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Sabe que la flor de la chica se ha vuelto negra. Que es una fugitiva.

Pero su presa ha vuelto a desaparecer detrás de Crazy Horse.

Comprueba el cuadrante en Rapid City. Pero no consigue nada. El Rastreador permanece a oscuras.

Está seguro de que Logan y la chica saldrán pronto de su cobijo.

Cuando esto ocurra, se encontrará dispuesto.

Estará en el lugar adecuado para interceptar su paso.

LA TARDE…

Jess yacía inconsciente en el suelo iluminado por un pálido sol, junto a su estropeado reactor. Tenía una mejilla herida, allí donde había rozado contra el negro asfalto, y la sangre brotaba aún palpitante de su muslo.

No oyó los suaves pasos ni las voces qué sonaban a su alrededor. Catorce brillantes pupilas permanecían fijas en ella.

—¡Ohhhhhhhhhhh! —se oía exclamar.

—¡Muy guapa! ¡Muy guapa!

Siete minúsculos muñecos vestidos con delantales rosa se hicieron atrás, alarmados, cuando Jess se movió, gimió e intentó volver en sí. Los niños se agacharon para ver mejor a la inmóvil figura. Con expresión perpleja le tocaron el pelo, los suaves labios, las largas pestañas de sus cerrados párpados.

—¿Qué será?

—Es… gente. ¡Oh! ¡Qué grande!

—Es una «gente» cansada.

Se echaron a reír y decidieron que debían ponerla en una cuna. Dispuestos a ello, empezaron a arrastrarla hacia el Cuarto de los Niños.

Catorce ojos seguían fijos en ella mientras Jess permanecía tendida de costado en una cuna tan pequeña que la obligaba a hacerse un ovillo. La cuna estaba dotada de dispositivos que, detectando su dolor, le administraron «synthaskin» para cerrarle las heridas. La joven dormía profundamente, sin que los niños dejaran de observarla un solo instante.

ESTADOS DE DAKOTA

Jardín de infancia industrial

Unidad K

Bajo el letrero, Logan examinó la valla de tela metálica gris. Era dos veces más alta que un hombre y estaba coronada por una triple franja de microalambre, cuyos hilos finísimos podían cortar los dedos de quien pretendiera salvar aquel obstáculo.

Más allá de la valla, sobre la lisa superficie del terreno de juegos de aquel Jardín de Infancia, vio los restos del reactor de Jessica. Ésta debía encontrarse, pues, dentro del edificio. Quizás estuviera en manos de la Autoinstitutriz. Otros fugitivos habían tratado de esconderse en aquel vasto recinto, pero las Autoinstitutrices estaban programadas para hacer funcionar una alarma. Y caso de salir bien parados de los robots, tenían que habérselas con los niños mayores, condicionados y magnetizados contra cualquier intruso.

Sea como sea he de encontrarla.

Tuvo que recorrer una milla a lo largo de la valla antes de ver el árbol. Sus ramas se curvaban hacia el interior y una de ellas casi tocaba los alambres. Logan trepó al árbol, avanzando por la rama hasta el máximo. Medio metro más allá y un poco más abajo brillaban los mortales hilos del microalambre.

Empezó a balancearse cada vez con más fuerza. Si tocaba los alambres, éstos lo partirían como si fuera un pedazo de queso. Cuando le pareció tener bastante impulso se soltó, torciendo el cuerpo. Cayó en el patio sin mayor daño, rodó sobre sí mismo y se quedó en cuclillas. El silencio era total. No había sonado ninguna alarma.

Cruzó el ancho espacio asfaltado, dirigiéndose al enorme edificio del Jardín de Infancia. Una vez ante los muros de aquella fortaleza se detuvo para orientarse. Él también se había criado en un lugar semejante. Las clases de hipnotismo debían hallarse en el ala occidental; los dormitorios hacia su izquierda. Estaba en la parte exterior del lugar destinado a los recién nacidos. Si entraba por allí correría menos peligro de ser descubierto. Muy arriba, una hilera de ventanas se abría en la pared de ladrillo.

