizo señas de que volviera a la oscuridad del túnel. Ella intentó protestar, pero Logan la obligó a que se callara. En seguida, en medio de un completo silencio, empezó a ascender la escalera. Una vez en el rellano se apoyó contra la barandilla, tratando de disimularse al máximo. Arriba no se escuchaba ruido alguno. Aunque en realidad tampoco hubiera sido lógico esperarlo. Francis era un cazador y no aguardaría a que Logan apareciera ante su vista para disparar contra él. Logan levantó la cabeza con cuidado. Todo seguía tranquilo.
Subió centímetro a centímetro los restantes peldaños, y se protegió contra el saliente de la entrada, observando con cuidado el terreno.
Una bandada de mosquitos se abatió sobre él, pero no le hizo caso. Permaneció inmóvil hasta saber positivamente que su enemigo no se ocultaba detrás de ningún tronco ni de ninguna roca. Luego siguió adelante.
Se lanzó hacia adelante por el claro y fue a caer sobre una maraña de bejucos, rodó unos metros y se puso de pie tras de un tronco medio podrido. Una vez más, examinó los alrededores buscando algún detalle sospechoso; pero la tranquilidad seguía siendo absoluta y no se observaba ningún movimiento que pudiera alarmarle.
Se encontraba en una selva poblada por toda clase de sonidos. Un mono parloteaba en un árbol. Un guacamayo lanzó su grito estridente. En un lugar lejano, un león dejó oír su rugido profundo.
Logan vigiló la zona que rodeaba la entrada a la red de túneles, y que estaba cubierta por una espesa vegetación tropical. Gigantescas higueras de Bengala habían tendido sus raíces por doquier, sirviendo de punto de apoyo a lianas, helechos y especies trepadoras. Plantas y flores exóticas crecían en el limo, próximas a árboles espinosos. Las hierbas laminadas hacían imposible ver el resto de la jungla que se extendía entre una confusión de verdes diversos. Por el suelo corrían arroyos, y en los estanques, grandes nenúfares brotaban por entre el agua espumosa surcada por inquietas libélulas.
Recorrió lentamente la zona. Ranas y serpientes chapoteaban sumergiéndose a su paso. Los mosquitos se cernían por doquier, picándole los brazos y la cara. Se sintió inundado de sudor, y las ropas se le pegaron al pecho y a la espalda cual si estuviera en un invernadero. Tenía los pantalones empapados hasta las rodillas.
Pero ni rastro de Francis.
Logan volvió a la boca del túnel.
—¡Jess! —llamó suavemente.
La muchacha salió a su encuentro y se quedó perpleja contemplando la selva con expresión de maravilla.
El calor de la explosión nuclear, almacenado en capas sucesivas bajo la superficie de la tierra, seguía exudando después de tantos años. Dicho calor de horno, al mezclarse con la alta humedad de la atmósfera, había creado un bosque tropical. Ya no existía el invierno en Washington. Aquel lugar que antes fuera un pantano, había vuelto a su condición de tal.
Por encima de los árboles pudieron ver la cúpula del Capitolio teñida por el sol. A Logan le pareció que era el lugar adecuado para buscar a Ballard. Avanzaron por la plaza, adentrándose en las profundidades de la selva.
Los insectos se abatían sobre ellos: moscones, abejorros, legiones de mosquitos y de ácaros, de arañas y de hormigas. Las espinas les desgarraban las ropas, las púas de algunas hojas de palmera les atravesaban la piel. Plantas venenosas se enredaban en sus miembros. La jungla se expresaba en la voz del mono de la India y del chimpancé, del cerdo silvestre, de los pájaros de largas plumas y de los yubartas.
De pronto, se escuchó un sonido distinto, semejante a un eructo, profundo, infinitamente malvado y cruel: el rugido de un tigre de Bengala. La jungla entera guardó silencio.
—Un felino —dijo Logan—. Y de gran tamaño.