Logan empezó a subir aferrándose a las irregularidades del muro. Un pie le resbaló; pero pudo recuperar el equilibrio y continuó subiendo.

La primera ventana estaba cerrada.

Se desplazó a lo largo de un estrecho saliente notando la tensión que sufrían sus brazos. La ventana siguiente estaba sin el pestillo asegurado; pero cerrada también. Intentó abrirla apretando la vidriera y ésta cedió poco a poco. Logan se deslizó hacia el interior, se dejó caer al suelo y escuchó. Se encontraba en una especie de almacén.

¿Dónde estaría Jess? Podía hallarse en cualquier lugar del laberíntico recinto. Tal vez herida o moribunda en algún corredor, o caída bajo una cinta transportadora, u oculta en algún rincón. O acaso no hubiera entrado allí, después de todo. El silencio lo animó a proseguir. Si Jess estaba dentro del edificio, era evidente que no la habían descubierto todavía.

Cruzó la habitación y abrió la puerta. En la distancia podía oír el rumor procedente de un aula. Examinó el vestíbulo. Estaba desierto. Avanzó hacia la puerta siguiente. El símbolo de forma circular pintado en ella, le indicó que se trataba de una Sala de Juegos inactiva en aquellos momentos.

Los balones vibradores estaban inmóviles en sus soportes, sin rebotar en las paredes según los esquemas previstos. Las muñecas habladoras permanecían mudas en sus estuches. Ni rastro de Jess. Cerró la puerta.

La siguiente estancia estaba asimismo vacía y en silencio. Era una Sala de Partos.

Logan comprobó los transportadores y miró fascinado el reloj y los cristales fosforescentes de la esfera que otorgaba a cada recién nacido su derecho a vivir, su «flor del tiempo» radiactiva. Se miró la mano en la que su flor parpadeaba pasando velozmente del rojo al negro y viceversa. Había recibido su flor de cristal en una dependencia como aquélla, siéndole incrustada en la mano derecha, donde permaneció hasta que su color se volvió oscuro al llegar el momento previsto, igual que un átomo de cesio muere en un reloj de radio, cambiando inexorablemente del amarillo al azul y al rojo… y finalmente al negro.

Logan salió a un largo corredor. ¿Habría pasado Jess por allí? Le pareció infructuoso continuar la búsqueda; pero no podía desistir en modo alguno, a menos que alguna grave circunstancia se lo impidiera.

Oyó un zumbido que conocía muy bien por haberlo escuchado con tanta frecuencia en su niñez. La Autoinstitutriz se aproximaba.

Abrió una puerta a su derecha y la traspuso velozmente. La puerta se cerró tras de él. Dentro reinaba una profunda oscuridad y el ambiente era cálido.

—¡Oh! Mi niño bonito —exclamó una voz.

Lo invadió una sensación de levedad y de dulzura.

—Mi pequeñito. Mi amor —siguió diciendo la voz del Cuarto del Amor Materno, en un susurro tenue y musical—. Ven. Ven.

Logan intentó resistirse, pero los dispositivos lo retenían tierna pero firmemente; lo acariciaban, lo apretaban contra un cálido regazo; lo mecían con suave ritmo.

—Mi amor, mi pichoncito…

—No es posible… —dijo Logan desesperado.

Pero «la madre» siguió abrazándolo con ternura.

—No puedo quedarme. Me tengo que ir.

—Duerme —dijo «la madre».

Un fuerte anhelo emocional invadió a Logan como una cálida oleada.

—Mamá te quiere… te quiere… te quiere… —seguía diciendo «la madre».

—¡No! —exclamó Logan—. Tengo que irme.

—Duerme —repitió la voz.

—Tengo que…

—Duerme. Duerme —seguía diciendo insistente la voz que emanaba del recinto.

—Tengo que… dormir —suspiró Logan.

Y dicho esto, se quedó dormido.