Sintió cómo se le erizaba el pelo de la nuca. Se tocó la profunda cicatriz de su brazo izquierdo, recordando a aquel leopardo negro…
Se encontraba cazando kudís en Bokov, Nairobi. En el más famoso de los restaurantes de Bokov era posible eludir la insípida comida que expendían las instalaciones automáticas, procurándose caza propia, con la que un experto chef preparaba minutas de gourmet valiéndose del animal recién cobrado. Pero esto no era fácil. Bokov se enorgullecía del gran número de piezas presentes en su reserva, y quien quisiera cobrar una debía correr su propio riesgo. Tan sólo los valientes podían aspirar a ello, y era una marca de extremado valor poder decir: «He comido en el Bokov».
Logan había pagado su tarifa, y luego de adquirir unos cuantos cuchillos de caza, se adentró en la selva. Avanzaba sin grandes precauciones, seguro de sí mismo. El leopardo se abatió sobre él por sorpresa. Recordaba la negra mole surgiendo de improviso como un rayo. Aquella tarde estuvo a punto de morir…
Logan y Jess continuaron inmóviles. Él seguía esgrimiendo su Arma, habiendo puesto en la recámara un proyectil punzante. Un reguero de negras hormigas le corría desde la nuca a un codo, cubriéndole el brazo derecho. El árbol gigantesco del que habían surgido los insectos le rozaba el hombro. Pero permanecía inmóvil, ya que cualquier ruido alertaría sin duda, al tigre de Bengala, que de un momento a otro podía lanzarse sobre ellos.
El rugido se oyó más cercano.
—Creo que nos ha olfateado —dijo Logan—. Si carga, ponte detrás de mí.
Una llamarada formada por rayas negras y amarillas surgió de la espesura. Logan hizo fuego. El proyectil se incrustó en el pecho de la fiera. Volvió a disparar, esta vez con una bala de vapor, y una densa nube envolvió a su enemigo.
El enorme felino se revolvió aturdido, rugiendo ferozmente, y el gas lo obligó a retroceder por entre la alta hierba.
El rugido se fue apagando paulatinamente.
Cuando alcanzaron la escalinata del Capitolio, Jess se tambaleaba por el cansancio. Su blusa estaba rota y manchas de sangre oscurecían la tela. Contusiones moradas le surcaban el rostro. Logan la ayudó a subir los escalones, evitando las raíces que habían hendido la piedra. El zumbar de los mosquitos los siguió hasta el interior del edificio.
El vestíbulo no era mucho mejor que la selva que acababan de dejar atrás. Las plantas trepadoras habían tejido sus intrincadas formas por todos los lugares de la estancia. Las ventanas estaban rotas, y el suelo corroído y húmedo bajo una espesa capa de hojas muertas.
Jess se deslizó junto a una de las paredes. Logan la seguía. No era preciso hablar. Ballard no estaba allí. El Santuario seguía siendo una ilusión inalcanzable.
Cerraron los ojos, intentando descansar bajo el húmedo calor.
Sobre ellos se produjo un deslizamiento suave y aceitoso. Un cuerpo de cobre, moteado de varios colores, se desplazaba lentamente. Eran tres metros de espesos músculos y anillos. La serpiente anaconda, no había quedado satisfecha con su última comida. El joven íbice y las dos grandes ratas no bastaron para saciar su voracidad, y con los párpados levantados fijaba su atención en los dos seres que acaban de entrar en la estancia.
La anaconda se deslizó hacia abajo por entre la hojarasca, dirigiéndose a su indefensa presa, abatiéndose sobre ella con resplandeciente suavidad, afirmando el extremo de la cola como punto de apoyo, resbalando, descendiendo…
Jess exhaló un suspiro y movió la cabeza para apoyarla en el hombro de Logan. A través de la niebla de sus párpados observó el movimiento de las hojas. Una de las ramas le pareció distinta a las demás. Se movía. Se desplazaba…
Jess dejó escapar un grito.
Los dos saltaron en el momento en que el reptil los atacaba y su acometida se fue a perder en el vacío. Los anillos formaron sobre el suelo una convexidad estremecida y palpitante.