Cuando en el curso de su inspección horaria, la Autoinstitutriz penetró en el Departamento L—16, pudo ver en él a una mujer dormida.

Con toda calma se desplazó hasta el corredor y activó el Sistema de Alarma contra Intrusos. Se oyeron campanadas y sirenas.

Jess se despertó sobresaltada, saltó de la cuna y echó a correr.

El Jardín de Infancia defendía a sus pupilos. Se cerraron puertas y verjas, y los vehículos de comunicación interior quedaron detenidos. Las cubiertas de las cunas se abatieron. De los suelos brotaron barreras que cerraron las distintas secciones.

¡Intrusos!

¡Dispositivo de defensa!

¡Protección!

¡Sistema de desalojo!

La puerta de la Sala del Amor Materno se abrió de par en par. La joven pudo ver a Logan.

—¡Por aquí, Jess! —dijo él.

Entre el fragor de los sonidos de alarma, corrieron a lo largo de un pasillo atestado de niños que miraban con curiosidad. Una Autoinstitutriz se desplazó hacia ellos exhalando una especie de cloqueo. Logan desbarató su mecanismo mediante un terrible golpe de talón. Se lanzaron por una rampa descendente, traspusieron una puerta en el momento de cerrarse, evitaron una máquina cuidadora, y corrieron hacia el primer piso mientras la puerta de salida se deslizaba por sus bien lubricadas guías metálicas.

—¡Deprisa! —gritó Logan.

Lograron trasponer el macizo portalón con sólo unos segundos de margen. Su borde golpeó el hombro de Logan, haciéndole perder el equilibrio. Pero habían logrado salir.

Corrieron por el inmenso patio en dirección a la puerta exterior.

Estaba cerrada.

Logan se metió en la cabina de cristal que gobernaba su mecanismo, dio un golpe al panel, que se hizo añicos, y tiró del dispositivo de apertura.

La puerta giró sobre sí misma dejando el paso libre.

El robot que guardaba aquel sector trató de detenerlos, pero Logan logró liberarse, y agarrando a Jessica por un brazo, los dos salieron al campo libre. En seguida desaparecieron en un barranco cubierto de vegetación que conducía hacia los bosques.

Cuando llegaron a la plataforma junto a la red viaria de Rapid City, sus habitantes atestaban el lugar. Logan había recuperado la pistola que estaba escondida en su cinto. Jess mantenía apretado el puño derecho para ocultar la flor. Pero Logan estaba seguro de que algún aparato detector acabaría por descubrirlos, caso de querer utilizar los vehículos.

—Quédate aquí, junto a la pared —advirtió a Jess.

Se introdujo por entre la muchedumbre. Tropezó con un hombre de cara rojiza, que llevaba las manos llenas de recuerdos de los Estados occidentales. Un banderín triangular le pendía del cuello, proclamando: «Souvenir de los tiempos de la frontera cheyenne». Sobre el montón de envoltorios veíase una casita tallada en madera de secoya. A causa del encontronazo, la casita cayó al suelo. Logan la recogió, volviendo a ponerla sobre el montón de paquetes.

—Gracias, ciudadano. ¡Yu… huuu!

—¡Yu… huu! —repitió Logan forzando una sonrisa. Llegó adonde estaba la caja del detector, la abrió con naturalidad, como si fuera el encargado de repararla, y manipuló en su interior.

Una vez de nuevo junto a Jess la empujó hacia uno de los pasadizos de acceso. La muchacha se tambaleó y alargó una mano para conservar el equilibrio. En aquel breve instante su palma quedó expuesta mostrando la flor negra. Una mujer gritó:

—¡Fugitivos!

Se produjo una inmediata confusión y se oyeron exclamaciones y gritos.

Un hombre estaba a punto de subir a uno de los vehículos. Logan lo apartó de un empujón y ambos abordaron el transporte.

La airada multitud quedó rápidamente atrás, perdiéndose en la distancia conforme el vehículo se deslizaba por su tubo. La tierra se desplazaba como una exhalación por encima, por debajo y a ambos lados de su ruta.