—Hubiera solucionado todos nuestros problemas —dijo Logan mientras se dirigían a la escalera—. No habría necesidad de seguir buscando a Ballard.
En los salientes y cornisas del Senado anidaban los buitres. Cuatro de ellos, de cuellos desplumados, miraban hacia abajo con ojos codiciosos. Fuera, en la selva, algo dejó de existir y los buitres batieron sus alas.
Jessica se estremeció.
—¡Qué horribles animales! —dijo—. Aquí no estamos seguros. Por todas partes nos acecha la muerte.
Pero Logan seguía avanzando con paso decidido. Ballard tiene que hallarse en este sitio.
Un fuerte olor a musgo de invernadero, agua pantanosa y vegetación podrida los envolvió cuando cruzaban un amplio espacio de terreno descubierto. Algunas columnas corintias de blanco mármol de Georgia estaban derrumbadas en el suelo.
Se deslizaron por entre ruinas en las que campeaba una diversidad de estilos: francés, románico, renacimiento, clásico... Un trío de pilares jónicos permanecía milagrosamente en pie, como dedos suaves que señalaran el cielo. Entablamentos y arquitrabes estaban sumergidos en un mar de plantas trepadoras. Volutas, urnas, guirnaldas, liras y diseños con rayos solares aparecían y desaparecían entre la lujuriante vegetación.
No oyeron las suaves pisadas que les seguían sin un momento de respiro. No vieron a la bestia con la piel moteada de amarillo solar y de negro nocturno que se deslizaba por entre las columnas caídas. Un tigre de Bengala con pecho manchado de rojo, pero aún pletórico de vida.
El cielo se fue oscureciendo sobre Washington, y la lluvia empezó a caer. El ruido acompasado de las gotas se convirtió en rumor de torrente, mientras el agua se abatía furiosa sobre la selva cual si quisiera forzarla a que le dejase empapar su superficie.
Los pies de Jessica tropezaron con un trecho de fango espeso cuando intentaba pasar por encima de una aglomeración de arbustos que le bloqueaban el camino. Logan la cogió por el brazo, echándola hacia atrás, y con sumo cuidado apartó los matorrales húmedos.
—Es un nido de serpientes —dijo.
En la oscura concavidad pudieron ver un amasijo de cuerpos negruzcos, entrelazados entre sí. Las cabezas triangulares se levantaban sobre el fango verde, con las fauces abiertas. Su interior era blanco y suave como el algodón, exceptuando los prominentes colmillos que se arqueaban surgiendo agresivos de la mandíbula superior.
Continuaron su camino bajo el aguacero.
—Ballard no está aquí —dijo Jess—. Es imposible. Nadie puede vivir en esta selva.
—No lo sé —contestó Logan.
Se encontraban en un llano cubierto de hierba de sabana. Era la zona correspondiente a la plaza de la Estación. La lluvia se abatía sobre ellos como una sólida cortina plateada. Logan vio en la hierba un brillo dorado. Su cuerpo se tensó.
—¡El tigre! —exclamó—. Está ahí otra vez. Nos sigue los pasos.
Sacó la pistola y comprobó su carga. Los proyectiles dirigidos no servían de nada contra un animal. Ello significaba que sólo disponía de un «desgarrador».
Continuaron su marcha, mientras tras de ellos, el tigre iba dejando un rastro oscuro sobre el mar de hierba.
En el llano se levantaba un árbol de la especie Jacaranda. Logan apoyó la espalda en su rugoso tronco y puso a Jess a su lado.
El tigre se acercaba pisando con cautela.
Por encima de la hierba, a la claridad velada que permitía la lluvia, una luz brilló en Capitol Hill. El corazón de Logan latió apresurado.
—¡Está ahí! —exclamó—. ¡Ballard está ahí!
Señaló la mole de piedra de Indiana que destacaba contra el cielo.
—Es la Biblioteca del Congreso —añadió—. No me he equivocado. Es natural que se refugie en un lugar tan elevado.