Logan sabía bien los peligros a los que se exponía. A menos de que los Vigilantes fallaran —y no fallaban nunca— habría ya algunos en la plataforma de Rapid City comprobando su partida. A los pocos segundos sabrían cuál era el coche que ocupaban y por qué túnel discurría, y lanzarían mensajes para alertar a las unidades instaladas a lo largo de la ruta.

De pronto, el coche aminoró su marcha hasta que finalmente se detuvo en un apartadero.

—Nos han parado —dijo Logan—. ¡Salta!

—¿Dónde estamos? —preguntó Jess.

—No hagas preguntas… ¡Corre!

Una vez se hubo abierto la escotilla y salieron del vehículo, Logan percibió un tenue fulgor en la pantalla del parabrisas.

El letrero decía lo de siempre: PRECAUCIÓN. NO CORRER.

La artillería de la Unión estaba destruyendo Fredericksburg cuando Logan y Jess emergieron a la superficie.

Algunos tiradores emboscados dispararon contra las tropas federales que se disponían a atravesar el río Rappahannock, y el general Burnside había ordenado que las piezas arrasaran la ciudad. Pensaba ocupar Fredericksburg y avanzar luego por las colinas, para ocupar aquel reducto de los confederados. El plan era insensato por tratarse de un ataque frontal contra una posición inexpugnable, y así lo habían advertido a Burnside, pero éste rehusó alterar sus propósitos. El plan de batalla se llevaría a cabo no obstante las dificultades que ofreciera. Había que destruir a los rebeldes en su propio terreno y dar una gran victoria a las tropas del norte.

Se estaban preparando los pontones para pasar el río. Oficiales a caballo, vistiendo uniforme azul, dirigían la operación. Grandes carromatos y piezas de artillería pesada se embarcaban en los botes de madera.

Burnside examinó la orilla sur mediante sus gemelos de campaña. La torre de una iglesia se vino abajo al recibir el impacto de un cañonazo. Una alta estructura de ladrillo quedó literalmente pulverizada. Burnside dejó los prismáticos y se acarició las largas patillas. Representaba tener unos veinte años.

—Vamos a dar una paliza a esos rebeldes, —declaró—. Se acordarán de este día.

El ayudante del general parecía preocupado.

—Creo que Lee está en aquella vaguada con Longstreet —dijo—. Stonewall Jackson manda su ala derecha. Va a ser muy difícil, señor.

Pero Burnside no le hizo caso.

—La guerra nunca es fácil, comandante. Cada uno hace lo que la patria espera de él.

El ayudante saludó y volvió junto a sus hombres.

Ambrose E. Burnside no era más que un robot, un autómata construido según la forma exacta del famoso general de la Guerra Civil. Y sus soldados, asimismo autómatas vestidos de azul, combatirían contra sus oponentes grises durante un día y una noche en aquella reproducción exacta de la sangrienta batalla de Fredericksburg que tuvo lugar en 1862 y en el que más de doce mil hombres murieron en las laderas de Virginia. Las piezas de campaña disparaban desde emplazamientos ocultos. Los edificios se derrumbaban según un plan previsto. Las balas de cañón caían entre las masas de soldados, a los que arrancaban brazos, piernas y cabezas con un realismo escalofriante. La tierra cubierta de nieve estaba manchada por la sangre de los caídos, realizada en fluido rojo.

Logan y Jess se abrieron camino por entre la aglomeración de excitados turistas y de ciudadanos de Virginia, que llenaban el lugar.

—¡El deber! —proclamó un altavoz por encima del clamor de los espectadores—. Eso es lo que hoy se exalta aquí, ciudadanos. Y también la lealtad y el valor. El deseo de morir por la patria con el fin de salvarla de la destrucción. En la Guerra Civil lucharon muchachos de dieciséis y diecisiete años. Nunca pusieron en duda su misión ni se arredraron ante el peligro. Se sacrificaron gustosamente y para ellos fue la gloria. Ved cómo cargan contra el enemigo, ciudadanos, en la heroica batalla que aquí se reproduce tal y como se libró hace doscientos cincuenta y cuatro años. ¡Y recordad que en Fredericksburg no hubo fugitivos!