El tigre de Bengala se había detenido a unos diez metros. Sus ojos amarillos centelleaban entre la hierba, fijos en las dos figuras; dispuesto a atacarlas de un momento a otro.
De pronto y con la misma brusquedad con que había empezado, la lluvia cesó.
Logan y Jess se alejaron de la Jacaranda, aunque procurando mantenerla entre ellos y el felino. Las hierbas despedían una broza que provocaba fuerte picor al darles en el rostro. Jessica respiraba entrecortadamente, al borde de sus fuerzas físicas y mentales.
Logan se preguntó si habría muchas mujeres como ella, dispuestas a sufrir pruebas tan duras con el sólo propósito de conservar la vida. La voz femenina entre la muchedumbre volvió a resonar en sus oídos. Trató de recordar cuándo había oído por vez primera el nombre de Ballard. De pronto, le vino a la memoria la canción. Una de aquellas tonadas populares moduladas con acompañamiento de guitarra por intérpretes de piel oscura en algún cuchitril impregnado de olor a tabaco. El olfato de Logan pareció percibir otra vez las emanaciones de la nicotina conforme la letra sonaba en sus oídos…
Ha vivido el doble que nosotros,
Y su nombre es Ballard.
Ha vivido el doble que nosotros.
¿Por qué no hacer igual?
Ballard está viviendo el doble que nosotros,
No se avergüenza de ello.
Acordaos de Ballard.
Acordaos de Ballard.
Nunca olvidéis su nombre.
El felino carraspeó.
Estaba ya muy cerca, hacia su izquierda, deslizándose por entre la hierba, sin perderlos de vista.
Si consiguieran llegar a la biblioteca estarían a salvo. Tal vez Ballard dispusiera de un arma con la que ayudarles a rechazar a la fiera.
El tigre se desplazó en un amplio círculo para cortarles el paso.
—Hay que hacer ruido —dijo Logan empezando a batir palmas. Jess le imitó. El tigre se detuvo unos momentos, sorprendido por el ruido, y a continuación cambió de rumbo.
Llegaron a la escalinata de la biblioteca y empezaron a subirla a toda prisa. De pronto se oyó tras de ellos el roce de unas garras sobre la piedra. El tigre exhaló un rugido en el momento de atacar. Logan levantó su Arma. El enorme y musculoso felino estaba en el aire, con las fauces abiertas, cuando el proyectil partió.
El disparo alcanzó al animal en mitad de su salto, llenando su boca y su garganta de filamentos que se enredaron rápidamente en ovillos de acero, tejiendo un capullo destructor en torno de su cuerpo.
El impacto del animal hizo rodar a Logan por el suelo. Su cabeza dio contra la pared, dejándolo aturdido.
Contraído sobre sí mismo, el tigre daba zarpazos frenéticos mientras rugía, tratando de librarse de la fuerte malla que a cada uno de sus convulsos movimientos se apretaba aún más, introduciéndose en su carne y desgarrándola.
Mientras Jess contemplaba la escena inmovilizada por el terror, el tigre se había ido acercando a Logan, y sus fuertes uñas arañaban la piedra.
Una alta sombra se proyectó sobre la entrada. Una figura musculosa de rostro enjuto y digno, acababa de aparecer y los miraba.
Logan movió la cabeza para librarse de la conmoción. Las fauces del tigre estaban a muy poca distancia de él. Sus ojos fosforescentes se fijaban en los suyos. Con su garra libre lanzó un zarpazo que le hubiera abierto el vientre de no rodar rápidamente hacia un costado. Fragmentos de piedra cayeron sobre él arrancados por el golpe. Se contrajo, tratando de deslizarse a lo largo del muro; pero el tigre le cerró el paso, atrapándolo en un rincón entre la balaustrada y la pared. Logan dio unos puntapiés a la cabeza de la fiera. Se oyó un chasquido de huesos rotos; el tigre dejó escapar un rugido de dolor y su cuerpo se arqueó espasmódicamente. Logan lo golpeó de nuevo con su bota, a la vez que intentaba ponerse de pie.
La bestia agonizaba. Sus cuartos traseros se desplomaron sobre la pierna izquierda de Logan, inmovilizándolo contra el suelo. Las garras aceradas podían rasgar sus miembros en cualquier momento.
La figura inmóvil en la puerta avanzó. Un hombre que contaba cuarenta y dos años acercóse a ellos. Su rostro de facciones muy marcadas, daba fe de haber vivido el doble que otro cualquiera de los seres de aquel mundo. Su pelo estaba surcado de mechones grises.
Una leyenda. Un mito.
Un sueño hecho realidad.
—¡Ballard! —exclamó Jess.
Era alto e iba vestido de azul oscuro. Llevaba en la diestra un arco de caza con una flecha de acero. Su mirada era tranquila, fría e inescrutable.
El tigre se movió, aspiró aire y movió las garras, mientras fijaba la mirada en Logan y dejaba escapar un profundo rugido. Logan trató de levantarse, pero su pierna seguía inmovilizada.
—¡Mátalo! —gritó Jess a Ballard—. ¡Dispara con tu arco!
Pero el aludido movió la cabeza.
El Arma de Logan estaba sobre la hierba húmeda, allí donde había caído. Ballard se acercó, y de un puntapié la arrojó más allá de la escalera.
Con un repentino espasmo convulsivo el tigre murió. Momentos antes era todavía una masa de nervios, garras y músculos compactos. Ahora quedaba convertido en un montón de carne inerte que se enfriaba con suma rapidez.
Logan liberó su pierna y logró incorporarse, aunque con dificultad.
El arco de Ballard había seguido su movimiento, con la flecha apuntándole al pecho.
Jess miró al viejo con expresión airada.
—¡Habrías dejado que lo matara! —exclamó.
—Sí —repuso él con voz profunda y áspera—. Naturalmente que sí.
Logan movió los pies para desentumecerlos y se desplazó un poco hacia la izquierda. Ballard apretó las mandíbulas y tiró de la cuerda hasta que el extremo emplumado de la saeta le rozó el oído derecho.
—Es un fugitivo —explicó Jess—. Me ha salvado la vida.
—Y también es Logan 3, de profesión Vigilante —contestó Ballard.
El arco siguió tensándose. Logan se dijo que había llegado su hora.
Pero Jess se lanzó hacia Ballard, dándole un golpe que le hizo perder el equilibrio, y en seguida alargó las manos hacia su rostro para arañarlo; pero con un brusco movimiento Ballard la apartó de sí arrojándola sobre los escalones.
Entretanto Logan, aprovechando la ventaja que le ofrecía aquel breve forcejeo, se había precipitado al oscuro interior de la biblioteca. La flecha pasó silbando junto a su cabeza en el momento de agacharla. Continuó su marcha tratando de acostumbrarse a la penumbra. Tropezó y cayó bruscamente. Una segunda flecha le pasó rozando, para hundirse en la mesa de libros de una estantería.
Siguió adentrándose en la pesada atmósfera del edificio. Libros de todas clases y tamaños estaban tirados en el suelo o se apilaban sobre las mesas. En las estanterías reinaba una terrible confusión y los tomos aparecían desparramados por doquier. El lugar olía a papel deshecho y a encuadernaciones podridas. Ratas y lagartos se escabullían conforme se abría paso por entre anaqueles derrumbados.
Un rayo de luz perforó las tinieblas desplazándose rápidamente de un lado a otro, y finalmente se posó sobre él. Logan trató de apartarse, se agachó y volvió a ponerse en pie. Pero la luz lo seguía de modo inexorable. Evitó otra flecha de acero que fue a incrustarse en una mesa con sordo golpe.
Se hizo atrás y su mano tropezó con un grueso y pesado volumen. Lo tomó y dio la vuelta a unos cajones llenos de periódicos. El rayo de luz trataba de seguirlo. Le arrojó el volumen con todas sus fuerzas. Las páginas volaron por el aire mientras describían su trayectoria, y el libro dio de lleno en Ballard, haciendo oscilar violentamente la luz.