Jess miró la escena. Una niebla creada artificialmente cubría el terreno. Los disparos de las baterías resonaban sobre el tableteo de los fusiles. La tierra se levantaba en surtidores al ser herida por la metralla.

Logan condujo a Jess en dirección al río. Una profunda trinchera de drenaje llevaba hasta las tiendas del campamento de Burnside. La siguieron agachados para que nadie los viera.

La trinchera formaba un ángulo hacia la retaguardia del campamento. Logan sabía que los androides nunca darían la alarma porque sólo estaban programados para desempeñar su parte en la batalla.

Subieron la pendiente de la trinchera y se introdujeron bajo la lona de la tienda unionista. Dos autómatas perfectamente realizados, permanecían inmóviles, dispuestos a salir cuando sus circuitos lo ordenasen. Sus caras de mozalbetes estaban inmóviles y yertas.

Logan los arrojó al suelo y empezó a quitarles las ropas.

—Póntelo —dijo a Jess arrojándole un uniforme de oficial.

Por su parte se puso una guerrera azul, ocultando el Arma bajo ella. Se echó al hombro una cantimplora y tomó un largo fusil. Cubierto con aquel uniforme y con la gorra bien echada sobre los ojos, podía pasar por un soldado, con tal de mantenerse lejos de las zonas ocupadas por los espectadores.

—No te alejes de mí —dijo a Jess—. Y haz lo mismo que yo.

Sonó un cornetín ordenando el ataque.

Una vez incorporados al gran ejército del Potomac, Logan y Jess abordaron una de las embarcaciones, compartiéndola con una docena de «guerreras azules» para efectuar el cruce del río.

Ascendieron la pendiente cubierta de barro que llevaba a Fredericksburg y avanzaron cautelosamente por la ciudad en ruinas. Las casas estaban deshechas y de ellas brotaban columnas de humo. El crepitar de la fusilería llenaba el aire. Zumbaban las balas de metal. Los cañones vomitaban metralla. Conforme proseguían su marcha, el barro pisoteado de las calles se pegaba a sus botas.

Volvieron a sonar las cornetas. Se oyó batir de tambores. Burnside preparaba el asalto. En el ala derecha, las filas azules vacilaban bajo los cañonazos de Stonewall Jackson.

Habían llegado frente a las alturas de Marye, elevándose abruptas sobre una amplia llanura cubierta por nieve artificial. Las alturas estaban guarnecidas por la famosa artillería de Nueva Orleans, orgullo del sur. Robert E. Lee se encontraba allí con sus «grises», comunicándoles su valor y entereza. Los confederados disponían de 250 piezas de campaña con las que barrer el terreno que se extendía bajo ellos.

Hacia la izquierda los turistas domingueros llenaban el amplio recinto. Las gentes vestían atavíos multicolores, agitaban banderines, hablaban y gritaban, felices. De pronto Logan distinguió entre el gentío un uniforme negro. ¡Un Vigilante! Sin duda se trataba de Francis. ¿Los habría visto? ¿Estaría enterado de sus propósitos? ¿Levantaría la pistola para lanzarles un proyectil dirigido? Logan se volvió hacia el terreno elevado, mientras se encasquetaba aún más la gorra.

Jess tenía la cara cenicienta cuando miró a Logan con expresión desesperada. Él señaló a la derecha.

—Hay que cruzar el campo de batalla y pasar al otro lado —le indicó.

—Nos verán.

—No si avanzamos por la cuesta junto a los hombres de Burnside. En cuanto hayamos pasado la pared de Marye Heights estaremos a salvo. Existe allí un túnel en el que yo jugaba de pequeño. No han vuelto a usarlo desde que reconstruyeron Fredericksburg y adecuaron la zona.