Pero un libro no era arma adecuada contra un arco y unas flechas.
Logan miró a su alrededor en busca de algo más efectivo. Pero al no encontrar nada se registró maquinalmente los bolsillos. La luz seguía buscándolo insistentemente. Sus dedos tropezaron con un objeto olvidado: el tampón de «músculo» que había guardado cuando se hallaba en la plataforma en Catedral. Se mantuvo indeciso unos momentos. Aquella droga podía destruirlo.
Ballard avanzaba hacia él. No había lugar hacia donde retirarse. Logan comprendió que su suerte estaba echada. Prefería morir bajo los efectos de la droga que de cualquier otro elemento. Se aproximó el tampón a la nariz, lo apretó fuertemente e inhaló sus vapores dos veces.
Pareció como si el cuerpo le explotara. Un fuego repentino le recorrió los miembros, su mirada se nubló, sus tendones se tensaron al máximo, y empezó a estremecerse con violencia conforme la poderosa sustancia hacía su efecto.
La luz se fijó una vez más sobre él. Ballard levantó el arco.
Logan se había convertido en un núcleo de fuerza incontenible. Vio cómo la cuerda del arco se destensaba y cómo la flecha volaba hacia él en movimiento retardado. Disponía de todo el tiempo del mundo para evitar su impacto. Se hizo a un lado para dejarla pasar. Sentía una terrible presión interior. El proyectil fue a clavarse en el dorso de un grueso volumen. Finalmente la presión amainó y tuvo una sensación de fuerza incontenible.
Con ágil movimiento avanzó hacia la alta figura cuya silueta se marcaba en la puerta, cual si permaneciera suspendida allí. En los escasos momentos que tardó en acercarse, Ballard había movido su arco tan sólo unos centímetros. Logan le arrancó el arma sin el menor esfuerzo y siguió avanzando hacia el rectángulo de luz que brillaba en el mundo exterior.
Vio a Jess como una estatua de ojos extrañamente abiertos, tapándose la boca con las manos. Pasó junto a ella y empezó a bajar la escalera dispuesto a recuperar su Arma. Los efectos de la droga disminuían. Sus movimientos se hacían más lentos y pesados.
Se detuvo y apuntó a Ballard con la pistola.
—¡Sal de ahí! Sal para que yo te vea.
—¡Oh… Logan! —exclamó Jess gozosa y aliviada. El corazón le saltaba como una rana en el interior del pecho, conforme los efectos de la droga desaparecían. Ballard emergió a la velada claridad.
—Háblale —dijo Jess—. Trata de convencerle. Dile que eres un fugitivo igual que yo.
—¡No lo soy! —respondió Logan bruscamente—. Ni lo he sido nunca. Ballard tenía razón al querer matarme.
Jess se quedó lívida. Parpadeó cual si acabara de recibir un golpe.
—¡Sentaos! —ordenó Logan—. Los dos.
Jess movía la cabeza lentamente, sin poder creer lo que acababa de oír. Ballard la tomó por el brazo y ambos se sentaron sobre los mojados peldaños.
—Voy a mataros —dijo Logan—. Tengo que hacerlo.
A pocos metros de ellos, el felino yacía como un montón informe salpicado de negro y oro. Moscas, mosquitos y hormigas pululaban disputándose el cuerpo, penetraban por sus fauces abiertas, le corrían por los dientes de marfil, y cubrían su fláccida lengua y sus ojos húmedos inmóviles.
—Quisiera saber algo —dijo Logan fijando la mirada en la mano derecha de Ballard donde brillaba una flor roja—. He visto casos raros, pero ninguno como el tuyo. Artistas del tatuaje, cirujanos, químicos… todos trataron de duplicar la flor; pero está a prueba de falsificaciones. En cambio, tú has vivido dos vidas y tu flor parece real. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Cómo pudiste prolongar tu existencia tanto tiempo?