—¡Adelante, muchachos! —gritó cerca de Logan un androide que actuaba como oficial—. ¡Demos su merecido a esos rebeldes!

En avalancha incontenible, al son de pífanos, tambores y cornetas, mientras las banderas regimentales ondeaban al aire, los soldados vestidos de azul avanzaron en columnas de a cuatro, con los fusiles al frente y las bayonetas brillando bajo el sol.

—¡Baja la cabeza! —dijo Logan a Jess—. Y procura no situarte en ninguna hendidura del terreno porque es ahí a donde los cañones tienen dirigidos sus disparos.

Habían recorrido un tercio de la pendiente en filas ordenadas y los cañones rebeldes aún no habían empezado a disparar. Sin duda los confederados esperaban a tenerlos más cerca. Cuando ametrallasen a aquel rebaño iba a producirse una auténtica carnicería. «El fallo de Burnside» se llamaría en los dos siglos siguientes a aquella acción. El pomposo y loco payaso con sus patillas lanudas, mandaba a sus tropas a una muerte segura, en una vana tentativa para lograr un triunfo y una gloria personales. No era sorprendente que Lincoln lo reemplazara por otro general después de Fredericksburg.

Se produjo un palpitante silencio.

De pronto los cañones soltaron sus cargas mortíferas.

Un verdadero infierno se desencadenó en el campo de batalla.

Jess se apretó contra Logan, avanzando lentamente por la nieve que cubría la pendiente, mientras las granadas explotaban a su alrededor. Los androides gemían, gritaban, soltaban sus fusiles y se desplomaban. Los robots con forma de caballo se encabritaban; vomitaban sangre. Las cornetas cesaron de sonar.

Maryes Hill era un horrísono tumulto de chasquidos metálicos y de aullidos de muerte.

—¡No temáis, muchachos! —gritó un altivo teniente tras de ellos! ¡Adelante por Lincoln y por la Unión! ¡Hurra! ¡Hurra!

Una bala de cañón lo partió en dos.

Frente a ellos, oculto tras un trecho de muro frente a Sunken Road, un contingente de tiradores de Georgia y de Carolina del norte se levantó para lanzar una descarga de fusilería contra los federales que aún seguían avanzando.

Las líneas retrocedieron.

Cuando Logan llegaba a la base del muro en Sunken Road, una bala le derribó. Por un momento quedó sin respiración, pero el proyectil no le había causado daño alguno por haber chocado contra la cantimplora que llevaba ante el pecho.

Las granadas estallaban en el bosque de robles. Una humareda deshilachada, procedente de las baterías de la colina velaba el cielo, mezclándose a la niebla.

¿Dónde estaría Jess? Logan escudriñó los alrededores tratando de encontrarla.

Cerca de él, una figura vestida de gris amenazaba con el puño a la vez que gritaba con aire burlón:

—¡Al diablo barrigas azules! ¡Volved a vuestros agujeros! ¡EEEEeeee!

Algunos confederados habían caído tras de la pared, pero otros robots acudieron a ocupar sus puestos. Nadie hizo caso de Logan cuando se quitó el uniforme y arrojó el fusil lejos de sí.

Se oyó el galope de un caballo. Un hombre de rostro severo montado en un blanco corcel, esgrimía un sable. Llevaba barba y lucía un espléndido uniforme.

—¡Magnífico, muchachos! —gritaba Robert E. Lee—. Cuando acabe la jornada habrá raciones extra para todos.

Su voz sonaba notablemente amplificada para que pudiera oírse hasta en las últimas filas de espectadores. Dicho esto, volvió a galopar a lo largo de la línea.

El ataque había sido rechazado, y los azules se retiraban.

Fue en aquel instante cuando Logan vio a Jess en un lugar de la pendiente. Luchaba denodadamente contra una turba de androides. Atrapada en el tumulto de la huida era arrastrada pendiente abajo en dirección a los tablados de los espectadores.

Adonde estaba Francis.