—Viviendo cada día de manera total —respondió Ballard con un atisbo de sonrisa.
Logan bajó el Arma.
—Te diré otra cosa —añadió Ballard—. El saberlo no va a servirte de nada.
Logan no podía mirar cara a cara a Jess.
—Soy un fallo mecánico —continuó el viejo—. Cuando yo nací algo se estropeó en los dispositivos de la Casa Infantil. El Reloj que marcaba mi hora incrustó en mi mano un cristal imperfecto. No lo supe hasta cumplir los veintiún años y observar que la flor no parpadeaba, que seguía siendo roja y que yo vivía mientras los demás iban muriendo a mi alrededor.
—No deseo saber nada más —dijo Logan.
Y acercándose al final de la escalera se hizo bocina con las manos y llamó:
—¡Francis!
El grito repercutió en la selva; pero su eco fue acallado por el calor y por la oscuridad.
—¡Francis! —volvió a llamar—. ¡Por aquí!
Esperó. Francis no aparecía.
Ballard se volvió hacia Jess.
—Es un Vigilante. Vive la clase de vida para la que fue adiestrado. —Siguió hablando en voz baja mientras Logan observaba la selva—: Sólo nos queda un consuelo. Jamás encontrará a los otros; a los que se acogieron al Santuario.
Jess lo miró fijamente.
—Entonces… ¿existe realmente ese Santuario? ¿Un lugar donde es posible hacerse viejo, tener familia y criar a tus hijos?
—Sí. Existe.
Logan volvió a llamar, pero no hubo respuesta. Regresó junto a ellos y dijo:
—Sé que no podré obligarte a que me digas dónde se encuentra el Santuario. Pero en cuanto hayas muerto, la conexión quedará interrumpida.
Ballard no contestó.
Logan levantó su pistola en la que había puesto un proyectil dirigido, cuya carga los mataría a los dos de un solo disparo.
—Adiós, Jess —dijo dulcemente—. Me veo obligado a hacerlo.
Apretó el gatillo. Pero su mano se había quedado rígida como si fuese de piedra. El dedo no se curvó. Lo intentó de nuevo pero los músculos no le obedecieron. Su cara estaba gris. Veía el rostro de Jessica, sólo su rostro, en forma de blanco óvalo destacando contra la oscuridad del edificio, expresando dolor y recriminación.
Se apoyó en la pared y se desplomó fláccidamente. De su boca surgían sonidos confusos. La pistola pendía de su mano.
Ballard tenía a Jessica a su lado. La apartó mientras miraba fijamente a Logan, pero el Vigilante se había quedado ciego y sordo a toda palabra o movimientos.
—Estaba segura de que no dispararía —dijo Jess mirando a Logan con lástima—. Ahora no hay nada que temer.
—No estoy de acuerdo —dijo Ballard.
—Pero… ¿por qué? Después de lo que…
—Logan es un ser atormentado. Permanece sumido en un trance. Balbucea palabras incoherentes. Está al cabo de sus fuerzas. Una parte de su ser desearía echar a correr, huir de aquí, continuar viviendo. La otra pretende destruirme y destruirte a ti; eliminar la ruta que conduce al Santuario, y dar así un sentido a su existencia. Por el momento, no podría decir cuál de ellas saldrá vencedora. —Ballard hizo una pausa—. Tendrás que recorrer tú sola el resto del camino.
—Pero yo lo amo —protestó la muchacha—. No puedes pedirme que lo abandone ahora.
—¡Tú sola! —repitió Ballard ásperamente—. Escucha. La etapa final se encuentra en Cape Steinbeck y… —comprobó la hora— dispones sólo de veintiocho minutos. Si no llegas a tiempo se marcharán sin ti. No discutas. Encontrarás un coche en la plataforma, debajo mismo de Capitol Hill. Y ahora vete. Yo me ocupo de Logan.
Se volvió hacia la figura caída en el suelo.
Un golpe que no supo de dónde venía lo dejó inconsciente.